A FONDO
[Sergi Grau. Colaborador de Cinemanet]
EL SIGLO XX A TRAVÉS DEL CINE
9. MARTIN SCORSESE
Película: Casino
Temática: El American way of Life (II)
Cuando amas a alguien, debes confiar en ella. No hay otro modo.
Tienes que darle la llave de todo lo que es tuyo.
De lo contrario, ¿qué sentido tiene?
Y, por un tiempo, creí que ése era
el tipo de amor que yo tenía.
Pero duró poco.”
Sam Rothstein
Martin Scorsese ya dejó su nombre impreso en la Historia del Cine en sus primeros años como cineasta, durante el advenimiento del llamado New Hollywood. Junto con Francis Coppola y Steven Spielberg se halla en la cúspide artística de la pléyade de jóvenes directores que, a lo largo de la década de los años setenta del siglo pasado, lograron apoderarse de e insuflar nuevos aires a la marchita industria del cine norteamericano (1). Para muchos, su cenit artístico se produjo con las indudables obras maestras Taxi Driver (1975) y Toro Salvaje (1980), en ambos casos según guiones de Paul Schrader y con Robert De Niro en el papel principal; pero Scorsese aún sigue en activo, y engrandeciendo su legado con obras en las que siempre deja la impronta de su arrolladora personalidad visual, su virtuosismo, sus ansias de constante experimentación, su cinefilia y su apasionado sentido historiográfico. El cineasta neoyorquino, de hecho, no sólo concatena proyectos de ficción con envidiable periodicidad (con títulos como El Rey de la Comedia (1983), Uno de los nuestros (1989), La edad de la inocencia (1993), Gangs of New York (2002) o Infiltrados (2006) como botones de muestra de una extensa y brillante nómina en esta su más prestigiosa faceta artística), sino que ha desarrollado diversos proyectos como historiador del cine (entre los cuales podríamos destacar el muy recomendable documental que también ha sido presentado en formato libro Martin Scorsese: A Personal Journey Through American Movies (1995)), ha probado las mieles de la llamada tercera edad de oro televisiva con la producción ejecutiva (y dirección del episodio piloto) de una serie de la HBO con tanto pedigree como es Boardwalk Empire, y, last but not least, ha dejado constancia de su profunda pasión por la música contemporánea a través de piezas tan exquisitas como The Last Waltz (1978), el documental sobre Bob Dylan No Direction Home (2007), el muy reciente sobre George Harrison Living in a Material World (2011) o la producción de la serie The Blues (2003), de la que además dirigió su emotivo primer episodio, Feel Like Going Home.
Y podemos convenir que entre los más evidentes nexos de esta inagotable avidez creativa y artística se halla sin duda su excepcional potencia radiográfica, la forma bien compleja, nunca complaciente, muy aguerrida, a menudo desmitificadora, de aristas líricas y envoltorio casi siempre genial con que da cauce a su indomeñable afán de análisis y divulgación de cuestiones relacionadas con la propia historia y los mimbres del devenir cultural y social a lo largo del siglo XX. De entre los muchísimos aspectos abordados en esa heteróclita filmografía, nos centramos aquí en una obra bien conocida aunque quizá no considerada entre sus mejores, a pesar de que, al menos desde mi humilde punto de vista, se trate de una gran película. Estoy hablando de Casino (1995), filme que a menudo se asocia con la citada Uno de los nuestros por razón de su filiación temática (el mundo de la mafia), el sustrato de su argumento (sendas crónicas escritas por Nicholas Pileggi), la presencia ante las cámaras de De Niro y de Joe Pesci, y cuestiones referidas a la estructura narrativa y la puesta en escena de lo que en efecto son dos grandes frescos de la vida americana, aunque ubicados en contextos tanto geográficos como cronológicos distintos. Casino nos propone una refulgente aproximación a la densa biografía de Sam “Ace” Rothstein, un apostador profesional convertido por encargo de la Mafia en regente del casino Tangiers de Las Vegas. A través de esa historia particular, el filme abraza el tránsito entre los años de apogeo de los Casinos tutelados por la cosa nostra hasta el advenimiento de las corporaciones empresariales que tomaron el relevo tras el acoso y derribo que de las antiguas estructuras efectuó el FBI. De tal modo, el filme ofrece primero una extensa y minuciosa descripción del modus operandi de la Mafia, sus estructuras jerárquicas y métodos de extorsión y protección de su ilegítimo y vasto imperio económico; y después refiere el modo en que los agentes del bureau federal logran vencer la resistencia, haciendo especial énfasis en los posos corrupción y decadencia del viejo mosaico de poder.
Este plano de vocación objetiva o radiográfica viene cosido a otro, estrictamente dramático, centrado en la turbia relación amorosa entre Sam y la buscavidas Ginger (Sharon Stone). Ginger se erige en el telón de Aquiles de Sam, o, por decirlo de un modo más contundente, su perdición. Sam es un tipo frío, inteligente y calculador, pero sus nervios se destemplan por el amor que siente por esa mujer, un amor no correspondido por muchos y constantes que sean los agasajos materiales con los que él intenta retenerla. A través del doliente relato de esta asimétrica relación condenada al fracaso, Scorsese se sirve abundar en el retrato de la fungibilidad de la felicidad basada en el dinero, los perniciosos efectos de su amasamiento descontrolado, los coléricos sentimientos que patrocina, la locura que espera tras el éxtasis artificial. En su perturbador crescendo dramático, el filme transmite a la perfección la sensación de acorralamiento y asfixia de los personajes que, como Sam o Ginger (o como Nicky, el tercero en discordia incorporado por Pesci), se ven envueltos en una espiral de sentimientos desbocados por un patrón que escapa a su control.
Película en la que paradójicamente se alcanza la lucidez desde la constancia del exceso, la secuencia prólogo –desgajada, como en Uno de los nuestros, de los acontecimientos que la película desgrana-, y los magníficos créditos iniciales de Saul y Elaine Bass resumen a la perfección el leit motiv temático de la obra: el progresivo descenso a los infiernos de Sam Rothstein, un descenso iluminado por el neón interminable de la Ciudad de la Luz, una luz tan atractiva como la promesa de dinero fácil, pero tan artificiosa como la posibilidad de redención en un contexto que enajena el espíritu.
NOTAS:
(1) Léase al respecto la interesante crónica histórico-cinéfila Moteros Tranquilos, Toros Salvajes, de Peter Biskind (2002)