[Miguel Ángel Millán Anteciano – Colaborador de CinemaNet]
Con frecuencia hablamos del siglo XXI como la red más completa de comunicaciones telemáticas, la distancia no se convierte así en el obstáculo principal para la intercomunicación humana. Sin embargo, el notable avance tecnológico parece ceñirse a la exclusividad del desarrollo técnico, ya que el contacto humano no parece que haya evolucionado a la par que la permanente actualización electrónica. Precisamente este territorio vedado, aquel que obnubila la mente de los llamados ciudadanos de los países desarrollados, centrados en la exclusividad de las sociedades industriales con sus apremiantes necesidades de producción y consumo, son objeto de la mordaz contrarréplica del cineasta finlandés Aki Kaurismäki.
La preocupación por el hombre moderno queda reflejada permanentemente a lo largo de su dilatada filmografía. En La chica de la fábrica de cerillas cede el protagonismo a la enigmática Iris, bello nombre de siniestras consecuencias en el desarrollo de la trama. El discurso de Kaurismäki se nutre de un efecto silencioso, sus protagonistas fílmicos hablan lo necesario para que la imagen complete su purismo más esencial, mostrar lo que sucede. Con fina ironía introduce en la banda sonora los nostálgicos tangos más autóctonos de su cultura escandinava, manifestando así el estado emocional de la protagonista y ayudándonos a clarificar cuál es la verdadero discurso ilativo del film.
El argumento de La chica de la fábrica de cerillas permite realizar una radiografía humana a nuestro tiempo analizando los episódicos silencios de los encuentros familiares, el conflicto de la incomunicación humana en la era digital, las relaciones individuo–sociedad, las frustraciones vitales, el estrés emocional, la realidad cambiante y heterogénea difuminada en una velocidad vertiginosa… En definitiva, la fragilidad de un personaje femenino desplazado que se siente amenazado y se revuelve temerariamente frente al descarnado mundo capitalista.
El mundo de Iris es una realidad mecánica sostenida en la fuerza centrífuga de un rodamiento incapaz de oponer resistencia al cambio de dirección. Su vida se ve truncada en su inocencia en el instante en que descubre su capacidad de amar. La película de Kaurismäki corresponde a la tercera entrega de su primera trilogía proletaria, también llamado “periodo azul”, que a su vez se encuentra compuesta por Sombras del Paraíso (1986) y Ariel (1988), y finaliza con La chica de la fábrica de cerillas (1990).
La osada narración fílmica tiene a la persona como centro decisivo de la imagen, convierte la figura femenina en la expositora de los múltiples cambios sociológicos del pasado siglo XX y abre una puerta a la reflexión antropológica sobre el ser humano en la realidad contemporánea. El planteamiento de Kaurismäki avala un film de apariencia nihilista con clara textura pesimista, que, a su vez presenta veladamente un vitalismo oculto que se revela en la necesidad imperiosa de amar de una joven desenfocada y refugiada en su aislamiento silente. Iris anhela las emociones propias de la condición humana en la florida etapa de la juventud, desea encontrar en el amor una respuesta al mecanizado ritualismo de su día a día.
Todo esto la conduce a la entrega sin reversas de sus deseos humanos a un amante oportunista, que, lejos de apiadarse de su vulnerabilidad, comercializa con sus emociones hasta invitarla a despojarse del “renacuajo” que brota en sus entrañas. El embarazo de la joven es el punto de inflexión que nos permite comprobar la necesidad de recuperar la comunicación humana desatendida, la delicada espera de una reavivada esperanza que permita reconstruir las monótonas certezas de su periplo vital; solo así, en una misiva que dirige al amante, se puede comprobar cómo la reconstrucción de su existencia tiene su sentido en un nuevo ser.
El posterior trauma que supone el aborto accidental presenta el rostro de nuestra protagonista. Como es habitual en el cine de Kaurismäki, sus personajes no responden a cánones de belleza estereotipados, sino más bien a insustanciales rasgos que permiten degradar la realidad impulsando a la imaginación del espectador a comprender que, en la insípida mirada de la protagonista, existe un mensaje aleccionador que el cineasta desea transmitir. El universo silencioso del film nos traslada a la complicidad silente de nuestro tiempo, que deja agostar sus impulsos vitales en detrimento de la producción en cadena, las variadas ofertas de consumo, el hedonismo como fin supremo de la realización personal, la banalidad mediática, la desconfianza frente al otro hasta convertir al individuo en un ser aislado e incomunicado.
Precisamente la atmósfera que rodea a Iris es la que provoca que todo su estrés acabe somatizándose en su corteza cerebral, provocando un estallido virulento gélidamente organizado para dar cabida al principio de autonomía en su máxima expresión. Un principio de autonomía personal entendido como una consecuencia del entorno liberal de raigambre anglosajona, que parece, al mismo tiempo, afectar a los protagonistas del film, convirtiendo al individuo en el dueño exclusivo de su cuerpo y espíritu, lo que conlleva que el comportamiento de Iris sea correlativo a la atención recibida. La protagonista ha visto denigrada su dignidad humana decidiendo atentar frente a la amenazadora presencia de los otros, haciendo un uso utilitarista de su libertad ante el arrojadizo materialismo en el que se ha encontrado inmersa.
La chica de la fábrica de cerillas es una reflexión actual sobre la vida humana donde la cámara del cineasta finés escruta con fina ironía conceptos esencialmente humanistas como son el valor, la dignidad o la libertad, presentándonos un caricaturizado retrato de la sociedad occidental contemporánea. El atisbo esperanzador queda circunscrito a la misteriosa presencia de un embarazo que permite anhelar a la protagonista una auténtica comunicación que realmente le posibilite reencontrarse con una sociabilidad integradora.