[Enrique Almaraz. Colaborador de CinemaNet]
Fue «La reina del Technicolor» y una de las bellezas con más carácter del Hollywood clásico. La vida de Maureen O’Hara llegó a su fin hace pocos días, y con su marcha llega a su fin casi un siglo de oro en pantalla. El legado de la actriz irlandesa es tan fascinante que no podemos menos que rendirle el homenaje que se merece.
Por la verde campiña irlandesa y pastoreando un rebaño de ovejas hace su aparición en pantalla una pelirroja. “Eh, ¿eso es real? ¡No puede ser!”, dice el recién llegado, fascinado por tan arrebatadora presencia. El actor que pronuncia esas palabras no es otro que John Wayne; el paisaje, Innisfree —o eso simulaba—; la película, “El hombre tranquilo”, y la muchacha, Maureen O’Hara. La que fuera uno de los últimos y más importantes vestigios del Hollywood clásico falleció mientras dormía el sábado 24 de octubre de 2015, por causas naturales, a los 95 años de edad, en Boise (Idaho).
Maureen FitzSimons nació en el 17 de agosto de 1920 en la localidad dublinesa de Ranelagh, en el seno de una familia católica. Hija de un comerciante una actriz y cantante de ópera, creció rodeada de música y, aunque heredó de su madre las bondades vocales, su carrera no discurrió entre pentagramas, sino en la gran pantalla. Eso ocurriría después de que su progenitora, consciente de las aptitudes artísticas de su niña, la matriculara en la Burke’s School of Elocution, donde se formó en arte dramático y danza. Tras este período intervino en diversos montajes teatrales.
Cuando el cantante Harry Richman visitó Irlanda la descubrió en el comité de bienvenida y le propuso una prueba de fotogenia en Londres en los estudios General Film. Aquello desembocó en la película “My Irish Molly”, donde el productor alemán Erich Pommer y su socio Charles Laughton le propusieron intervenir en “La posada de Jamaica” a las órdenes de Alfred Hitchcock. Sería esta película la primera en que figurara con su recién estrenado nombre artístico, Maureen O’Hara, allá por 1939. En junio de ese mismo año y de la mano del matrimonio formado por Charles Laughton y Elsa Lanchester tomó rumbo a Nueva York para iniciar su andadura norteamericana, cuyo primer título fue “Esmeralda, la zíngara” (1939), de William Dieterle, en la que su orondo mentor británico encarnaría al Quasimodo de Victor Hugo.
A las órdenes de John Ford rodó “¡Qué verde era mi valle!” en 1941, a la que seguirían “Río Grande” (1950), “El hombre tranquilo” (1952), “Cuna de héroes” (1955) y “Escrito bajo el sol” (1956). Estas películas guardan un lugar de honor en su filmografía, tanto por la calidad que atesoran como por el valor en el terreno personal. Entró a formar parte del núcleo de John Ford, donde solía ser la única mujer —o la única de su edad— entre nombres como Victor McLaglen, Ward Bond y otros. En tres de estos films tuvo como compañero a John Wayne, gran amigo desde 1940 —él dijo de ella en una entrevista que era “un buen muchacho”— y junto a quien rodaría otras dos al margen de Ford, “El gran McLintock” (1965), dirigida por Andrew V. McLaglen, y “El gran Jack” (1971), de George Sherman.
Por aquel entonces era una veterana muy admirada por el público con una filmografía que incluye “El Cisne Negro”, “Las aventuras de Buffalo Bill”, “De ilusión también se vive”, “Los hijos de los mosqueteros”, “Tú a Boston y yo a California” o “Un optimista de vacaciones”. Todas sus interpretaciones tienen un denominador común además de la brillantez: una gran e indisociable carga de dignidad. Maureen O’Hara era una excelente profesional que supo sacar partido de su carácter —entendido al margen del mal humor, cuando no antipatía, que se suele relacionar con otras colegas—, ese carácter tradicionalmente atribuido a las pelirrojas. Además de los mencionados Ford o Hitchcock, otros grandes directores como Henry Hathaway, Jean Renoir, William A. Wellman, Nicholas Ray, Carol Reed, Sam Peckinpah o Delmer Daves sacaron partido de su talento en multitud de películas. Se despidió de la gran pantalla en 1991, con la comedia “Yo, tú y mamá”, dirigida por Chris Columbus.
La nostalgia quiso que el pasado año recibiera el Oscar Honorífico en la Cena del Gobernador. Durante la presentación, Clint Eastwood recordó la película en la que coincidieron, “Lady Godiva” (1955), donde él era apenas un figurante sin frase y ella, la protagonista del título. Maureen hizo su entrada en silla de ruedas, mermada y muy lejos de su plenitud, pero ni la crueldad del tiempo podía esconder el brillo de sus ojos ni negar la fascinante estrella que un día fue. Por fortuna, el cinematógrafo concede la inmortalidad y la intemporalidad el arte, por lo que la conjugación en pasado admite una nueva formulación en presente. Sin discusión, Maureen O’Hara es una estrella. Una carta manuscrita de John Ford que la actriz guardaba con cariño en su apartamento de Nueva York decía: “Maureen, no tienes que preocuparte nunca por nada. Tú eres la mejor actriz de Hollywood”. Ahí queda eso.