Con Billy Wilder se fue, hace ya catorce años, el último genio de esa estirpe de cineastas pura sangre, entregados a la causa en cuerpo, alma y cerebro. Y se fue también una forma de hacer cine, de contar historias que nunca antes, y mucho menos después, se ha logrado siquiera imitar.
[Pepe Álvarez de las Asturias. Colaborador de CinemaNet]
«Con faldas y a lo loco», «Uno dos tres«, «La tentación vive arriba», «El apartamento«, «Testigo de cargo», «Perdición», «El crepúsculo de los dioses», «El gran carnaval«, «Días sin huella», «Traidor en el infierno»… todas ellas obras maestras indiscutibles, inmortales, irrepetibles; todas ellas inteligentes y corrosivas, con un trasfondo que sacude almas y conciencias; todas ellas admiradas por la crítica, el público y los colegas durante generaciones; todas ellas nacidas del genio y el cerebro de uno de los mejores cineastas de todos los tiempos y géneros: Billy Wilder.
Afirmaba Billy Wilder que hacía películas sólo para entretener a la gente, que “si el Cine consigue que un individuo olvide por dos segundos que ha aparcado mal el coche, no ha pagado la factura del gas o ha tenido una discusión con su jefe, entonces el Cine ha alcanzado su objetivo”. Claro que, entre la primera y la última escena, era capaz de criticar el nazismo, el comunismo, el capitalismo y el machismo en una sola -y desternillante- película; o de diseccionar la sociedad moderna, y su ambiciosa sed de poder a precio de saldo, entre risas tan inocentes como culpables; o de sentar las bases del cine negro con una cerilla, una grabadora y una pulsera enroscada en un (fascinante) tobillo; o de mostrarnos, sin disfraces ni elipsis, a bocajarro, el rostro más real del alcoholismo o del periodismo carroñero. Billy Wilder sabía, como demostró en todas sus obras, que el Cine puede, y a veces debe, llegar más allá. Pocos grandes lo demostraron en tantas películas y, desde luego, ninguno dirigiendo sus propios guiones.
Y es que detrás de sus desproporcionadas gafas se escondía una de las miradas más inteligentes y sibilinas, más talentosas y cínicas del séptimo arte (que con él si lo fue). Armado con su pluma-estilete (uno de sus actores predilectos, William Holden, dijo de él que “tenía el cerebro lleno de cuchillas de afeitar”), jamás le tembló el pulso a la hora de diseccionar a la sociedad de su época, de airear, para limpiar, la hipocresía reinante y campante; no importaba el tono, ya fuera comedia, drama social, thriller, romance, melodrama o todo en uno, el objetivo de todas sus películas fue siempre dejar a la vista las contradicciones internas del ciudadano americano (y del alemán y del soviético y del austro-húngaro…); descubrir el engaño, el disfraz, la máscara que él, paradójicamente, utilizaba para llegar a la verdad. Y siempre con esa inteligencia–vital y cinematográfica- que es, probablemente, su mayor aportación al cine.
Antes de ser genio, Wilder fue estudiante de Derecho, camarero en el hotel paterno (donde “aprendí muchas cosas sobre la naturaleza humana, ninguna de ellas buena”), director de una cadena de cafeterías de estación, importador de relojes suizos, bailarín de hotel (pareja de alquiler de ancianas solitarias), propietario de una granja de truchas, devoto del jazz y periodista de sucesos en Berlín. Es ahí donde se da cuenta de que lo suyo es escribir y, entre noticia y noticia, le da tiempo de vender una docena de guiones antes de abandonar Alemania en 1934, coincidiendo con la ascendente carrera de Hitler (los Wilder eran judíos; su madre y otros familiares murieron en Auschwitz).
Esa inteligencia corrosiva, unida a su colosal talento, nos regaló algunas de las escenas más memorables vistas en una sala de cine: el cadáver narrador (William Holden) flotando en la piscina de su decadente protectora (Gloria Swanson) en «El Crepúsculo de los Dioses»; la falda de Marilyn Monroe despertando las adúlteras fantasías del ‘rodríguez’ Tom Ewell en «La tentación vive arriba»; la ‘hazaña’ del periodista-hiena Kirk Douglas y el fiel retrato de la voyeurista, insensible y miserable ciudadanía americana en «El gran carnaval»; el desgarrador y realista delirium tremens de Ray Milland en «Días sin huella»; el “nadie es perfecto” del enamorado millonario al (des)travestido Dafne/Lemmon en «Con faldas y a lo loco»; la hilarante conversión del fanático comunista en aristocrático capitalista al ritmo frenético de La Danza del Sable en «Uno, Dos, Tres»; la infinita soledad nocturna de Jack Lemmon en el parque –esa fila infinita de bancos vacíos- mientras su jefe ejerce de jefe y adúltero en «El apartamento«. Fue, por cierto, el único director que se atrevió a repetir película con la impuntual, desmemoriada, bipolar y excesiva Marilyn («Con faldas y a loco» y «La tentación vive arriba»): “Existen más libros sobre Marilyn Monroe que sobre la II Guerra Mundial. Hay una cierta semejanza entre las dos: era el infierno, pero valía la pena”.
A lo largo de cuarenta años de carrera como director y guionista Billy Wilder nos dejó un buen puñado de obras maestras en cuantos géneros tocó (incluido el judicial, con la mejor adaptación de una obra de Agatha Christie: «Testigo de cargo»). Su ácida ironía, su corrosivo sentido del humor –a veces amargo, a veces compasivo, siempre sutil e inteligente- no impidió que todas sus películas (salvo una, «El Gran Carnaval«, demasiado despiadada para la época) constituyeran grandes éxitos de público, crítica y premios (21 nominaciones y 6 Oscars, como guionista y director). “Tengo diez mandamientos. Los nueve primeros dicen: no debes aburrir”.
En 1981 enfundó definitivamente su pluma-estilete y se dedicó a disfrutar de su impresionante colección de arte y de los innumerables homenajes que le brindó el mundo del cine hasta su muerte, a los 94 años. “Yo quiero morir a los 104 años, completamente sano, asesinado de un tiro por un marido que me acabara de pillar, in fraganti, con su joven esposa”. No fue el final que él había escrito, pero… ¡nadie es perfecto!