[Guille Altarriba. Colaborador de Cinemanet]
¿Qué belleza puede tener un desmembramiento? No hace falta que respondan, pero para cierto director criado entre las filas interminables del ya desaparecido videoclub Video Archives, la respuesta es “mucha”.
Más allá de actos violentos más tradicionales como decapitaciones o disparos a bocajarro, Quentin Tarantino disfruta cuando desde su retiro casi monástico a la hora de concebir una nueva historia imagina formas creativas de salpicar la pantalla de sangre y vísceras. Desde practicar el arte de tatuar esvásticas en la frente con un cuchillo a separar a una oreja de su dueño al ritmo de “Stuck in the Middle With You”, el de Knoxville se esmera en filmar lo que se ha dado en llamar “violencia estética”.
No es el único exponente, desde luego -desde cintas de calidad como el “Taxi Driver” de Scorsesse al divertimento ‘cutre-gore’ de Robert Rodríguez en “Machete” pasando por la muy taquillera y reciente “Deadpool” son otros de los muchos ejemplos de violencia estetizante-, pero tal vez el cine de Quentin Tarantino sea el ejemplo más mainstream de esta corriente que existe en la actualidad.
Margaret Bruder, autora de “La violencia estetizante, o cómo hacer las cosas con estilo”, apunta que no es lo mismo la sangre en una película de acción cualquiera o en el enésimo film bélico que la sangre utilizada con una intención casi pictórica. “La jungla de cristal” o “Corazones de acero” no entrarían por tanto en el mismo círculo que “Los odiosos ocho”, por poner uno de los ejemplos más recientes; un tipo de cine en el que -según Bruder- “los modos estándar realistas de edición y la cinematografía son violados con el fin de espectacularizar la acción”. Así, el uso de la cámara lenta para subrayar el trayecto de una bala a través de la carne o de los cortes de choque para epatar al espectador son técnicas que buscan apartar la violencia de la realidad y convertirla, como apunta Fernando Ramírez Moreno, en un “artificio”.
En su artículo “La ironía de la estética en la violencia”, el investigador pone el ejemplo de Tarantino y destaca que en su cine tiende a regodearse en las formas, convirtiendo los actos terribles per se que aparecen en pantalla en “recreación, efecto y espectáculo”. De esta manera, cuando uno como espectador asiste a la detonación súbita de la cabeza de un pelele en el asiento de detrás de un coche porque la pistola de Vincent Vega se dispara al pasar por un bache, el asunto aparece más como un chiste visual que como un asesinato real. En palabras de Ramírez Moreno, la ironía y el humor negro “generan un distanciamiento que desactiva el poder de la violencia representada”, que pasa a ser contemplada como juego o “pura representación formal”.
En la corriente contraria, analistas como Adrián Martín defienden que los críticos que valoran la violencia estetizada lo hacen con el argumento de que la violencia en pantalla no es real “y no debe confundirse nunca con ella”. En este sentido, una de las defensas más enardecidas de este tipo de violencia se da desde el plano psicológico, y es la que sostiene que ofrece una posibilidad de catarsis al espectador, de purga de emociones negativas a través de lo que se ve en pantalla.
Esta noción catártica, que hunde sus raíces en los postulados de la Poética de Aristóteles, ha sido sin embargo desmentida por la evidencia empírica. Esto no es un mero enunciado teórico: según informó en su momento Europa Press, un estudio realizado por investigadores de las universidades de Michigan e Iowa concluyó que aquellos espectadores que habían sido permeados por contenidos violentos sufrían menos impacto de violencia real al contemplarla después.
A nivel biológico, los investigadores explicaban que esta insensibilización se apreciaba en efectos físicos como una disminución del ritmo cardiovascular o del sudor. El mismo estudio acogió un experimento curioso y revelador: a los participantes del estudio se les sometía a un mismo estímulo -una mujer que fingía caerse por calle, aunque ellos esto lo desconocían- y se observaba su reacción. El resultado fue que aquellos que no habían visto contenidos violentos tardaban menos en ayudar a la mujer que los que sí. La conclusión parece clara y así lo manifestaba uno de los autores del estudio, el profesor Bard Bushman: “La exposición mediática de la violencia puede reducir el comportamiento de ayudar a los demás”.
En su libro “Screening Violence”, el investigador Stephen Prince va más lejos: explica que un meta-análisis de 217 estudios realizados entre 1957 y 1990 encontró una correlación consistente y sólida entre ver violencia en la televisión y un comportamiento violento. Por su parte, la profesora de la Universidad de Salamanca Olga Barrios Herrero afirma en “Realidad y representación de la violencia” que “más allá de toda incertidumbre sobre las consecuencias que tiene para un ciudadano (…), hay una insensibilización o brutalización como resultado de una cotidianización de la violencia”.
No hace falta ofrecer más botones como muestra de la evidencia científica sobre un fenómeno demasiado extendido y que no nos es nuevo. Los límites entre disquisición teórica y pesadilla práctica se difuminan cuando aparecen casos como el que mostró al mundo Wikileaks en 2010, el acribillamiento de unos civiles por parte de soldados estadounidenses en un helicóptero que se lo tomaban como una pantalla del último Call of Duty. La piel de rinoceronte ante el sufrimiento ajeno es una enfermedad grave, y visto lo visto parece que la violencia estetizante de las cintas de Tarantino y compañía contribuye al contagio. Solo siendo conscientes del riesgo para nuestras sinapsis podremos separar del todo la belleza y el desmembramiento.