La vida adelante y atrás, o un lúcido y conmovedor viaje en el tiempo a través de los recuerdos de Paul Dedalus, es la última oferta del heredero de la nouvelle vague, Arnaud Desplechin. Una película tierna y lúcida que muestra de una forma brillante el viaje de la juventud a la vida adulta.
PELÍCULA RECOMENDADA POR CINEMANET Título Original: Trois souvenirs de ma jeunesse |
SINOPSIS
Paul Dedalus deja Tayikistán recordando su infancia en Roubaix, las locas crisis de su madre, el vínculo que le unía a su hermano Ivan, niño piadoso y violento. Él recuerda sus 16 años, a su padre, viudo inconsolable, el viaje a la URSS donde una asignación clandestina le llevaría a ofrecer su propia identidad a un joven ruso. Recordará también sus 19 años, su hermana Delphine, su primo Bob, de sus escapadas con Pénélope, Mehdi y Kovalki, el amigo al que tuvo que traicionar. Sus estudios en París, el encuentro con el doctor Behanzin, su vocación inherente para la antropología. Y, sobre todo, Paul se acordará de Esther, el corazón de su vida.
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CRÍTICAS
[Sergi Grau. Colaborador de CinemaNet]
Tres actores encarnan a Paul Dédalus, el protagonista de Trois souvenirs de ma jeunesse: Antoine Bui, niño; Quentin Dolmaire, adolescente; Mathieu Amalric, adulto. Es éste último quien proyecta el viaje al pasado, a la evocación, al principio de la película; pero no será él, como final de un viaje, quien cierre el relato, sino un recuerdo -la imagen congelada de una chica- quien se apoderará del cierre, detalle que viene a indicar que el pasado no se cierra ni, si me permiten el retruécano, se termina nunca.
También es un detalle indicativo de la inteligencia y sutileza expositiva de que hace gala su director, Arnaud Desplachin, uno de los nombres más relevantes de una filmografía, la francesa, que actualmente pasa por el buen momento industrial de saber compaginar auteurs en la definición canónica -“cahierística”, tocaría decir aquí-, practicantes de un cine de género y cineastas consagrados al puro mainstream en una definición gala del término, algo siempre difícil teniendo en cuenta la dura competencia multinacional-norteamericana.
Pero regresemos al filme y empecemos por el principio. ¿Cuáles son los tres aludidos recuerdos de la juventud de Paul Dédalus? Aparecen perfectamente enunciados con un rótulo: 1/ la infancia; 2/Rusia; 3/ Esther; el primero habla de la mala relación del niño con su madre, que murió joven; el segundo, un periplo adolescente en Minsk, en el que Paul, ofreciendo su colaboración altruista a un amigo, auxilió a unos refugiados judíos que pretendían regresar a su tierra prometida; el tercero y más largo, se refiere al amor de juventud de Paul, la chica con quien inicia una relación cuando él ya ha abandonado su ciudad natal para estudiar en París.
A través de estos tres segmentos, el filme propone una composición de lo sentimental y de lo anímico, que cubre facetas diversas del aprendizaje de la vida. Arnaud Desplechin firma pues una “coming of age story” en toda regla, y la división no es tanto sustantiva –muchas otras cosas conocemos del carácter, los sentimientos y las experiencias del protagonista, por supuesto, de modo que Desplechin termina entregando una composición global, un retablo completo de esos años de infancia y especialmente adolescencia del personaje, desde una evocación adulta– como indicativa de facetas diversas, complementarias del aprendizaje: es una focalización intencionada por lo abstracto: hablar de los traumas de la infancia -en el sentido de los acontecimientos que marcan el carácter-; del compromiso con el mundo exterior -abrir puertas a la ideología, al pensamiento crítico, a la educación intelectual-; y, por supuesto, last but not least, del amor que dirime tantas cuitas emocionales en los años de juventud, en este caso dejando una profunda herida que no se cerrará, y sólo hallará el bálsamo melancólico de la nostalgia.
Uno no sabe si el relato, escrito por el propio director junto a Nicolas Saada y Julie Peyr, tiene algo de autobiográfico -¿es Paul un alter ego del cineasta?-, pero sí se hace evidente que la mirada con la que Desplechin contempla a su personaje protagonista está llena de ternura, una ternura que, empero, no se torna en sensiblería. Antes bien, revierte en un esfuerzo por profundizar en los pensamientos y sentimientos del joven, en el laberinto de motivaciones que bullen en ese fuero interno a menudo agazapado bajo el gesto tímido, irónico o de cierta suficiencia propia de esa edad de la vida y que trata tímidamente de emerger.
Desplechin se revela como un alumno excelente del Truffaut que visitó la adolescencia –el de sus mejores obras, diría– o del Jacques Rivette de la primera época, y entrega en esta Tres recuerdos de mi infancia un relato dramático poderoso, fruto del reposo y la sabiduría de una mirada que está atenta a los detalles y a los contextos, principalmente humanos. En ese sentido, y a pesar de que la evocación en primera persona canaliza el relato, Desplechin no sacrifica la sustancia por razones de afiliación subjetiva, y de hecho se libra de ese subjetivismo para oxigenar y dar mayor empaque a los acontecimientos que narra, incorporando las visiones y sentimientos de personajes que se hallan en la órbita de Paul: su hermano Ivan, su padre, su hermana Delphine, su primo Bob y sus amigos Pénélope, Mehdi y Kovalki, e incluso la profesora Behanzin.
La intervención en el recuerdo de uno de estos otros personajes funciona a modo de piezas en el puzle, siempre inconcluso en el recuerdo, de las memorias del aprendizaje vital, que es íntimo pero sólo se comprende en los círculos (grandes y pequeños) de lo comunitario.
Hay en los grandes relatos de aprendizaje de juventud una membrana sensible, algo que conmociona. Conmociona al final, como culminación del drama, la comedia, la emoción, la ternura… Tres recuerdos de mi juventud sin duda pertenece a esa categoría de obras, porque su autor, con tanta audacia como absoluta carencia de ínfulas, se revela de nuevo como un escrupuloso, atento, diestro y por momentos sensacional analista de las emociones humanas.
Ya lo sabíamos quienes contemplamos y admiramos obras tan prodigiosas como Un cuento de Navidad (2008), y aquí vuelve a demostrar que la clarividencia y la efervescencia de la mirada pueden ir juntas y alumbrar valiosas revelaciones sobre algo tan esencial como ese camino que cubrimos de camino al presente adulto, como un equipaje que llevamos con nosotros para siempre. Tres recuerdos de mi juventud atesora motivos universales, en ese sentido, pero la universalidad no riñe mal con lo particular cuando uno sabe exponer los motivos con inteligencia y sensibilidad, así que la película puede perfectamente tocar la membrana sensible de cualquier espectador adulto e invitarle a pensar en lo que es y en ese equipaje de su pasado que responde, o al menos lo intenta, a la pregunta de su presente.
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