[Sergi Grau – Colaborador de Cinemanet]
Una tarde de domingo, octubre de 2016. Mis hijos y yo acudimos a una sala barcelonesa en uno de los pocos pases del reestreno de Flåklypa Grand Prix.
La sala está extrañamente abarrotada, probablemente por muchos padres y madres que habían visto la película siendo niños y que, guardando un grato recuerdo, quisieron compartirlo, tantos años después, con sus hijos. No era mi caso, pues no había visto la película, aunque sí que me habían hablado de ella, y me picó la curiosidad. Además, si se me permite una confesión, cualquier excusa es buena para compartir una tarde en el cine con mis hijos. Al empezar la proyección, y a la vista de la mucha gente que llenaba la sala, pensé que iba a asistir a una celebración colectiva nostálgica. Pero mi ecuación estaba a medias, y si la mitad de la sala la conformaban unos padres nostálgicos, la otra mitad era dominio de los menores, y para ellos se iba a tratar, en cambio, de un ejercicio centrado en algo parecido a la arqueología cinematográfica.
Regresando al tema de traspaso generacional, hay que decir que el filme es de 1975, pero en estos lares no llegó hasta una década más larga, sobre 1985 o 1986, lo que nos ofrece esos treinta años en el que encaja a la perfección la distancia media de una generación. Grand Prix a la muntanya dels invents, en cualquier caso, no se limitó a ser una de esas curiosidades cinéfilas, una obra de esa categoría poco usual que cae en gracia por motivos coyunturales (o a veces inexplicables) sólo en ciertas latitudes. Nada más lejos de la realidad: se trata de la obra más vista en su país de creación, Noruega; y, traducida a muchos idiomas, fue un éxito tan avasallador que se mantuvo en cartel, en lugares de todo el mundo, de forma ininterrumpida durante más de dos décadas (sí, se dice deprisa).
El máximo responsable del filme fue el escritor y realizador Ivo Caprino, un personaje de largo bagaje en la realización de publicidad mediante técnicas de animación y que empeñó años en alumbrar la película con la técnica del stop-motion con marionetas. De trama sencilla y tono desenfadado, el filme relata la historia de Teodor, un inventor y mecánico de bicicletas que vive en la cima de una montaña con un par de amigos, Lambert y Sonny. Su cotidianidad se trastorna cuando, por mediación del tercero, construyen un coche para competir en un Grand Prix contra el campeón automobilístico, Rudolf Blodstrupmoen, quien había sido durante un tiempo aprendiz en el taller de Teodor y le robó el ingenio con el que hizo el suyo el coche más rápido del circuito.
El filme tiene un arranque plácido, y un desarrollo de la sencilla narrativa marcado por la ternura que destilan las marionetas y el encanto del decorado -esa montaña a la que se accede desde el pueblo a través de una carretera serpenteante; esos artilugios llenos de engranajes que convierten la construcción de cualquier cachivache en una rutina extravagante y simpática-, así como por ciertas fugas hilarantes especialmente en relación con el jeque cargado de petrodólares que accidentalmente se halla por aquellos lares (sic), con su orangután-mayordomo y su danzarina particular, y que se ofrece a financiar la construcción del coche de Teodor, al que bautizarán “Il Tempo Gigante”.
Esa progresión narrativa suave, sosegada, culmina en una pequeña proeza de set-piéce, la del breve concierto que se ofrece en el pueblo para celebrar la construcción del vehículo, y después con la formidable y bastante larga secuencia de la carrera, donde la placidez del desarrollo previo se convierte en electricidad y vértigo, y donde Caprino y el resto de responsables del filme echan el resto para convertir la obra en algo memorable merced de su absoluto dominio de las técnicas del stop-motion aplicadas a la velocidad y al suspense propios de la filmación de una carrera.
No cuesta pensar en el hecho de que Caprino, o por extensión su productora noruega que tenía a disposición un modesto presupuesto, puede verse metaforizado en el artesano Teodor en la trama del filme, un David tratando de jugar (o correr) en la misma división del Goliat todopoderoso cine de animación de gran aparato (estadounidense mayoritariamente), esgrimiendo las armas propias de la modestia y la artesanía, la animación fotograma a fotograma en una época muy anterior a que las plastelinas de Wallace y Gromit marcaran la pauta, a la significación de Tim Burton o a las virguerías extraordinarias de tipos como Henry Selick.
Sin embargo, esa metáfora cobra una significación amplificada hoy en día, un matiz categórico que invita a ver la obra no como un ejemplo de resistencia en el medio sino como un ejemplo de resistencia en el tiempo. La forma de plantear la narración, su propia naturaleza elocuentemente explotada y celebrada a lo largo y ancho de la primera hora de metraje es un desafío, por razones de tempo, a los límites (invertidos) de la capacidad de reacción de los niños del siglo XXI: el entretenimiento, nos parece advertir ese metraje, no debería ser tan necesariamente una cuestión de acumulación de imágenes espasmódicas que no den respiro a la retina, ni en el sentido de la publicidad y los videojuegos ni, dentro del propio medio y poniendo dos ejemplos carismáticos, a cambio del vigor de las películas de la Pixar o de la acumulación hasta la extenuación de propuestas tan celebradas como La Lego Película (Philip Lord y Christopher Miller, 2014).
Sólo por eso ya resulta un placer (como padre y como cinéfilo) acudir al cine con tus hijos y lanzarlos a aquel desafío, reclamando en esas jóvenes retinas un esfuerzo a cambio de una recompensa, algo que relaciono con el hecho de haber mencionado la arqueología en el primer párrafo del filme: dejando de lado obras de animación experimental -y a la que los menores no suelen acceder con regularidad-, hablamos de una forma de hacer cine (de animación) ya perdido.
Y probablemente por ello, mi momento predilecto del filme es aquel en el que Teodor, de noche, cuando sus dos ayudantes duermen, se tumba en el jardín del taller, bajo la luna, e interpreta una dulce melodía con su armónica, imagen que, siguiendo la metáfora antes planteada (y extendiéndola en el tiempo, y no sólo en el medio), viene a transmitir la paz que se alcanza a través de las pequeñas cosas, la importancia localista (todo el carisma de Teodor y sus inventos están fuertemente imbuidos de ese elemento local) y el equilibrio en esa clase de trabajo que, de algún modo, empieza y termina en la tranquila rutina de cualquier jornada.
Pero no es menos cierto que el largo clímax y grand finale motorizado de la película abandona esa condición de cine del pasado y reclama su vigencia en la actualidad por su capacidad para crear, con esas armas de pura artesanía, una cinética y un sense of wonder que no son tanto visionarios como intemporales. En algunos lugares se ha escrito, y estoy absolutamente de acuerdo -ya que lo pensé viendo el filme- que la prodigiosa secuencia climática de Grand Prix a la muntanya dels invents pudo perfectamente inspirar la carrera de vainas que se erigía en la set-piéce de mayor rutilancia de nada menos que Star Wars Episodio I: la amenaza fantasma (George Lucas, 1999), del mismo modo que podría opinarse que la carrera de cuadrigas de Ben-Hur (William Wyler, 1959) pudo inspirar a Caprinoen el planteamiento conceptual de la que aquí nos ocupa.
Menciono, pues, una película de gran aparato de finales de la era que denominamos clásica del cine de Hollywood, la otra de una filmografía tan minoritaria como la noruega y en el campo de la animación y la tercera de la arena mainstream en la era del cine de síntesis con intervención primordial de lo digital. Otros exegetas podrán construir multitud de teorías extendiéndose en las infinitas diferencias entre los tres títulos. En mi caso me limito a relacionarlas para reclamar, precisamente, la importancia de la noción atemporal del sense of wonder que ofrece el cine con pretensión espectacular, pretensión sin duda compartida por estos tres fragmentos de estas tres tan distintas obras y en los tres casos rubricada con tanta convicción como excelentes resultados.
Dicho de otro modo: otro cine sin duda es posible, por mucho que los espectadores seamos los mismos. O, formulado de otra forma, las radicales mutaciones que la imagen cinematográfica ha sufrido a lo largo del tiempo no necesariamente, o no siempre, vienen causadas por los cambios en la relación que nuestra sensibilidad establece con ellas. Algo en lo que pensar viendo esta película con nuestros hijos, o quizá Tiempos modernos (1936) o cualquier otra obra maestra de Chaplin, o Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen, 1952), cuyos pasajes de pura joie de vivre siguen hechizando a cualquiera, o la que al lector se le llegue a ocurrir. Experimentar con esos títulos de antaño, en cualquier caso, resulta un ejercicio sano para los padres (o, por qué no, abuelos) y, con un poco de suerte, enriquecedor para los hijos (¡o nietos!).