Tú, poeta de la imagen, que no adjudicaste nombres, ni adjetivos para servirte de la muestra, habitas latente, manifestando esperanza sobre los tiempos pretéritos de la mímesis del teatro.
Te confieso que, a veces, no encuentro razón a muchas de tus venturas. Aunque, si bien es cierto, disfruto en demasía cuando oprimes el color y reduces la imagen para resucitar el origen de la cinta.
Aprecio los instantes en los que esgrimes la espada, como un sueño altanero, para cultivar la vida y enterrar la muerte. Intento acercarme a ti para buscar el fin último de tu existencia. Y es ahí cuando aprendo de esta filosofía que tú creaste no hace tanto tiempo.
Ahora ya no preciso de abundancia para satisfacer mis sentidos, tan solo me fio de tus manifestaciones artísticas y edificaciones históricas de la tradición.
Haces que sea capaz de conocer el trazado de las pinturas negras y blancas sobre el lienzo que una vez dibujaste, y de elevar las ramificaciones de mi pensamiento a otros espacios y otros tiempos.
Encuentro el cuerpo del hombre sumergido en los abismos de la locura, pero, también, veo cómo se eleva hacia la luz mientras atraviesa el oscuro muro de las tinieblas entre medias de la conflagración de los vivos y los muertos.
Cómo no voy a confiar a en ti, amigo, si fuiste alumno de quien apartó el alma viva de la que ya es difunta, eximiendo de culpa a todo ser que mostró bondad y oscureciendo la carne del que osó engañar.
Cómo voy a abandonarte ahora, que has esculpido la mirada del objetivo en busca de la simetría del cuadro y la has acompañado con el silencioso susurro de la soledad.
Ya no quiero dejarte a la deriva, pues he caminado con tus ilusiones, quemando, sin temor, las vestiduras en la hoguera para desvelar nuestro verdadero destino.
No, no lo haré. Ya es demasiado tarde para eso… pues he visto cómo rescatabas a quiméricas figuras y sabias hechiceras que albergaban deseos de grandeza y reconocimiento.
Es aquí, en este nuevo mundo, donde me has ayudado a componer la bella melodía de las estaciones, a través de la propia esencia de la naturaleza y del paso del tiempo con el que me obsequias.
Presumo de ser testigo del juego que inventaste para demostrar que, incluso, un Caballero siempre danza con la muerte hasta que, al final, ésta le alcanza y el paraíso se abre ante él.
Por fin, he encontrado razones para cantarte y entender qué significa tu nombre.
Ya no hay flagelos, ni clavos, ni espinas… Solo hallo calma y paz en ese devenir final que tú albergas y que da comienzo a todas las cosas.