
Reconozco que Quentin Tarantino me gusta desde que vi por primera vez Reservoir Dogs, y de eso hace ya mucho tiempo. Pero también creo que el interés –o trascendencia- de sus películas está muy, pero que muy sobredimensionado.
En esta Django desencadenado, apropiación tarantiniana del western (aunque en modalidades específicas, ya saben que a este hombre le va el reciclaje de lo peculiar, aquí el spaghetti-western y el cine blaxploitation, todo agitado de esa manera tan idiosincrásica en el realizador de Kill Bill), aprecio algunas escenas de magnifica manufactura (sobre todo en la primera hora de metraje) que demuestran que Tarantino es un cineasta que sabe filmar, y con ideas sugestivas de puesta en escena. Empero, y como le suele pasar, “se le va la pinza” (me permito la expresión coloquial) en la segunda parte de metraje, desde el momento que Django y su colega alemán encarnado por Christopher Waltz llegan a la plantación sureña que regenta el esclavista que interpreta Leo Di Caprio.
En esa segunda aparte, hallamos anotaciones interesantes de guión –por ejemplo, el personaje del criado Stephen (Samuel L. Jackson), me parece de una complejidad maravillosa– y algunas situaciones 100% tarantinianas bien explotadas –el crescendo de tensión que precede a la inevitable eclosión de la violencia–, pero al cineasta, como en otras veces, le falta freno y le sobra autocomplacencia, lo que revierte en soluciones que de grotescas se tornan cansinas, por no hablar de que a la película le sobran, tranquilamente, casi tres cuartos de hora de metraje.
Eso sí, la coña de comparar a Django, un esclavo, con el Sigfrido de la leyenda germana de los Nibelungos me pareció una ocurrencia brillante. Del todo kitsch, sin duda, pero brillante.