Pedro Gutiérrez Recacha [Colaborador de Cinemanet]
Kant nos esboza con un par de trazos cómo debe ser este héroe ejemplar: un individuo que, una vez tomada una decisión moral, comprueba que ésta le priva de recompensas, le procura pérdidas, despierta la enemistad de sus amigos, le hace merecer la censura de sus familiares… y que, aun así, “sin titubear ni dudar tan siquiera, permanece fiel a su resolución de rectitud” [A277-A279]. Es decir, un individuo con capacidad de sacrificio.
Plantear un análisis cinematográfico desde el ámbito de la filosofía es un propósito no exento de peligros. Y es que rastrear la presencia de ideas filosóficas agazapadas entre los fotogramas de un filme constituye una tarea de resultados inciertos, siempre amenazada por el riesgo de dejarse llevar por la mera subjetividad y acabar proyectando sobre lo analizado ideas que, en realidad, sólo pertenecen al analizador. La primera dificultad que encontramos es el propio carácter escurridizo, a fuer de implícito y abstracto, de las ideas filosóficas.
Los conceptos pertenecientes al ámbito de la metafísica, de la ontología o de la epistemología pueden ser abordados con naturalidad en un manual teórico pero, ¿cómo pueden plasmarse en imágenes e incluirse en una narración? No parecen, por así decir, excesivamente “fílmicos”. Ahora bien, hay una disciplina dentro de la filosofía que sí goza de un status mucho más “cinematográfico”, si se me permite la expresión: me refiero a la ética. La ética no es sino una reflexión sobre las acciones humanas y sobre los principios que las guían. Y la característica fundamental de todo personaje cinematográfico es, precisamente, que actúa, esto es, que asume determinadas metas y se comporta de acuerdo a ellas. Son ciertamente las acciones de los personajes, buenas o malas, las que hacen avanzar la narración.
En toda narración, un tipo especial de personaje es el héroe. De acuerdo con una tradición épica que hunde sus raíces en la antigüedad, la figura del héroe brillaba por la excelencia moral de su compromiso ético. Cuando el héroe se vio desterrado de la literatura moderna —cuando ésta abominó de toda épica para perderse entre psicologismos muchas veces vacuos— halló sorprendente asilo en un arte joven que
acababa de nacer en los albores del siglo XX: el cine. El auténtico heredero contemporáneo del Ulises homérico nunca fue su homónimo de Joyce, sino el vaquero
solitario que se perdía cabalgando en el horizonte buscando nuevas aventuras o el astronauta que exploraba los anchos confines del cosmos dentro de los estrechos presupuestos de la serie B. Pero llegó un día en que la presencia épica en el cine también se vio amenazada, esta vez por la carcoma de la posmodernidad. Se diría que el tiempo de los héroes había pasado: eran fruto de una época más ingenua y lo que ahora se imponía eran los protagonistas ambiguos, incluso amorales. Pero, mal que les pese a algunos, la épica se resiste a morir y una vez más había buscado cobijo entre las obras de la cultura popular: en este caso en el cómic, que ha mantenido viva la figura del héroe, remozándola e invistiéndola de superpoderes, para que desde las viñetas pudiera seguir ejerciendo su capacidad de fascinación sobre nuevas generaciones de jóvenes lectores.
Cuando esos jóvenes lectores han —o hemos (¿para qué disimularlo?)— crecido, nos hemos reencontrado, casi como quien vuelve a ver a un antiguo amigo del que hace tiempo que nada sabía, con aquellos viejos héroes de nuestra infancia a través de un medio completamente diferente: el cine. Efectivamente, en los últimos años el séptimo arte ha recibido una transfusión de épica donada por el noveno arte. Los cómics han dado lugar a un tipo particular de héroe cinematográfico que arrasa en las taquillas en nuestros días: el superhéroe. La atracción que estas figuras suscitan entre el público, especialmente el adolescente, las hace particularmente adecuadas para intentar hacer más sugestiva la reflexión sobre la ética a personas en principio poco aficionadas a este tipo de disquisiciones.
Tradicionalmente, los tratados de ética suelen destacar dos aproximaciones fundamentales: la de Immanuel Kant (típico ejemplo de ética formalista, basada en su conocido imperativo categórico) y la de Aristóteles (típico ejemplo de ética material, basada en la eudemonía y su conocida regla del término medio). Pues bien, el propósito de este artículo y de su inmediata continuación no es otro que ilustrar ambas posturas tomando como ejemplo, precisamente, dos superhéroes bien conocidos por el gran público gracias a sus adaptaciones cinematográficas: Spider-Man y Batman.
Kant dedica la segunda parte de su Crítica de la razón práctica (1788) —la “metodología de la razón pura práctica”— a reflexionar sobre cómo podría llevarse a cabo una adecuada educación de la moralidad de las personas, particularmente de los jóvenes. En estas páginas, el de Königsberg señala la importancia que encierra para su formación el presentarles narraciones con personajes que puedan ser tomados como ejemplos morales. Ahora bien, habría que tener especial cuidado al seleccionar dichos héroes, pues sería recomendable que éstos no fueran excesivamente triunfalistas ni llevaran a cabo sus buenas acciones pensando en alcanzar beneficios materiales, reconocimiento social o por el mero disfrute de hacer el bien. Muy por el contrario, Kant nos esboza con un par de trazos cómo debe ser este héroe ejemplar: un individuo que, una vez tomada una decisión moral, comprueba que ésta le priva de recompensas, le procura pérdidas, despierta la enemistad de sus amigos, le hace merecer la censura de sus familiares… y que, aun así, “sin titubear ni dudar tan siquiera, permanece fiel a su resolución de rectitud” [A277-A279]. Es decir, un individuo con capacidad de sacrificio. Desde luego, se diría que las palabras kantianas resonaban, más de dos siglos después de ser escritas, en las mentes de Stan Lee y Steve Ditko cuando concibieron en 1962 el cómic en el que debutaría el que se convertiría en superhéroe emblema de Marvel: Peter Parker, alias Spider-Man.
Kant (a diferencia de Aristóteles, como veremos en el siguiente artículo) considera que el sumo bien al que puede aspirar el hombre no es sólo la felicidad: es ser feliz y además merecerlo. La ética sólo nos garantizaría la segunda parte de la ecuación. Quien se comporte moralmente, será digno de la felicidad, pero no la tendrá asegurada (al menos en esta vida, porque Kant postula la existencia de Dios como garante de la recompensa final del hombre bueno)… Efectivamente, nuestro arácnido personaje en ese sentido es puramente kantiano, pues ha de ver con frecuencia cómo su labor heroica interfiere en su vida privada con nefastas consecuencias —por ejemplo, cuando el joven Parker no aparece en una cita porque tiene que convertirse en Spider-Man para hacer frente a una amenaza pública, con el comprensible enfado de la muchacha convidada… por no mencionar situaciones más graves en las que incluso su doble vida llega a poner en peligro la seguridad de sus seres más queridos; si no, recordemos lo que sucede en el primer Spider-Man dirigido por Sam Raimi (2002) cuando el maligno Duende Verde averigua su identidad secreta—, a menudo sus acciones en beneficio de la comunidad sólo le granjean el rechazo de ésta —ahí tenemos las sempiternas campañas del director del Daily Bugle, J. Jonah Jameson, en su contra—, ocasionalmente incluso es tomado por un criminal y perseguido por la policía… y las peleas con los distintos supervillanos le dejan como único dividendo un cuadro de heridas, moratones y contusiones de diversa consideración.
Teniendo en cuenta este panorama más bien pavoroso, podemos preguntarnos qué es lo que hace que Peter Parker siga queriendo enfundarse sus mallas rojiazules para continuar ejerciendo de nuestro amistoso vecino el hombre araña. Podríamos aventurar una respuesta típicamente kantiana a esta pregunta: si Peter Parker lo hace, es por deber. Efectivamente, el concepto de deber es la clave de bóveda de toda la ética del autor de la Crítica de la razón pura. Kant entiende por deber una norma altamente formal (es decir, que puede generalizarse y ser aplicada cualquiera que sea la situación) e incondicionada (no está determinada por aspectos concretos de la situación… lo que tiene una severa implicación: ¡no valen excusas para no cumplirla!). El deber se transforma así en el “imperativo categórico” kantiano, que en su enunciado más conocido nos dice que tenemos que tratar a los demás siempre como fines en sí mismos y nunca como meros medios para nuestros propósitos. A partir de este principio general, válido para cualquier ocasión, podría deducirse cualquier norma ética concreta.
Pues bien, Spider-Man también ha asumido su propio imperativo categórico o, lo que es lo mismo, su regla fundamental con la que guiar su existencia. Se resume en una frase que, invariablemente, suele ser pronunciada en algún momento de todas sus adaptaciones cinematográficas: “Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”. Estas palabras no nacen espontáneamente, sino que reflejan un duro aprendizaje vital: es la lección que el joven Parker ha tenido que aprender después de que, tras recibir sus superpoderes mediante la picadura de una araña mutada, su propia negligencia causara indirectamente el fallecimiento de su amado tío Ben. Como el imperativo categórico kantiano, Spider-Man acepta libremente esta fórmula como una norma práctica suprema que se impone a cualquier otra inclinación o motivación.
En este sentido, el final del primer Spider-Man de Raimi es ejemplar, pues nos muestra la determinación moral del joven Parker (Tobey Maguire), dispuesto incluso a renunciar a una relación amorosa con su anhelada Mary Jane (Kirsten Dunst) para asumir su deber como protector enmascarado de Nueva York (¡un ejemplo que, a no dudarlo, hubiera hecho las delicias de Kant!). Y quizá por ello nos chirríe tanto el desenlace de la última versión cinematográfica del arácnido, la —al menos para quien esto suscribe— bastante mediocre The Amazing Spider-Man (Marc Webb, 2012), en el que el Peter Parker interpretado por Andrew Garfield vulnera la promesa que acaba de hacer al agonizante capitán Stacy (Denis Leary) iniciando una relación con su hija, la bella Gwen (Emma Stone). Un Spider-Man con un sentido de la responsabilidad tan laxo, al que no le remuerde el incumplimiento de una promesa a un moribundo, no puede sino sorprender a un viejo fan arácnido como yo. En fin, renovar está bien… pero, eso sí, siempre que se mantenga una imprescindible fidelidad a la esencia del personaje.
Por finalizar nuestra pequeña disquisición spider-kantiana, digamos que el rasgo moral fundamental de Spider-Man como héroe es su sentido de la responsabilidad, algo muy ligado a toda ética deontológica, es decir, basada en el concepto de deber. La recompensa por cumplir con el deber no es la felicidad, sino, como bien señalaba Kant, un sentimiento mucho más profundo: el respeto por uno mismo. Spider-Man puede no ser un héroe feliz, pero es un héroe —¡al menos en la versión de Raimi!— que puede sentir respeto por sí mismo.
Pedro: muchísimas gracias por tus palabras, por supuesto que podéis comentar mi artículo, me siento honrado de que os haya gustado al otro lado del Atlántico; espero que también disfrutéis con su segunda parte. ¡Mucha suerte con vuestro interesantísimo programa!
Estamos deseando que disecciones también a «Batman». Muy interesante tu reflexión.