José Manuel López [CinemaNet]
Siguiendo el tópico del escritor desordenado, pero cumplidor, escribo desde una cafetería situada en la estación de autobuses de Salamanca. Una ciudad cuyo caluroso clima roza ya lo insufrible (ya era hora, bendito calentamiento global). Y aprovechando el middle time entre autobuses, echo un vistazo a algunos apuntes interesantes que tenía en “pendiente”, como esta web dedicada a la influencia de la pintura en el cine. Sin embargo, no me centraré en las artes plásticas sino en las narrativas, en las que si meto la pata siempre podré poner una excusa académica o tarantiniana (léase, porque lo digo yo).
Salamanca es una ciudad escogida por diferentes cineastas, desde Buñuel hasta Ridley Scott para llevar a cabo sus producciones: el aragonés con Las Hurdes (Tierra sin pan) y el polémico director británico con 1492: La conquista del paraiso. A ambos les acompañaron otros tantos que también han inmortalizado sus obras en tierras salmantinas. Y, muy especialmente, existe un lugar que ha sido testigo del hacer cinematográfico a lo largo de su historia: La Alberca. Un precioso pueblo, al cual me dirijo, cuyas calles han sido inmortalizadas sobre todo por películas históricas en los años del cine rural español (¿Qué es ahora de ese cine ante la hollywoodización de la ficción patria?) En ese curioso resquicio histórico se han rodado películas como Surcos (1951); Marcelino Pan y vino (1955); El lute: camina o revienta (1942) de Vicente Aranda; Justino, un asesino de la tercera edad (1994); La guerra de Dios (1953); Españolear (1969); España debe saber (1977)…
Antes de la era de los efectos especiales y el imperialismo videojueguista, ante un espectador abrumado por las imágenes en movimiento y diálogos provenientes de un trozo de plástico, el cineasta se dedicaba a contar historias. Que ni quien firma vivió esos tiempos ni quiere convertir este artículo en un empalogoso discurso nostálgico, pero a la vista está -nunca mejor dicho- que el qué hace tiempo que ya ha sido rebasado por el cómo. El cómo mostrarlo, o venderlo. Y ahora, rodeado de cultura, me hago una pregunta ciertamente irónica: ¿Nos hemos acostumbrado al cine? Esto es, ¿es el espectador medio, además de más exigente en lo meramente visual, un obstáculo para la mejora intrínseca (la palabra evolución me provoca pavor) del séptimo arte?
Últimamente, como aficionado a la ficción norteamericana, me deshago en halagos hacia la serie Entourage. En ella, quedan retratados los estereotipos actuales de la industria (España es la constante imitación): la lucha encarnizada de los agentes (de artistas) con alma de hiena, el productor nazi, el actor sin cerebro para nada más que actuar… en definitiva: el mundo de la farandula y la legión de hombres y mujeres que chupan y seguiran chupando del bote. Una serie insulsa en la superficie, pero altamente adictiva. Porque muestran -con cameos de prácticamente todos los pesos pesados de Hollywood- lo que al parecer se ha convertido el cine, un mercado como cualquier otro donde para vender es indispensable adornar el envoltorio. ¿Y qué sucede con las historias?
Hace poco escuché en una entrevista a una profesora de guión que «no es que no existan buenas historias, es que no se arriesgan a construir películas con ellas.» Riesgo. En la citada serie, uno de los protagonistas busca guiones que transmitan, más allá del nombre del director o los millones que están en juego. Y todos se le lanzan al cuello: «Así no funciona esto», le reprochan. Y poco a poco, termina cediendo terreno al status quo. ¿Por qué arriesgar, si no vende? El cine independiente sabe mucho de eso… aunque cuántos de quienes lideran este bienvenido movimiento cambiarían de tercio si pusiesen un maletín entre sus piernas.
Y es que no debemos olvidar que el cine es ante todo un arte, una noble tarea de contar historias. Por ello, como dije hace unos días, me quedo con Matrix antes que con Avatar.
gran artículo, aunque un tanto pesimisita, no? (quizá es que el pesimismo, en este caso, es puro realismo)
Cierto, Juan Luis, un artículo que camina por la delgada linea entre el pesimismo light y el realismo más crudo. Y si no me falta razón, quizá sí algún punto positivo de la «evolución» de nuestro amado cine. Saludos,