Acabo de leer un extracto del ensayo “Dostoyevski, un absoluto en la Modernidad” con el que David Cruz Barrio ganó el premio de ensayo Dámaso Alonso, concedido por la Universidad Complutense de Madrid. En dicho ensayo afirma que ningún filósofo o teólogo ha estado tan cerca de la respuesta sobre la dimensión trascendente del hombre como los poetas, y entre estos, el que más, sin duda Dostoyevski.
Su Modernidad radica en que trata cuestiones siempre actuales por ser esencia de la humanidad. En ese sentido trae a colación films que han bebido de sus novelas en cuanto al tratamiento de ciertos temas. Así, por ejemplo, señala la relación entre Crimen y castigo con La soga de Hitchcock donde el Raskólnikov estadounidense se llama Brandon. De igual modo se refleja el “mito” mefistofélico de Raskólnikov en la obra de Scorsese Taxi Driver en esta ocasión en el Bronx y el Harlem de los setenta.
Siguiendo estos paralelismos del ensayista, tras visionar la película El buen Sam de Leo Mc Carey, me vino a la mente la gran novela El Idiota de Dostoyevski. Publicada en el año 1869, El idiota es una de las obras más famosas del gran autor ruso. Con ella, Fiódor buscó reflejar y encarnar en el personaje principal, el ideal cristiano de bondad, un personaje que encarnara a la perfección las virtudes del cristianismo. En efecto, el príncipe Mischkin, inocente y enfermo, se enfrentará a una sociedad corrupta incapaz de acomodarse a la inocente ternura del protagonista que, como si fuera un niño, no entiende de dobleces.
No es difícil relacionar esta obra con la película de Leo McCarey en la que Sam encarna la bondad hasta los niveles de “locura”. Al igual que al Príncipe Mischkin, a Sam -un magistral Gary Cooper– se le otorgan características similares, como la carencia de astucia, la ingenuidad y la inocencia. Es un personaje que muestra también mucha transparencia en sus actos, no tiene ningún tipo de doble intención.
Esta película es, pese a ser denostada por muchos detractores, la obra de un gran artesano del Cine. No fue un director sin estilo propio, con apenas algún momento memorable en películas ‘artesanales’. Leo McCarey tenía la rara virtud de no darse importancia. Comentan algunos críticos que, como no pretendía estar haciendo obras maestras, acababa, paradójicamente, haciéndolas. Es por ello que la obra de este director ha de estudiarse de forma integral para poder captar su riqueza y complejidad. Su humanismo cristiano ha quedado impreso en la alegría de muchas de sus obras ocultando, tras la simplicidad aparente, la calidad de su cine. En palabras de José Mª Aresté, Leo McCarey (1898-1969), católico y sentimental, vivo y espontáneo, maestro de emociones verdaderas, conjugó magistralmente en sus películas las sonrisas y las lágrimas.
José Alfredo Peris en su artículo Matrimonio, familia y humanismo en la filmografía de Leo McCarey, señala como, desde sus orígenes, descubrió que la fuerza del cine, con respecto a otras artes permitía presentar con expresividad y gran belleza a las personas humanas tanto en su individualidad como en sus relaciones de un modo que hasta entonces no había sido posible. Cary Grant, Irene Dunee, Bing Crosby, Barry Fitgerald, Ingrid Bergman… generaban relaciones de complicidad, de empatía, o mejor, de simpatía, expansivas. Ellos se entendían con gestos, con monosílabos, con palabras clave. Y el espectador se insertaba en su lenguaje con suma facilidad.
José A. Peris continúa diciendo que el «toque McCarey», aprendido o compartido con Lubistch (McKeever, 2000), no lo deja todo explicitado. Señala que solo se hace justicia a la persona, al amor, al matrimonio y a la familia, si no se renuncia a la dimensión de misterio que todas estas expresiones conllevan, si no se pretende que los ejemplos de las mismas estén perfectamente acabados. Lo contrario del relativismo no es el dogmatismo, sino la apertura a la verdad. Y la verdad de lo humano, como la de lo divino -tal y como enseña la revelación cristiana- es inagotable. Cuando se cree saber algo, todavía queda infinito más por descubrir. La humildad de imágenes proyectadas sobre una pantalla lo confiesa continuamente. McCarey se gozaba con ello, y hacía disfrutar al espectador. Me ha encantado esta maravillosa idea reseñada por el doctor Peris.
Podemos verlo en las dos versiones de Tú y yo, obra cumbre del romanticismo tanto en la versión de 1939 con Charles Boyer e Irene Dunne, como en la otra de 1957 con Cary Grant y Deborah Kerr, de las que prefería la primera.
Jean Renoir dijo que “McCarey entiende a la gente, quizá mejor que ningún otro en Hollywood”. Para John Ford era “el primero entre nosotros”, y Howard Hawks y Ernst Lubitsch coincidían en verle como “el mejor”. De su talla humana da idea su entrevista con Peter Bogdanovich en su último año de vida, cuando padecía un enfisema. Se daba cuenta de que la historia del cine necesitaba sus recuerdos, y pese a las dificultades para hablar, accedió de buen grado. La admiración de Bogdanovich por McCarey se plasmó en Leo, personaje protagonista de Nickelodeon.
En un especial sobre Leo McCarey de la Cinémathèque Française, titulado McCarey, el único, Jacques Louncelles afirmaba: En McCarey, la presencia del Mal es tan fuerte como en Lang o en Hitchcock, pero la vemos al revés, desde el lado de los remedios y de las soluciones. Aunque sus puntos de vista sean opuestos, McCarey y Hitchcock decían a menudo cosas parecidas: la solución ante los problemas del mundo se encuentra en una comunión, en una confianza universal. Pero allí donde Hitchcock, que a menudo hace alusión a ella, la ve como imposible, inaccesible, McCarey la encuentra tangible y nos hace cogerla de la mano.
La película que nos ocupa, El buen Sam, fue el complemento indispensable para el díptico de sus dos obras cumbre. Los personajes principales de Going my Way y de The Bells of St. Mary’s eran por definición profesionales en su puesta al servicio de Dios y de la humanidad. El protagonista de Good Sam será un laico aficionado, una especie de fiel de la generosidad y de la solidaridad, provocando a su alrededor y especialmente en su familia los más divertidos y dramáticos desajustes. Un buen samaritano incapaz de darse la vuelta y pasar de largo complicándose la vida. Y es que esta película sobre la bondad conlleva también los retratos más duros de la obra de McCarey, puesto que Sam atraerá también a los seres humanos con menos escrúpulos que intentarán aprovecharse de su magnanimidad.
Como dirá también Dominique Païn en otro artículo de la misma revista: Sam llegará hasta el límite del absurdo con tal de ayudar, salvar, amar a su prójimo. El absurdo aparece en la violencia que se vuelve entonces contra él bajo diferentes formas, a menudo sutiles. McCarey «siempre va demasiado lejos». Lo consigue con los mini-relatos, las largas secuencias casi cerradas, como la del garajista que se autoinvita a desayunar. Al igual que el príncipe Mishkin, Sam irradia sinceridad, compasión y humildad y se convierte en un defensor público de estas virtudes. Mishkin y Sam tiene algo del Quijote que admiraba Dostoyevski.
La ingenuidad que muestra Mishkin durante toda la obra es tachada por los demás como estupidez, de ahí el título que da nombre al libro. Igualmente Sam. Su bondad llega a ser exagerada incluso extravagante, llegando a excusar malas conductas que realmente no tienen excusa o a pedir perdón por cosas que no ha hecho. El príncipe, en cierta forma, no ve el mundo real, no conoce las intenciones humanas. Eso mismo le ocurre a Sam.
Fiódor Mijáilovich Dostoyevski, uno de los más importantes autores de la literatura universal escudriñó como nadie el fondo de la mente y el corazón del ser humano. Su narrativa sigue ejerciendo una profunda influencia en todos los ámbitos de la cultura moderna, entre ellos el cine. Sus novelas de gran intensidad psicológica ponen al descubierto las motivaciones ocultas de los personajes.
Tanto para el príncipe Mishkin en El idiota como para Sam en Good Sam se pueden aplicar las palabras atribuidas a Charles Dickens: Nadie que haya aliviado el peso de sus semejantes habrá fracasado en este mundo.