[Sergi Grau, colaborador de CinemaNet]
En su excelente estudio cinematográfico sobre Hitchcock, «Alfred Hitchcock: El Poder de la Imagen» (1987, Colección Dirigido por…), Enrique Alberich decía que existen dos tipos de directores de cine: aquéllos que emplean imágenes para ilustrar sus historias e intereses, y aquellos otros que, a la inversa, utilizan historias para crear imágenes y, a partir de ellas, expresar su universo. Ubicaba a Hitchcock, claro, en el segundo grupo, en un atinado comentario que equivale a decir que por interesantes que sean las premisas argumentales que habitan en las cincuenta y tres películas que Hitch nos ha dejado, el reto auténticamente apasionante consiste en escarbar en el cómo lo narra. Huelga decir que la imagen es la esencia del lenguaje cinematográfico, y que, por ello, el legado de Hitchcock es de los más valiosos que el Séptimo Arte nos ha dejado durante su siglo y pico de historia.
Así que, de entrada, deberíamos ir desechando el epíteto más clásico que define al realizador, ése que reza que Hitchcock fue «el maestro del suspense». Acercarse al director de Rebecca en esos términos significa encorsetarle a él como cineasta tanto como al espectador como receptáculo del meollo de sus obras. Hitchcock fue un gran estudioso de la imagen, un hombre que controlaba y/o ejecutaba de un modo más que meticuloso los principales estadios de la creación cinematográfica (escritura, puesta en escena, dirección de actores, montaje), todo ello para alumbrar, a través de los encuadres de sus obras, definiciones psicológicas tan depuradas como profundas, agudas y penetrantes exploraciones en las pulsiones y sentimientos humanos. Tanto es así que no resulta descabellado plantearse el legado cinematográfico del realizador británico en términos antropológicos.
La mirada de Hitchcock siempre presta gran atención a las apariencias, pero sólo para dinamitarlas desde dentro, y desentrañar así una realidad oculta tan llena de matices que a menudo resultan inextricables para la lógica, pero bien plausibles en las imágenes. De ahí también la preponderancia del punto de vista en la articulación de sus relatos, y la profunda subjetividad de que están imbuidas todas sus obras. Atendamos por ejemplo a uno de los filmes de cabecera del cineasta, De entre los muertos (Vértigo), un filme en el que todo acaece desde la perspectiva subjetiva (y enfermiza) de Scottie (James Stewart), al punto de que el ardid que ha condicionado los actos del personaje (la falsa muerte de Madeleine –Kim Novak-) no acaba resultando tan interesante para el espectador como el romanticismo exacerbado que informa el relato, ese amor fou que por dos veces culmina de forma fatal.
Todo lo anterior también nos lleva a hablar de la cualidad voyeurística de que hacen gala el grueso de las obras de HitchcockLa Ventana Indiscreta (constante que podemos resumir de forma iconográfica en la imagen de James Stewart con sus prismáticos en esa película de título tan revelador, ), pasión de observador que se halla en la propia esencia del trabajo de un director de cine, y que en las obras de Hitchcock parte del interés del realizador de hallar los más precisos y efectivos mecanismos de identificación entre el espectador y los personajes, al punto de condicionar el propio punto de vista del espectador-observante: así nos convierte a todos en voyeurs al tiempo que, lento pero seguro, nos obliga a cuestionarnos una perspectiva objetiva (o «real») en pos de la que atañe al personaje, subjetiva. Perspectiva parcial como la propia percepción, el juicio o los sentimientos humanos.
Es desde todos esos prismas que cabe analizar las constantes temáticas de la filmografía de Hitchcock, temas como la falsa culpabilidad (de Inocencia y Juventud a Con la muerte en los talones, de Alarma en el expreso a Yo confieso, de Recuerda a Atrapa un ladrón, pasando, por supuesto, por Falso Culpable), como las tramas conspiratorias y el espionaje (de 39 escalones a Topaz, de Sabotaje a Cortina Rasgada, de Encadenados a El Hombre que sabía demasiado), los trastornos de personalidad (el citado Scottie de Vértigo, la ladrona que encarna Tippi Hedren en Marnie, el Doctor Edwards encarnado por Gregory Peck en Recuerda y, por supuesto, Norman Bates –Anthony Perkins– en Psicosis), o la súbita irrupción de la hostilidad en contextos apacibles (la propuesta de Extraños en un tren, la sombra fantasmal en Rebecca o en El Proceso Paradine, las agonías de Joan Fontaine en Sospecha, o las de Teresa Wright cuando su tío Charlie -el inquietante Joseph Cotten– va a visitarla en La sombra de una duda; y no nos olvidemos -no podremos, por mucho que lo intentemos- de los pájaros que atacan sin explicación racional alguna en Los Pájaros).
De los intereses de Hitchcock como cineasta y de su apabullante imaginación y dominio de la técnica cinematográfica para imprimir esos intereses en imágenes emergen, como siempre sucede con los grandes maestros, unas coordenadas de estilo muy marcadas e inconfundibles, una imaginería propia, un universo dotado de reglas intransferibles (y aquí podríamos citar, sin ánimo de exhaustividad, los encuadres subjetivos, una forma muy característica de dirigir -y filmar- a los actores, la fragmentación del espacio, la dilatación del tiempo mediante el montaje, etc). Recursos éstos y tantos otros que constituyen el inestimable acervo cinematográfico de Hitchcock y su particular, manierista si se quiere, ya consagrada, aportación a lo que unos dan en llamar clasicismo y otros modernidad. Da igual qué etiqueta se prefiera, Hitchcock es en todo caso un nombre mayúsculo del Cine, sin duda uno de los directores más imitados de la historia, a cuya maestría ni siquiera sus más avezados admiradores –Brian De Palma a la cabeza- han logrado apenas acercarse.