Dirección: Yôjirô Takita. |
SINOPSIS
Daigo Kobayashi, antiguo violonchelista de una orquesta que se acaba de disolver, acaba vagando por las calles sin trabajo y sin demasiada esperanza. Por ello, decide regresar a su ciudad natal en compañía de su esposa. Allí consigue un empleo como enterrador: limpia los cuerpos, los coloca en su ataúd y los envía al otro mundo de la mejor forma posible. Aunque su esposa y sus vecinos contemplan con desagrado este puesto, Daigo descubrirá en este ritual de muerte la chispa vital que le faltaba a su propia vida.
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CRÍTICAS
[Josep Maria Sucarrats. Pantalla90]
El cine aún regala joyas, y esta es, sin duda, una de ellas. El panorama fílmico suele dividirse entre las cintas que se pasean por lo humano con superficialidad o inhumanamente, y las cintas que acarician con ternura al ser humano y sus necesidades. Despedidas es de las segundas, y constituye un excelente ejemplo de cómo el cine puede retratar en un mismo filme una trama completísima de exigencias humanas (vida y muerte, amor, paternidad, trabajo, relaciones sociales, etc.) que comunican una esperanza y una belleza que el corazón anhela.
Despedidas es una película que trata, a priori, sobre la muerte. Daigo es un joven violonchelista sin talento que asume que su vida no pasa por la música. Obligado a buscar un nuevo trabajo, decide volver con su mujer al pueblo donde vivió de pequeño, y en donde su madre le ha dejado la casa-bar que regentaba. Allí Daigo encuentra un trabajo que nunca habría sospechado poder hacer: amortajar a los muertos, y acompañar a las familias en las despedidas de los difuntos. El joven amortajador debe aprender un oficio que, a la luz social, es impuro y execrable; sin embargo, la sensibilidad del joven pronto reconoce, en el trabajo que le enseña el maestro, que el amortajamiento es una ocasión privilegiada para tratar al muerto con un respeto y una belleza que es signo tanto de la dignidad del ser humano –sea cuál sea la vida o la muerte que haya tenido– como de su trascendencia.
A pesar del oficio de Daigo, la película no es una obra dedicada a la muerte, sino que la muerte sirve tanto a los personajes como al espectador para pensar sobre la vida. Así, vida y muerte se presentan como una misma cosa, como una puerta a lo trascendente, como se afirma explícitamente en la película. La muerte es tratada con naturalidad para juzgar la vida, el modo de estar en ella, aquello a lo que uno se apega. De este modo, la cinta muestra que la muerte, cuando es tratada como lo que es, conservando su misterio y cuidando la belleza de lo humano, es una oportunidad para que la vida se ordene. No es inusual encontrar en la película agradecimientos continuos a la vida del muerto o al trabajo de los amortajadores, que con su sumo cuidado devuelven una dignidad al difunto que abre las puertas a la gratitud y a lo trascendente.
Pero, en la cinta, la vida no solo se ordena para los familiares de los difuntos, sino que también para los ajenos es una oportunidad. De este modo, la mujer de Diago tendrá que hacer un recorrido doloroso para comprender lo que significa amar sin pretensiones, y qué es la vocación; Daigo tendrá que aprender a ser hijo, marido y padre; y así en tantos otros ejemplos de una trama compleja tratada con sencillez que pretende no estancarse en un tema, sino tratar los distintos aspectos de la vida humana en una única trama, uniendo lo particular y lo común. La ausencia del padre, la gratuidad, el trabajo, la vocación, el amor, la vergüenza, el abandono, etc. son temas que van creciendo y cogiendo relieve a partir de la muerte. Todos morimos, se dice en la cinta (y así se ve en una muerte que afecta a niños, adultos y ancianos); dada la seriedad de la vida, todo debe tratarse con responsabilidad. En la vida, como en la muerte, y así en el film, nada ni nadie queda fuera.
Sin duda, la cinta mereció justamente el Oscar a la mejor película en lengua no inglesa en 2009. El carácter oriental del film da un adecuado y pausado ritmo, así como una atención especial al gesto ritual. En este sentido, la película no apuesta por una religión concreta, sino que muestra claramente cómo el hombre es un ser trascendente y religioso, y cómo las distintas religiones cuidan este mismo hecho con la certeza de que el hombre es relación con el infinito, y de que la muerte no es sino la puerta a una continuidad.
Vocación profesional
Daigo es un joven violonchelista recién casado que trabaja en una orquesta de Tokio. Sin embargo, cuando ésta queda disuelta, Daigo queda desolado, pues además de perder el empleo se ve obligado a vender el violonchelo por falta de dinero. Además, el joven acusa en su personalidad el abandono de su padre cuando era un niño; está desorientado con su vida, no tiene claro su futuro musical y ha perdido la confianza en su talento. El joven matrimonio decidirá entonces trasladarse a la pequeña ciudad de Yamagata, en donde la madre de Daigo, recientemente fallecida, le dejó una pequeña casa en herencia. Una vez instalados allí, Daigo acude a una entrevista de trabajo en una empresa que se dedica a las despedidas. Él cree que es una agencia de viajes, pero esas «despedidas» resultan ser algo distinto. En realidad, la empresa NK se encarga de amortajar a los muertos, de prepararlos para el últimos adiós.
Hablar de la muerte es complicado. Y en el cine es fácil caer en el exceso o la banalidad cuando se toca este tema. No es el caso de este bello film, justo ganador del Oscar a la mejor película en lengua no inglesa en 2009. Un excelente guión de Kundo Koyama y una primorosa dirección de Yojiro Takita (La espada del samurái) logran la difícil tarea de no deprimir al espectador con asunto tan delicado. Es un tema doloroso, lleno de misterio, y hay lógicamente un enfoque serio de la realidad de la muerte, pero se incide en que ese fin temporal es algo natural, parte de la vida humana, lo cual, junto a la acentuada visión trascendente de la existencia (con apertura sincera a todas las religiones), consigue que el conjunto no provoque en el espectador sentimientos traumáticos de inquietud o desasosiego.
Como corresponde a un film japonés de calidad, el ritmo es pausado -oriental-, y se da gran importancia al lenguaje corporal, a los gestos, especialmente primorosos en las escenas de amortajamiento. Por otra parte, esos momentos revelan una delicadeza asombrosa a la hora de tratar el cuerpo humano, que es manipulado con excelsa dignidad, con un respeto casi religioso. La muerte nos iguala a todos, viene a decir la película, y todos los muertos merecen esa honorable despedida final, «hasta que volvamos a vernos»… La emoción surge naturalmente en ciertos momentos, también agudizados por una cuidadísima y sencilla planificación, y por la melodiosa y extraordinaria banda sonora de Joe Hisaishi, que arranca del chelo un sonido de enorme belleza.
Con sensibilidad inaudita, el director japonés ofrece además una historia de amor muy original, con varias perspectivas. El vacío que causa la ausencia del padre, un tema lateral al principio, va tomando cuerpo hasta desembocar en tema esencial, capaz de provocar intensa emoción. También se dignifica el trabajo humano, por muy antisocial que parezca. Y desde luego, asombra la sutileza incomparable con que se van desplegando las historias de los personajes, magníficamente interpretados. Nadie se queda fuera; cada uno de ellos, por pequeño que parezca, tiene su pizca de sentido en la película: el jefe, que lleva ocho años viudo; la empleada, que abandonó a su hijo de seis años; la esposa amorosa, que no entiende el trabajo del marido; la señora de los baños, cuyo hijo no la entiende; el amigo anciano, con un trabajo que había pasado oculto durante años. En fin, una película diferente (muy japonesa, si se quiere), que se atreve a hablar de la vida y de la muerte, con mucha sencillez y esperanza.