Título Original: La Ronde. |
SINOPSIS
Adaptación de la obra de Arthur Schnitzler, la trama se sitúa en la Viena de 1900. Un anfitrión narrador nos invita a subir a un tiovivo, que deviene en metáfora de las muy diversas historias de amor en que puede verse envuelto el ser humano. De modo que un artificio consistente en encadenar parejas a través de uno de los componentes de la misma, nos permite conocer a una prostituta que se ofrece a un soldado, este soldado corteja a una empleada del hogar, a ésta la pretende el señorito de la casa donde sirve, una mujer casada tiene una aventura con el susodicho señorito, esta mujer departe con su marido en el lecho conyugal, el marido lleva a una señorita al reservado de un restaurante, esta señorita tiene relación con un poeta, el poeta muestra gran devoción por una actriz de teatro, la actriz de teatro es pretendida por un duque, el duque acaba cruzándose con el soldado del inicio, a punto de conocer a la prostituta…
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CRÍTICAS
[Julio Rodriguez Chico – Colaborador de CinemaNet]
En el cine de Max Ophuls todo es movimiento y espectáculo para los afectos del corazón, quizá porque entienda la vida como un interminable vals en el que unos personajes, subidos a un carrusel, persiguen encuentros y sensaciones que acaban resultando a la postre insatisfactorios. Desde esa perspectiva, es posible que “La ronda” sea el mejor ejemplo para apreciar su gusto por la fiesta y la representación –con permiso de “Lola Montes”–, por los vaivenes del amor. Es también un placentero y superficial paseo a través del tiempo, vivido por unos individuos necesitados de afecto y conducidos por un Cupido portador de máscaras, que juega con el azar y con sus insulsas vidas. Este narrador, que a veces adopta la apariencia de cómplice y otras de censor o de mayordomo, nos advierte desde el inicio el carácter efímero y universal de este sentimiento que asalta a todos por igual, y para demostrárnoslo nos sube a su tiovivo y comienza la ronda del amor acompañados de personajes sometidos al capricho y a la pasión, al deseo y a la amargura.
Todo suena a falso en el cine de este director errante, y también todo cobra la apariencia decadente y melancólica de un tiempo en que el galanteo y el baile centraban la vida cotidiana. Es la Viena imperial que vive a ritmo de vals, donde decorados de teatro y bambalinas crean ilusiones vanas, donde nieblas de artificio esconden la realidad de una aristocracia venida a menos y de una generación vacía en sus amoríos intrascendentes. Todo suena a falso porque el espectador es consciente en todo momento de que está “viendo una película”, y de ello se encarga el narrador… sacándole una y otra vez de la escena. Es el juego del amor al que le somete Ophuls, para dejarle claro la ceguera de los enamorados para ver la realidad. Una de sus máximas es la del adorno y el rodeo, la de la ironía llena de pudor para tapar lo que quiere mostrar, para jugar con máscaras y vender deseo en lugar de amor duradero. Por eso, encontramos aparatosidad en esos largos planos-secuencia que, en este caso, no pretenden mostrarnos la verdad de lo que sucede sino hablarnos del dinamismo de la vida y del barroquismo de unos sentimientos complejos, donde el deseo mueve a los caprichosos personajes pero donde algo –casi siempre hay un obstáculo, un objeto o un cristal, entre la cámara y la escena– impide que alcancen la felicidad.
Es el preciosismo de una puesta en escena que prima sobre el montaje, y de un concepto del amor romántico en el que convierte a las mujeres en heroínas de la tragedia, mientras que el hombre queda como alguien que siempre busca su satisfacción en el sacrificio de ellas. Es la ronda del amor que afecta a todos, y donde el soldado abandona a la prostituta para seguir con la doncella, y ésta hace lo propio para tener su aventura con el hombre joven, y éste con la mujer casada, a la que después vemos con su esposo… en un encadenamiento sin fin porque la estructura circular de la cinta hace que terminemos viendo de nuevo con la prostituta de inicio, abandonada por un joven conde, para volver a empezar la historia. Repeticiones y nuevas decepciones amorosas en un clima de frivolidad y de ausencia de sentido moral, con unos personajes carentes de conciencia y capacidad de reflexión, de sentido de la culpa y de la fidelidad, en lo que puede ser una nueva demostración de la fina sensibilidad crítica de Ophuls hacia una sociedad en decadencia moral.
Y con el amor a ritmo de vals, el tiempo como un presente continuo en el que hay que gozar y donde no cabe mirar al pasado ni plantearse el futuro. Solo importa el instante de esos momentos de placer (realidad a la que dio título en otra de sus grandes películas), cuando sus amantes preguntan continuamente por la hora que es, como si fueran con prisas a esos encuentros furtivos o temiesen que el tiempo devorase su efímera felicidad y la transformase en amargura de hiel. Es el tiempo que pasa para presentar las mismas realidades con un aspecto distinto, como si subiéramos por esas escaleras de caracol que tanto gustan a Ophuls y donde el amor se presenta en cada vuelta para perderse de vista en la siguiente. El director de “Carta de una desconocida” nos ofrece, en definitiva, un preciosismo estético para la reflexión existencial, con personajes que se mueven entre la pasión indomable y la moral hipócrita y falsa que busca la aparente e intachable conducta y la reputación social.
Mujeres y hombres que se consuelan con el goce del momento pero que buscan la pureza sin saberlo, que anhelan una felicidad duradera y un amor verdadero, aquí reducido al inevitable adiós después de cada encuentro. Y como ya es habitual en el cineasta alemán, una música omnipresente –es de justicia siendo Viena el marco elegido– y una fotografía que recoge la luz blanca sobre unos rostros de porcelana y una piel nacarada, lo mismo que las neblinas y los imprecisos contornos de unos afectos inaprensibles y misteriosos. Esta es la historia que Max Ophuls nos presenta en su ronda de noche, “y yo ya no digo más” porque todo nos ha sido (re)presentado por nuestro conductor del carrusel, dispuesto siempre a tapar las miserias y mirar hacia otra parte, a disculpar las debilidades y reparar el tiovivo para que siga sonando la música y todos sigan bailando al ritmo del vals.
[Decine 21]
Las vueltas de la vida
Max Ophüls rueda con su elegancia habitual, lo que incluye maravillosos planos secuencia. Hay al tiempo una gran sapiencia en el acercamiento a la psicología humana, las necesidades afectivas, engaños e hipocresía, todo servido con fina ironía, sin acritud, para señalar las veleidades tan propias de hombres y mujeres. El espectador es invitado a tomar el punto de vista del narrador, un perfecto Anton Walbrook. Las distintas historias propician un gran reparto, donde brillan sin duda las féminas, unas estupendas Simone Signoret, Danielle Darrieux y Simone Simon.