“El ritmo, que nace con el guión, se desarrolla en el estudio y se concreta en la mesa de montaje, se realiza íntegramente en el cerebro del director de un film, pues es él el que debe dar a todas las imágenes, dispares y heterogéneas, un amplio sentido de expresión superior. El director debe encontrar en su alma la síntesis de lo que quiere expresar para lograr una perfecta obra de arte cinematográfico, si no, no pasará de crear una película mediocre, incapaz de herir la sensibilidad del espectador”.
El texto arriba reproducido no es sino un fragmento de un artículo escrito por Pedro Lazaga (1918-1979) en el año 1946, artículo que apareció en Cine experimental, una revista de vanguardia en la España de posguerra. Es, sin lugar a dudas, toda una paradoja que uno de los grandes triunfadores en el terreno de la comedia popular y comercial de la época del desarrollismo económico español, fuera, en sus inicios, un teórico de las formas de expresión cinematográfica.
Formas de expresión que, en su cerca del centenar de películas como director, cuidó con el fin de hacer la mejor película del mundo, tal y como él había afirmado en una entrevista. Es cierto que no siempre lo consiguió, pero es innegable que, entre otras, una película como Cuerda de presos (1956), magnífica “road movie” que se acercaba a la triste y dura realidad social de nuestro país, o también, Posición avanzada (1966), un buen intento de hacer comedia con un tema tan delicado como el de la Guerra Civil, son dos muestras de la mirada crítica y amable que supo llevar en su labor como director.
De todas ellas merece la pena destacar La ciudad no es para mí (1966), película producida por Pedro Masó y que constituyó un clamoroso éxito pues fue vista por 4´3 millones de espectadores, recaudando un total de 73 millones de pesetas (cerca de 11 millones de euros al cambio actual). Este éxito no hacía sino continuar el ya conseguido por la obra teatral homónima que, protagonizada por Paco Martínez Soria, se había estrenado en Palencia en 1962 y que seguiría en Madrid y Barcelona, llegando a las tres mil representaciones.
Escrita por Fernando Lázaro Carreter, el argumento de la obra teatral y, a la sazón, de la película era el siguiente: Agustín Valverde es natural de un pueblecito de la comarca de Campo Romanos llamado Calacierva. Es un hombre muy sencillo y natural, de carácter muy noble y muy apegado a su vida sencilla y rural. Agustín nunca ha salido de su pueblo y un día decide visitar a su hijo Agustín que vive en Madrid, trabaja de médico y tiene una hija. El padre llega a ser una molestia para su hijo y su familia, ya que se codean con la alta sociedad y, aunque sincero y excesivamente dispuesto a ayudar, su comportamiento no acaba de resultar adecuado para esos ambientes.
Argumento muy sencillo que los recursos del lenguaje cinematográfico permiten completar. Así, por ejemplo y en una sucesión de imágenes en cámara rápida, la presentación de una ciudad, Madrid, como el centro visible de los avances socioeconómicos de aquellos años 60: tráfico intenso, calles inundadas de peatones, casas en construcción, supermercados, teatros, cines… y una muy breve secuencia del gran actor, José Sazatornil, explicando que los innumerables gastos le obligan a tener cinco empleos diferentes.
Como contraste, la tranquilidad de un pueblo de 927 habitantes, todos ellos en aparente armonía, agradecidos a su alcalde, Agustín, que ha decidido trasladarse a Madrid de forma definitiva a vivir con su hijo, afamado médico, y con su nuera, además de con la hija de ambos.
El desarrollo de la película plantea la disyuntiva entre campo y ciudad, entre los viejos y los nuevos valores de un capitalismo que comenzaba a cobrar fuerza en nuestro país: de un entorno de cercanía y humanidad a otro muy diferente, reflejando una ciudad deshumanizada, con ritmos distintos y prisa, mucha prisa.
Pero lo grave, según se muestra, no es eso sino la transformación de su familia en un matrimonio burgués que vive en un piso de lujo, con portero de levita, criada, un círculo social muy selecto que ejerce una influencia no demasiado positiva: el hijo trabaja demasiado en el hospital y desatiende de forma más o menos consciente sus obligaciones familiares. Así se explica que su mujer esté muy “ilusionada” con las cartas de un admirador secreto (el ayudante joven y atractivo de su marido). La hija, por su parte, es presentada como una estudiante adolescente, muy pendiente de su grupo de amigos y de las fiestas.
La crisis planea sobre el matrimonio pero, entonces, la figura del abuelo aparece como alguien que va a restaurar la cohesión en una familia, la suya, más centrada en las apariencias. Será el abuelo quien ayudará a recuperar los valores tradicionales que estaban a punto de perder y, así, la mujer rompe el vínculo con su admirador cuando parecía que iba a caer en la tentación de engañar a su marido. Por su parte, el hijo, parece reconocer que ha descuidado su atención con su mujer y, la hija, descubre el cariño de su abuelo.
La película finaliza con el regreso de Agustín a su pueblo. Pero no lo hace solo sino con su familia. Lo hace para asistir a la ceremonia de colocación de la placa que da nombre a una plaza del pueblo. Vecinos muy contentos de tener de nuevo a su alcalde y éste, a su vez, feliz de haber logrado salvar a su familia. Ésta volverá a Madrid, restaurando sus orígenes populares y, Agustín, pronunciando una frase lapidaria: “La ciudad para quien le guste pero, como el pueblo, ni hablar”.
José Sacristán, uno de sus protagonistas predilectos, afirmó en su día: “El planteamiento de sus películas era muy elemental. Se elegían a los actores que mejor encajaran en el tema, y el director era el ordenador de todo aquello. Lazaga, además de ordenador, era un formidable director. A qué volver otra vez con Cuerda de presos y La patrulla. Para directores, productores y actores, aquello era una aventura sin grandes complicaciones. Y había una gran cordialidad”.
Otro de sus actores preferidos, Alfredo Landa, introducía algo que todos los directores de cine experimentan: “Por supuesto que hubo malas películas. En 1971 cae un bodrio más: No firmes más letras, cielo, un Lazaga en horas muy bajas”. Pero, no obstante, el actor destaca sobre La ciudad no es para mí: “Que sí, que sí, reaccionaria y llena de tópicos, lo que tú quieras. Pero la gente iba en masa al cine, alguna gracia le verían”.
Las palabras sobre Lazaga de los que trabajaron con él son unánimes: de agradecimiento por su trabajo, y también por su talante: “El haber conocido a Pedro Lazaga, y la risa constante. Nunca me he reído tanto y tan seguido como en el rodaje de Los tramposos (1959)”. La recientemente desaparecida actriz Concha Velasco definía al realizador como un hombre lleno de vida y de ilusión, que “desparramaba” ambas cosas a su alrededor: “Nos motivaba a todos con su simpatía y con su enorme cultura, y la quería compartir porque la disfrutaba de verdad”.
Pero quizá sea el productor José Luis Dibildos, con el que Lazaga llega a hacer seis películas entre 1957 y 1960 para su sello, Ágata Films, el que haya pormenorizado mejor sobre los métodos de trabajo del director: “Tenía una enorme vocación para el cine. Le encantaba filmar, el momento del rodaje, pero le aburrían las fases de preparación y montaje. Si hubiera dedicado el mismo interés a esas fases, su filmografía hubiera sido más importante de lo que es. Así se explica la desigualdad de su obra. Yo no compartía esa forma de trabajar, pero lo hicimos siempre en perfecta armonía”.
Lazaga no pudo llegar a las 100 películas por culpa de un tumor cerebral, cuando aún es joven para lo que suele dar de sí la profesión: 61 años. Había recién terminado el rodaje de Siete chicas peligrosas (1979), su último trabajo que fue, como todos, el de un hombre perpetuamente ilusionado: “Para mí todas mis películas son iguales porque en todas ellas intento hacer la mejor película del mundo. Siempre quiero hacer “ Amanecer”, de Murnau, o “La diligencia”, de Ford. Lo que pasa es que unas veces salen mejor y otras salen peor”.