Amor, último filme del cineasta austriaco, Michael Haneke, viene precedida por una serie de reconocimientos, entre los que se cuentan el premio a la mejor película europea de 2012, concedido por la Academia de Cine Europeo, y La Palma de Oro, en Cannes. Además, está nominada a los Óscar en las categorías principales.… Una carta de presentación excelente, que no hace justicia a las expectativas creadas, y no lo digo por la calidad del director o las interpretaciones, que son extraordinarias, sino por el contraste entre la historia y su título: lo que nos sirve en este plato de impecable diseño es una vianda de muerte que reclama una reflexión.
ESTRENO
Título original: Amour
País: Francia, Austria y Alemania.
Año: 2012
Dirección: Michael Haneke.
Intérpretes: Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle Huppert, Alexandre Tharaud, William Shimell.
Guión: Michael Haneke
Música: Franz Schubert, Ludwig Van Beethoven, Johann Sebastian Bach
Fotografía: Darius Khondji.
Distribuidora en cine: Golem
Duración: 127 min.
Género: Drama
Estreno en Francia: 24 Octubre 2012.
Estreno en España: 11 Enero 2013.
SINOPSIS
Anne y George son un matrimonio de octogenarios, profesores de música jubilados, de gran cultura, que se aman con gran delicadeza. La pareja tiene una hija, casada, que vive en el extrajero, por lo que se ven poco. Un día, Anne sufre una embolia que le paraliza medio cuerpo y él debe ocuparse de cuidar a su mujer. Un proceso doloroso, en el que el deterioro físico y mental de ella supondrá una prueba definitiva para el enamorado y protector George.
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CRÍTICAS
[Ana María Pérez-Guerrero. Colaboradora de CinemaNet]
Amor, último filme del cineasta austriaco, Michael Haneke, viene precedida por una serie de reconocimientos, entre los que se cuentan el premio a la mejor película europea de 2012, concedido por la Academia de Cine Europeo, y La Palma de Oro, en Cannes. Además, está nominada a los Óscar en las categorías principales…. Una carta de presentación excelente, que no hace justicia a las expectativas creadas, y no lo digo por la calidad del director o las interpretaciones, que son extraordinarias, sino por el contraste entre la historia y su título.
Anne y George son un matrimonio de octogenarios, profesores de música jubilados, de gran cultura, que se aman con gran delicadeza. La pareja tiene una hija, casada, que vive en el extrajero, por lo que se ven poco. Un día, Anne sufre una embolia que le paraliza medio cuerpo y él debe ocuparse de cuidar a su mujer. Un proceso doloroso, en el que el deterioro físico y mental de ella supondrá una prueba definitiva para el enamorado y protector George.
En este marco, lo que en principio se presenta como un hermoso relato del amor al final de la vida, toma una deriva que revela los síntomas de una sociedad en crisis, en donde el pesimismo y nihilismo lastran toda posibilidad de ver más allá de lo puramente material, de rendirse al misterio del sufrimiento, de reconocer la grandeza de la dignidad humana y profundizar en el amor con mayúscula y en variedad de matices.
Que duda cabe, cuidar a un familiar enfermo es una experiencia dura, sacrificada y extenuante, física y psiquicamente, como se muestra en la película con realismo, pero sin llegar a la crudeza excesiva: enfermeras que no son todo lo cariñosas que nos gustarían, situaciones humillantes para el enfermo, un continuo requerimiento del cuidador… Se trata de una situación dolorosa para el paciente y para quien lo acompaña, al margen de las creencias que se profesen. Sin embargo, las convicciones son definitivas a la hora afrontar una experiencia como esta. Y no me estoy refiriendo solo a temas como el asesinato o la eutanasia. Un asunto en el que concuerdo con varios colegas que han afirmado que no se trata de un film en favor de esta causa. Hago referencia a la visión de la vida, la familia y el amor, que se plasma en el relato. En la cinta que nos ocupa, aunque los protagonistas del film se quieren, no tienen un horizonte vital que les permita conectar con otros aspectos de su realidad, que van más allá de su yo y del terrible peso que supone su situación, a la que, por cierto, evitan tratar con naturalidad. Esto les cierra la posibilidad de superar la cotidianidad con un talante positivo, a pesar de las circunstancias.
Desde los primeros minutos de la película, vemos como la pareja tiene terror a que entren en su intimidad. Un detalle como una cerradura forzada nos muestra la actitud sobreprotectora y autosuficiente de él. Una actitud que le impide solicitar ayuda a quienes se la pueden prestar gratuitamente o tener la posibilidad de ser consolados y de ayudarse mutuamente a sobrellevar los momento más bajos. La incomunicación de esta pareja ensimismada se traslada a su propia familia, pues tratan a su hija como a una extraña y ella no atina más que a hacer demandas, no sabe como conectar con sus padres, pero tampoco con su propio hijo. Y es que las relaciones de los personajes son como la distribución del piso de la pareja, al que Haneke saca mucho provecho: cada estancia se oculta tras una puerta que se abre a conveniencia o se sella, de modo que la convierten en una cárcel donde ahogan el amor en un dolor insuperable.
[Juan Orellana – Alfa y Omega]
En el mes de diciembre de 2012 se entregaron en La Valetta (Malta) los Premios que desde hace 25 años concede la Academia de Cine Europea. Carlos Saura entregaba los galardones de mejor película y mejor director a Michael Haneke por Amor, que ya traía bajo el brazo la Palma de Oro en Cannes. Sus protagonistas, Jean-Louis Tringtignant y Emmanuelle Riva, recibieron también sendos premios europeos a mejor actor y mejor actriz. Pero lo más impresionante es cómo toda la crítica ya había caído rendida de bruces en Cannes ante este filme: The Hollywood Reporter, Variety, The Guardian, The New York Times… y prácticamente toda la prensa española. Sin duda Haneke es un cineasta excepcional, su trabajo en Amor es extraordinario, y no digamos el de sus intérpretes; pero para Haneke tan importante es lo que cuenta como el cómo lo cuenta. Y lo que nos sirve en este plato de impecable diseño es una vianda de muerte que reclama una reflexión.
El argumento, inspirado en el suicidio de una tía de Haneke, cuenta los últimos años de la vida de los parisinos Georges (Jean-Louis Tringtignant) y Anne (Emmanuelle Riva), un matrimonio de músicos octogenarios de reconocido prestigio y vasta cultura, la quintaesencia de la civilización europea ilustrada. Entre ellos aún existe un amor lleno de delicadeza. Tienen una hija casada que también se dedica a la música y a la que ven muy poco. Un día, Anne sufre una embolia, y queda paralizada de medio cuerpo. Comienza un proceso de degradación física y deterioro mental que pondrá a prueba a su enamorado esposo. Pero ella deja muy claro su deseo antes de perder la cabeza: “Así no tiene sentido vivir”.
La película empieza sorprendiendo al espectador ingenuo, que llega a pensar que Haneke está irreconocible. Parece que se trata de un filme sincero, auténtico, sobre la belleza del amor humano y sobre la grandeza tierna de la vejez; pero en el minuto 40 comprendemos que Haneke no ha cambiado, que nos esperaba a la vuelta de la esquina con su filosofía nietzscheana. La película está llena de rencor hacia la vida, una vida que Haneke sólo considera digna de ese nombre cuando se doblega a su proyecto. La vida sólo es vida para Haneke cuando excluye el misterio del dolor, la herida del sufrimiento.
En cuanto aparece la radical contingencia del ser, tan evidente en la enfermedad y la vejez, en cuanto la vida reclama a gritos un significado, casi inevitablemente trascendente, Haneke impone la “solución final”: una vida así debe ser eliminada, drásticamente. Todo menos dejar que el Misterio pueda conquistar un espacio propio, todo menos impedir que el hombre tenga la última palabra. La película tiene muchos momentos verdaderos, muchos, pero se envilecen al ser utilizados como envoltorios de una gran mentira. La mentira de contraponer el amor a la vida, la mentira de que el fin justifica los medios, la mentira de darle el poder absoluto a la propia subjetividad, la mentira de llamar amor al despotismo de quien se cree con razones para quitar la vida cuando ésta no se rige por los propios criterios.
Haneke es fiel a sí mismo, a su mirada sobre el mundo y a su forma de entender el cine. Su nihilismo no es sincero, visceral e inmediato. Es un nihilismo de salón, estudiado, intelectualizado e ideologizado. Es el nihilismo de la Europa cansada de sí misma, aburrida de mirarse al espejo. Precisamente el nihilismo que encandila en los festivales del Viejo Continente, y que huele a fruto póstumo de un progresismo decapado, setentero, ya rancio por su falta de horizonte ideal. No juzgamos a los personajes, que ciertamente inspiran toda nuestra compasión; no aprobamos el homicidio, ni el suicidio, pero comprendemos el dolor exacerbado que nubla la razón; no es difícil perdonar a nuestro protagonista. Tampoco creemos que Haneke haya querido rodar un filme sobre la eutanasia. Lo que ha hecho ha sido utilizar una situación humana trágica y conmovedora para volcar su propia mirada ideológica sobre la vida. Una mirada que nace, no de la negación del sentido, sino de la negación misma de su posibilidad. También Iñárritu en Biutiful se enfrenta a la enfermedad terminal y a la muerte pero, no siendo creyente, es honesto con la razón y deja abierta la puerta a lo ignoto, a un significado que esté más allá de nuestra miope mirada, de nuestro estrecho perímetro. Haneke no quiere ni oír hablar de eso, como ya ha demostrado en sus anteriores películas. El acopio de reconocimientos que ha merecido esta película deja claro que el triunfo cultural del marxismo en el siglo XX ha dejado paso en el nuevo siglo al triunfo del nihilismo. Europa, si aún existe más allá de una denominación geopolítica, se está haciendo la eutanasia.
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