A FONDO
[Sergi Grau. Colaborador de Cinemanet]
EL SIGLO XX A TRAVÉS DEL CINE
18. SPIKE LEE
Película: La última noche
Temática: Tras el 11-S
El nombre de Shelton Jackson Lee, entre el gran público conocido como Spike Lee, ha estado durante largo tiempo asociado al territorio de lo reivindicativo. Desde que emergió con suma fuerza en el paisaje cinematográfico con una opera prima tan independiente y rompedora como fue Nola Darling (1986), Lee hizo en efecto bandera del elemento racial, convirtiéndose en un avezado radiógrafo de su comunidad (hablo concretamente de la colectividad afroamericana ubicada en el Brooklyn neoyorquino), a la que, mediante obras cinematográficas de planteamientos tan naturalistas como exuberantes, probablemente la mejor de ellas Haz lo que debas (1989), logró darle una voz hasta entonces inédita en el cine norteamericano. Siempre polémico en sus declaraciones, combativo en su parcela ideológica convertida en caballo de batalla cinematográfica, Lee fue componiendo un estimable mosaico filmográfico a través de piezas de diversa filiación genérica, como el drama convencional –Cuanto más, mejor (1990) o Jungle Fever (1991)-, el biopic –Malcolm X (1992)-, el cine policiaco – Clockers (1995)-, la radiografía histórica – La marcha del millón de hombres (1996), la sátira – Bamboozzled (2000)- o el retrato sociológico – Crooklyn (1994)-, obras todas ellas que por su personalidad y el talento visual innegable en ellas impreso revelan en Lee a uno de los mejores, sino directamente el mejor de los realizadores afroamericanos.
Con el cambio de milenio, Spike Lee decidió ampliar un tanto sus miras profesionales. Decrecieron los largometrajes de ficción y a cambio concentró sus energías en otras parcelas, caso de su labor como documentalista –que nos ha dejado uno de los documentales más brillantes de la década pasada, When the Leeves Broke: A Requiem in Four Acts (2006), sobre los estragos causados por el huracán Katrina entre la población civil de Nueva Orleans- o la cátedra de Cine que ocupa en la reputada Universidad de Nueva York. En lo estrictamente cinematográfico, a pesar de ese descenso cuantitativo, Lee dio muestras de alcanzar, allende un magnífico momento creativo, unas cotas de madurez innegables, algo que sin duda atesoran sus tres últimas películas de referencia: la frenética Summer of Sam (2000), heredera de su vis más combativa pero que amplía con agudeza los términos de focalización sociológica; Plan oculto (2006), otro retrato rabioso de los pulsos multiculturales de su ciudad, aunque magníficamente disfrazado de película del subgénero de robos perfectos; y entre una y otra, la película que nos ocupa, La última noche (25th hour) (2002), relato catárquico sobre un personaje, Monty Brogan (Edward Norton), a punto de ingresar en prisión por un delito de tráfico de drogas, y que pasa esas últimas horas junto a su familia y amigos, reflexionando sobre las razones por las que ha dejado que los errores del pasado hipotequen de tal modo su futuro.
El cineasta neoyorquino adapta de forma fiel y muy intencionada las premisas de la notable novela homónima de David Benioff, y propone un relato de envoltorio sereno y evolución febril, empapado de una melancolía bajo la cual emerge un sugestivo poso discursivo. Apoyado en una escenografía sobria, en una fotografía terrosa de Rodrigo Prieto, en una partitura de fuerte componente lírico del jazzman Terence Blanchard y en la magistral interpretación de Edward Norton (a su vez acompañado de un elenco de secundarios de primera fila, Brian Cox, Philip Seymour Hoffman, Barry Pepper y Rosario Dawson, todos ellos que revelan su talento, y a la vez confirman la inmensa capacidad de Lee como director de actores), La última noche nos invita a descubrir las esquinas de unos caminos que devienen laberintos sin salida para el espíritu. En la sustancia dramática de la película conviven de forma armónica dos naturalezas: por un lado, la que puede leerse desde parámetros universales: la historia a contrarreloj que aboca a un personaje contra un destino ominoso sirve para hablar del desencanto y las renuncias inherente al paso del tiempo, una mirada que tiene mucho de existencial sobre la progresiva pérdida –aquí alcanzada por la vía hiperbólica- que supone el envejecimiento: las estructuras emocionales de Monty se desmoronan conforme se le acaba el tiempo, el sentido de sus sentimientos se envilece, le corroen las dudas al mismo tiempo que el miedo. Monty envejece a marchas forzadas, muere un poco cada hora que pasa, y eso le hace reflexionar en negativo sobre sus actos, su pasado, su vida.
Por el otro, alegoría sutilmente sobre dimensionada a los planteamientos dramáticos concretos, Lee nos ofrece algo así como una elegía a su ciudad herida, a la desolación que se apodera de los pulsos de Nueva York tras el fatídico 11 de septiembre de 2001. Dicho suceso ocupa referencias explícitas en apenas dos ocasiones a lo largo del metraje –en esos créditos iniciales con planos cenitales mostrando las luces fantasmagóricas que ocupan el lugar de las Torres Gemelas y en una conversación entre dos secundarios desde una ventana con vistas al Ground Zero–, pero que resultan suficientes para hacer trascender los términos de ese relato (y de la adaptación: curiosamente, la novela de David Benioff, tan fielmente reflejada en el libreto, se escribió antes de 2001), pasándolo del concreto estudio de personajes al espacio reflexivo sobre un lugar, ese Manhattan que ofrece los muchos escenarios por los que el protagonista deambula desnortado a lo largo del metraje, a los que Lee, a través del dramatis personae, otorga una nota de humildad y dolor que antes del once de septiembre era inimaginable. Se trata, al fin y al cabo, de elementos simbólicos que llevan la historia del hombre a la dimensión sociológica. Y desde uno y otro aspectos superpuestos, la tristeza, el miedo, el dolor, deben dirigirse a algún lugar. Y un destino alternativo emerge en el largo y magistral epílogo que cierra la película y deja abierto el desenlace: como le dice el personaje que encarna Brian Cox a su hijo, el camino a partir de ahora no se detiene, sino que seguirá los pasos de quien lo construya. El padre le propone a su hijo que huya, y que no mire atrás. Que viva otra vida en otro lugar, que aprenda un oficio y se dedique a él. Que forme una familia y consagre todos sus esfuerzos a ella. Lee filma imágenes que ilustran esta posibilidad, este eventual flash-forward sobre lo que puede ser la vida de Monty a partir de ahora. Imágenes en las que destacan motivos cromáticos blancos, que refieren la posibilidad de purificación, de redención. La película termina. No sabemos qué será de Monty, pero aprendemos una lección valiosa: si casi no hay esperanza, es que aún la hay.