[Sergi Grau – Colaborador de CinemaNet]
Con este epígrafe, sobre la Amistad en el Cine, inauguramos una serie de artículos en los que proponemos efectuar un somero repaso a algunas películas significativas, de entre las denominadas clásicas y aquellas más actuales (que no por ello dejan de ser, en algunos casos, clásicos), sobre un tema en concreto.
El ejercicio de seleccionar obras es interesante, pero más bien complejo, y por ende subjetivo imperfecto. Es decir, que son todas las que están pero, por supuesto, no están todas las que son. Lo que en realidad forma parte del juego, pues el objetivo de estos textos no es otro que el de despertar la evocación en el lector/espectador, quizá la complicidad con unos títulos y la curiosidad por otros, y en todo caso invitarle a efectuar su propia lista –y si le apetece, por qué no, compartirla en sede de los comentarios o en los foros–. Porque quienes amamos el cine sabemos de la recompensa que uno se lleva consigo tras el visionado de una buena película. Y parte de esa recompensa son los valores que esas películas encierran en sus historias, conflictos y personajes.
Para la ocasión podemos hacer buena aquella máxima que reza “quien tiene un amigo, tiene un tesoro”. Luiggi, uno de los coches de la Pixar, se lo decía textualmente a Rayo McQueen, quien descubrió en la maravillosa Cars (John Lasseter, 2006) que su amistad con Tom Mate y el resto de entrañables personajes de Radiador Springs era mucho más valioso que toda la fortuna y toda la gloria del éxito en las carreras. En las películas de aquella productora, de hecho, hallamos algunas de las historias de amistad más memorables del cine contemporáneo, como la de Mike Wazowski y “Sulley” en Monstruos SA (Pete Docter y David Silverman, 2001) o, quizá la más iconográfica, la del vaquero Woody y el hombre del espacio Buzz Lightyear en las tres películas que conforman la vibrante trilogía sobre los juguetes Toy Story (John Lasseter, 1995 y 1999; Lee Unkrich, 2010), que entre otras cosas nos regalan un formidable canto a la belleza, la imaginación y la clase pletórica de fortaleza que caracteriza la primera edad de la vida.
Pero de clases de amistad hay muchas. Y pueden ser muy extrañas. El inolvidable Charlot, por ejemplo, disfrutaba de o sufría por una amistad caprichosa con un acaudalado borracho en la simpar Luces de la ciudad (Charles Chaplin, 1931). En La escapada (Dino Risi, 1962), el apocado estudiante encarnado por Jean-Louis Trintignant quedaba fascinado por la forma bulliciosa de concebir la existencia de un compañero de ocasión, Bruno (Vittorio Gassman), lo que terminaba teniendo muy perniciosas consecuencias para él. En un inmarchitable clásico del western, el hombre de leyes Random Stoddard (James Stewart) rendía homenaje al vaquero Tom Doniphon (John Wayne), alguien que hizo algo más que salvarle la vida: permaneció en las sombras dejando que sobre él se imprimiera la leyenda de haber sido El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962). En una órbita bien distante, la de la nostálgica Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1990), la amistad entre un niño y un anciano es el reflejo sentimental de la pasión desbordante que el cine despierta en el imaginario sentimental y cultural. Y en el primer y celebérrimo clásico de Walt Disney, Blancanieves y los siete enanitos (1937), la adaptación animada del cuento de hadas popularizado por los hermanos Grimm lega, a través del encuentro de la inmaculada princesa y sus pequeños y devotos amigos, una de las nociones de alianza y lealtad más afianzadas en la iconografía del Cine. Amistad sin duda insólita, pero no tanto como la del niño Elliott (Henry Thomas) con E.T, también niño, ¡pero de otro planeta!, a pesar de lo cual uno y otro estrechaban lazos más allá de lo aparentemente posible en la emotiva ET, el extraterrestre (Steven Spielberg, 1982). Desde otras latitudes geográficas y genéricas, Déjame entrar (Tomas Alfredson, 2009) se servía de la historia del febril encuentro entre dos jóvenes marginados para efectuar una singular relectura de los motivos vampíricos en esta sin duda una de las películas de terror más brillantes de lo que llevamos de siglo.
Hay otra categoría curiosa, la de aquellos amigos que lo son a su pesar, y que están, mal que les pese, condenados a entenderse. En La extraña pareja (Gene Sacks, 1968), Jack Lemmon y Walter Matthau, acaso la pareja interpretativa por excelencia de la comedia americana desde la irrupción del sonido, se las veían y deseaban para convivir juntos sin por ello dejar de ser compadres del alma. En la épica película de aventuras marinas Master and Commander (Peter Weir, 2001), el capitán Jack Aubrey (Russell Crowe) y el médico del navío Stephen Matturin (Paul Bettany) se hallan en permanente conflicto por razón de sus maneras bien distintas de encarar la existencia, algo asimismo fruto de una vocación profesional bien distinta, pero que no impide que el más sincero compañerismo logre imponer sus términos. De hecho, los relatos sobre una amistad que progresa por encima de disidencias y puntos de vista en aras a un interés común (y a menudo comunitario) es un motivo común en el cine de género de toda la vida, y aunque los ejemplos son interminables, podríamos establecer hilos de continuidad entre, por ejemplo, la filmografía de Howard Hawks, un cineasta que hizo de la camaradería entre hombres (a menudo entre profesionales de un gremio) una de sus improntas temáticas –hay mucho donde elegir en ese sentido en la excepcional obra de Hawks; les propongo, por tirar de una debilidad personal, la alianza entre el sheriff que encarna John Wayne y sus ayudantes en Rio Bravo (1959)– y la comprobada afición del público contemporáneo norteamericano a la vertiente buddy movie, relatos de colegas, en una nómina inagotable de títulos que pueden ir de Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969) a la saga de Arma letal (Richard Donner, 1987), de Huida a medianoche (Martin Brest, 1988) a la serie de la HBO True Detective (de Nic Pizzolatto y dirigida por Cary Fukunaga, 2014), por exponer ejemplos que cubren bien diversos formatos, géneros y tonos.
También, en un reflejo opuesto a lo anterior, la amistad perdida y/o traicionada es un motivo al que el Cine ha sacado mucho partido desde múltiples códigos temáticos y expresivos. Pocos ejemplos de ello más célebres que el malbaratamiento de la amistad de la infancia que unía al tribuno romano Messala (Stephen Boyd) con el personaje que interpreta Charlton Heston en la memorable película que lleva su nombre, Ben-Hur (William Wyler, 1959). En otra arena, la del western, diversos de sus personajes míticos han sido arrastrados por una anatemización que ha conducido inevitablemente a la violencia; ahí hallaríamos a Jesse James y su verdugo Robert Ford, representados en muchas y magníficas películas desde Tierra de audaces (Henry King, 1939) hasta El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (Andrew Dominick, 2007); o a Billy el Niño y su partner devenido en agente de la justicia Pat Garrett, figuras que han dejado otra retahíla interminable de buenas películas entre las que quizá fijaría mi predilección por la febril Pat Garrett y Billy el Niño (Sam Peckinpah, 1974). El cine fantástico y superheroico ha recurrido también a menudo a esas discrepancias entre personajes que germinan en una oposición frontal y radical, algo que ejemplifica a la perfección en la relación entre Charles Xavier (Patrick Stewart) y Erik Lensherr (Ian McKellen) en la saga iniciada por X-Men (Bryan Singer, 2000), pero que se puede extender a numerosísimos ejemplos, pues, de hecho, el reflejo especular o relación de complementariedad que se establece entre el superhéroe y el supervillano a menudo se codifica a partir del relato de la mácula de una amistad. En el cine bélico, El cazador (Michael Cimino, 1978) propuso una de las primeras películas exorcísticas sobre la Guerra de Vietnam a través de una sobrecogedora historia del modo en que ese conflicto marchitaba irremediablemente, más allá de cualquier voluntad, la amistad de hierro que se dispensaban diversos vecinos de una comunidad obrera de Pennsylvania. Y termino mi listado con la que quizá sea la pieza más melancólica de todas las que he citado, esta vez tomando la fachada de una historia de gángsters: Érase una vez en América (Sergio Leone, 1982), película en la que el afán lírico y nostálgico se apodera de los pulsos de la crónica histórica hasta reducirlo casi todo a la entelequia, dorada y perdida, de una amistad verdadera.
Enhorabuena por esta sección!!! tan necesaria en tiempos de individualismo atroz. Y encima ¡con interesante cine! se asegura un gran exito….