[Sergi Grau – Colaborador de CinemaNet]
Los anglosajones incluso tienen una denominación para este tipo de películas, allí llamadas “coming-on-age films”, buena prueba de que esta materia, la de reflejar el proceso de tránsito de la infancia a la vida adulta es un tema que interesa y ha interesado siempre al cine. Se trata de un tema valioso porque se adentra en la materia caliente del drama desde el punto de vista del análisis psicológico pero, al mismo tiempo, admite interesantes parábolas o radiografías sobre lo socio-histórico, pues la mirada del aprendizaje –del niño o joven protagonista- sintoniza a la perfección con ese otro aprendizaje que atañe al espectador, a quien se ilustra sobre un determinado acontecimiento socio-histórico a través de los ojos de ese protagonista para quien el mundo, descubre con dolor, es mucho más grande de lo que creía.
En la que probablemente sea la mejor película de Rob Reiner, Cuenta conmigo (1986), adaptación de un cuento no terrorífico de Stephen King, un viaje de descubrimiento era la perfecta paráfrasis del inevitable tránsito entre la primera y la segunda edades de la vida; en el filme, cuatro amigos de una pequeña población de Maine seguían la vía del tren a la búsqueda del cadáver (o “el cuerpo”, así se llama el cuento de King) de otro chico, que fue arrollado por un tren. A pesar de su carácter desenfadado, la película es una hermosa y sentida crónica sobre ese viaje sin retorno que a todos nos toca recorrer, aquí indefectiblemente marcado por la oscuridad de descubrir nada menos que la existencia misma de la muerte. No muy lejos de sus latitudes espirituales se halla una película que no hace mucho se estrenó en los cines españoles, Mud (Jeff Nichols, 2013), en la que el relato de la amistad accidental entre un joven de una zona rural de Luisiana y un fugitivo de la justicia (encarnado por Matthew McConaughey) le sirve al realizador para proponer un brillante ejercicio subjetivo sobre las distorsiones emotivas que marcan el aprendizaje sentimental y moral.
Ese mencionado subjetivismo resulta crucial para proponer, por la vía cinematográfica, pertinentes contrastes entre la mirada “del que crece” y aquélla que corresponde a sus referentes, la persona o los acontecimientos de los que aprenden, y que obligan a ese joven a un apoderamiento y un compromiso. En este nutrido hilo hallamos películas tan majestuosas como Matar a un ruiseñor (Robert Mulligan, 1962), obra sobre el coraje y la pérdida de la inocencia que no narra la proeza jurídica de Atticus Finch (Gregory Peck), un abogado que defiende a un hombre negro en el contexto hostil de una comunidad sureña, sino la admiración que Atticus despierta en su hija pequeña, Scout (Mary Badham); o como El imperio del sol (Steven Spielberg, 1987), otra obra maestra sin paliativos que relata las penalidades que sufren los civiles en las guerras a través de los ojos de un niño que vive obsesionado por los aviones.
Otras indudables joyas, y de diversas latitudes, han abordado la temática del tránsito hacia la edad adulta desde encendidas premisas líricas. Es el caso de Aparajito (Satyajit Ray, 1957), episodio central de la imprescindible Trilogía de Apu del cineasta hindú, que se centra en los años de juventud de Apu y termina en su ingreso en la universidad. De Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959), uno de los títulos señeros de la nouvelle vague y obra representativa de un realizador, Truffaut, que en sus películas a menudo incidió con suma sensibilidad y sentido en los avatares de la gente joven. De The Last Picture Show (Peter Bogdanovich, 1971), pieza carismática del llamado New-Hollywood en el que esa cita cinéfila del título –la última proyección de una película en el cine de un pueblo- sirve de ávida metáfora de la mudanza en la vida de unos jóvenes de porvenir incierto. O de Rebeldes y La Ley de la Calle (Francis Ford Coppola, 1983), díptico complementario en su utilización de medios expresivos en los que el extraordinario director de El Padrino pone en solfa cinematográfica los aspavientos líricos de las reputadas novelas sobre teenagers de S.E. Hinton.
Cualquier formato, cualquier género es idóneo para encajar en él esta macro-temática universal. Pensemos en el cine superheroico, por ejemplo, donde hallamos en las sagas sobre Spider-man (Sam Raimi, 2002), a través de los periplos del sufrido Peter Parker, una elocuente (e hiperbólica, por supuesto) parábola sobre la asunción de responsabilidades que conlleva un determinado apoderamiento, en este caso merced de unos poderes sobrenaturales. Pensemos en la fantasía y la singular Eduardo Manostijeras (Tim Burton, 1991), donde una fábula en apariencia desenfadada esconde densas y lúgubres constataciones en torno a esa criatura que su hacedor dejó incompleta, Eduardo (Johnny Depp), que descubrirá el amor pero también el peso insuperable de los estigmas en el intento de convivencia con los otros miembros de una comunidad prototípica de una smalltown americana. Más traumático resulta el proceso de crecimiento de Bambi (Walt Disney/David Dodd Hand, 1942), el cervatillo que debe aprender a convivir con los peligros y aceptar las pérdidas para convertirse, siguiendo la ley natural, en el nuevo rey del bosque. Y, de uno a otro clásico de la era dorada de Hollywood, en Mujercitas (Mervyn Le Roy, 1949), una de las diversas adaptaciones de la novela de Louise May Alcott, el material melodramático queda servido a través del relato de cuatro niñas que tienen que aprender a convertirse en mujeres en el hostil contexto de la Guerra de Secesión.
Sustancia melodramática aliña también el filme de aprendizaje Capitanes intrépidos (Victor Fleming, 1937), en el que un niño rico y consentido (Freddie Bartholomew) recabará por accidente en un barco pesquero donde aprenderá eso que damos en llamar los grandes valores en compañía de un marinero (Spencer Tracy) que tiene a bien adoptarlo. Y si en esa recordada película se habla de la sintonía entre un adulto y un niño, semejante contexto sirve en la maravillosa Viento en las velas (Alexander Mackendrick, 1963) para relatar más bien lo contrario: el breve encuentro y eclosión entre el mundo de los adultos y el de los niños, desentrañado desde la vena poética a través del envoltorio de un relato de piratas que a menudo fuga hacia la ensoñación. Y terminamos el intenso recorrido en otro título de aventuras, Los contrabandistas de Moonfleet (Fritz Lang, 1955), en el que, otra vez, la asimétrica amistad entre un infante y un adulto que se mueve en los márgenes (Stewart Granger) sirve para edificar una epopeya de tintes románticos que desagua en un emocionante proceso de redención y transferencia paterno-filial.