Apenas un año después del fin de la II Guerra Mundial, William Wyler abordó de forma magistral la historia de los soldados que regresaron del conflicto. Estrenada en 1946, Los mejores años de nuestra vida retrata la bienvenida en sus hogares, pueblos y ciudades, pero también una agridulce mezcla de agradecimiento -por su condición de héroes- y de primeros indicios de marginación y rechazo para algunos.
Los soldados son personas que han sufrido mucho en medio de turbulentas situaciones de vida precaria, de cercanía de la muerte, o al menos anticipándolas. Ahora vuelven a un contexto de domesticidad que anteriormente había sido reconfortante pero ¿qué pasará?
Descubrimos a Al (Fredric March), un soldado de infantería que regresa con su familia y el banco donde trabajaba. A Fred (Dana Andrews), miembro de la tripulación de un bombardero y ahora sin trabajo. Y a Homer, interpretado por Harold Russell, un actor novel que en la vida real no tiene manos y usa garfios; en la película es un marino que perdió ambas manos y ahora es experto con sus ganchos de acero. Pero no puede todo.
Muy al principio Fred le comenta a Al, mientras ven a Homer caminar lentamente desde su taxi hasta la puerta de su casa: «Seguro que le enseñaron a usar esos ganchos… pero no pudieron entrenarlo para que abrazara a su chica o le acariciara el cabello». Son la vida y los dramas del antes y del ahora; el corazón del espectador se desestabiliza y emociona ante lo que se enfrentaron y ante las incertidumbres de sus nuevas-viejas vidas.
La mujer de Al es Milly (Myrna Loy). Nos recreamos en la famosa escena en la cocina -estudiada en las escuelas de cine-, cuando llaman al timbre y ella intuye que es su marido; se suceden unos planos reveladores y sorprendentes del amor familiar. Muy interesante también las escenas de un Al que no se sabe si solo va medio borracho o si es que es heroico, en la defensa de lo que cree es auténtico. Impresiona la dificultad del corazón de Homer para aceptar la compasión. Apena la frivolidad de la mujer de Fred, y la lucha de este buen hombre para no enamorarse de quien no debe, la hija de Al.
Y así, dos horas de metraje. No hay personas extraordinarias. Hay esfuerzo, tesón, profundidad, cansancios y, ante todo, y a pesar de los pesares, la nobleza de la condición humana. Disfrutamos con Homer tocando maravillosamente el piano el piano con sus garfios. Sufrimos con la categoría de Fred, en su búsqueda de nuevo trabajo. Nos unimos a su nostalgia cuando se introduce en una cementerio de de aviones de guerra, ahora, igual que él, inactivos, cuando antes hicieron tanto. Hay finales suspenses y felices.
¿Cual es la fuerza de esta película? Como muy bien señaló el famoso crítico Roger Ebert, puede encontrarse en la escena en la que Homer invita a Wilma a su habitación, no para insinuarse, sino para mostrarle las dificultades que implican prepararse para ir a dormir. Él piensa que tal vez entonces ella entienda por qué no cree que pueda casarse con ella, le dice: «Aquí es cuando sé que estoy indefenso. Mis manos están sobre la cama. No puedo ponérmelas de nuevo sin pedir ayuda a alguien. No puedo fumar un cigarrillo o leer un libro. Si esa puerta se cierra de golpe, no puedo abrirla y salir de esta habitación. Soy tan dependiente como un bebé que no sabe cómo obtener nada excepto llorar por ello».
La profundidad radica en que Homer en la película expresa lo que piensa en su vida real Russell; habla por sí mismo; el poder emocional es abrumador. De hecho en esta película, Russell ganó dos Óscar: uno honorífico, «por traer esperanza y coraje a sus compañeros veteranos a través de su apariencia». Es la única vez que un actor ha recibido dos premios Oscar por el mismo papel.
La película también ganó a mejor película, actor (March), director, guion, montaje y banda sonora. En definitiva, podríamos afirmar que mientras tengamos guerras y veteranos que regresan, algunos de ellos heridos, Los mejores años de nuestras vidas no tendrá fecha. Por ello esta antigua película es sorprendentemente moderna, sencilla, directa y honesta.