Para filmar Los isleros (1951), Lucas Demare optó por dejar atrás los estudios de grabación –tan frecuentes en la época– y trasladarse al archipiélago de San Pedro, surcado por las aguas del Paraná. Allí capturó con autenticidad la vida de una comunidad humilde, marcada por la escasez, la fuerza implacable de la naturaleza y una intensidad emocional contenida. No estamos ante una epopeya histórica, sino frente a un drama íntimo y melodramático, de aires casi neorrealistas, bajo un cielo abierto, salvaje, lírico y profundamente humano.
Basada en la novela homónima de Ernesto Castro —también autor del guion—, la película narra la historia de Rosalía, conocida como La Carancha (Tita Merello), una mujer indómita y tenaz que convive con Leandro (Arturo García Buhr) en las islas, primero como pareja de hecho, luego como matrimonio legal. Su vínculo está atravesado por tensiones de poder, dependencia mutua y contados momentos de verdadera intimidad. Cuando su hijo Toño (Mario Passano) regresa con su joven esposa Berta (Graciela Lecube), el frágil equilibrio se rompe: los celos sacan a la luz su propia vulnerabilidad. En paralelo al drama doméstico, la historia se despliega en los márgenes del río, donde la vida está regida por las crecidas, las tormentas, el aislamiento y la escasez.
Demare entrelaza con maestría lo social y lo personal. Su cámara se desliza entre los juncos, explora los rostros, se detiene en los silencios. La puesta en escena, de una sobriedad casi documental, está impregnada de una poesía rústica. El tono mítico que recorre el filme se potencia con la voz en off del río, al principio extraña, pero que con el tiempo transforma la naturaleza en personaje: espejo de las emociones humanas, amenaza constante, protagonista silenciosa.
Tita Merello, en el papel de Rosalía, se impone como otro fenómeno natural. Su personaje no busca simpatía ni redención: es severa, obstinada, a veces cruel, pero siempre auténtica. En su evolución, en esa apertura lenta y parcial hacia Leandro, late el corazón de la película. Con su físico expresivo, sus miradas intensas y su voz inconfundible, Merello revela con precisión las contradicciones internas de su personaje. A su lado, Arturo García Buhr compone un Leandro lejos del heroísmo: un hombre patriarcal, sí, pero también humano y vulnerable.
Desde una mirada contemporánea, algunos aspectos pueden resultar incómodos, como la “domesticación” de Rosalía mediante la violencia. Pero Los isleros no busca justificar ni moralizar: simplemente muestra. Observa sin juzgar. Y ahí radica buena parte de su potencia.
Estilísticamente, Demare se mueve entre el cine de género y el neorrealismo, entre el melodrama y la crónica social. Acompañada de una fotografía deslumbrante, la dramaturgia lumínica subraya la oscura melancolía del paisaje isleño. Las islas no son aquí un refugio bucólico, sino un escenario de lucha, dureza y soledad.
La singularidad de la película de Lucas Demare reside en su equilibrio: entre la emoción y la reflexión, entre lo idealizado y lo real. La película deja espacio para la interpretación: no ofrece redención, pero tampoco anula la esperanza. El nacimiento de un niño hacia el final no representa una reconciliación, sino la continuidad: de la vida, de los conflictos, de las contradicciones.
No es casual que haya sido ampliamente premiada y considerada durante décadas como una obra fundamental del cine argentino. En su autobiografía, el papa Francisco recuerda esta película con afecto: “El cine argentino de aquellos años, por ejemplo la película ‘Los isleros’ de Lucas Demare, es profundamente humano. Era una parte importante de la cultura familiar y un punto de partida para reflexiones morales en las conversaciones cotidianas con nosotros, los niños. El cine argentino también era magnífico y tenía un nivel muy alto”.