La dolce vita, la obra que consolidó la reputación de Fellini como director y marcó el inicio de la carrera internacional de Marcello Mastroianni y Anouk Aimée, se alzó con la Palma de Oro en el Festival de Cine de Cannes en 1960.
El papa Francisco escribe en su autobiografía: «Sé que estas películas, sobre todo La dolce vita, fueron objeto de duras críticas en su momento, incluso por parte de la Iglesia. Sin embargo, cada época tiene sus propias formas de intolerancia, que a veces se quedan sin palabras ante una mujer extravagante que se baña en la Fontana di Trevi».
Esta alusión se refiere a la célebre escena en la que la actriz sueca Sylvia (Anita Ekberg) seduce al reportero sensacionalista Marcello Rubini (Marcello Mastroianni) al agua, un juego erótico que se ve interrumpido por la torpeza de Marcello.
Durante casi tres horas, Fellini traza un fresco de la alta sociedad romana: un mosaico de fiestas, escándalos y desmoronamiento moral. Lo que parece «dulce» se ha corrompido hace tiempo. La cámara de Otello Martelli ilumina la Roma mundana con contrastes marcados: un mundo alegre y ligero, pero también sombrío e inquietante, que brilla y se marchita al mismo tiempo.
En el centro de la narrativa se encuentra el mencionado Marcello Rubini, reportero de cotilleos y mediador entre distintas esferas sociales. Aunque se codea con la élite, nunca ha pertenecido realmente a ella. Con cada coqueteo y cada copa de champán pierde un pedazo de su alma, hasta que al final sólo queda el silencio.
A primera vista, la estructura episódica de la película parece errática, como titulares inconexos: el episodio con la diva del cine y su baño en la Fontana di Trevi es sólo un breve fragmento de La dolce vita. Sin embargo, ahí radica precisamente la fuerza narrativa de Fellini: la repetición revela el vacío de los personajes —actrices, intelectuales, aristócratas, bohemios—. El exceso se convierte en rutina, el deseo en hábito, el éxtasis en ritual.
«Y, sin embargo, hay sustancia, una sustancia fuerte que llega a lo más profundo, algo típico del arte auténtico», señala el difunto Papa. Marcello escribe artículos de cotilleo, pero sueña con ser escritor. Se debate entre el entretenimiento y el arte, un dilema que también inquieta a Woody Allen en diversas ocasiones.
El amargo mensaje de la película radica en que la diferencia entre una vida dulce y una vida dura es que, en esta última, aún no hemos perdido la esperanza de ser felices.
Fellini observa con atención, sin juzgar. El término «paparazzo» proviene de su película, lo que demuestra su influencia en la cultura contemporánea. La crítica a los medios de comunicación, condensada en una aparición mariana filmada, parece profética. Mientras el cine aún reina, la televisión irrumpe en la acción, más sensacionalista y superficial.
A pesar de todo, La dolce vita no es un simple ajuste de cuentas. Las imágenes deslumbran, la música de Nino Rota resulta sugestiva y la interpretación de los actores es elegante. La película idealiza aquello que critica. El mundo decadente que desenmascara atrae tanto al espectador como a Marcello.
Quizás lo trágico es que Marcello refleja toda una época: moderna, móvil y moralmente indecisa. Su última escena, con una sonrisa impotente en la playa mientras no entiende a una joven, lo dice todo. Las palabras se pierden en el ruido del mar, símbolo de un mundo que ha perdido su sentido.
El papa Francisco cita a Pier Paolo Pasolini, quien dice de la película que se atreve a explorar la relación entre el pecado y la inocencia, «y eso, a su vez, está íntimamente ligado a un gran y absoluto producto del catolicismo contemporáneo». El padre jesuita Nazareno Taddei habla de una «gran espiritualidad cristiana». Francisco añade: «Otro jesuita, el padre Virgilio Fantuzzi, amigo del director, escribió: “Toda la obra de este director está inspirada en el aliento misterioso de un Dios oculto”. En cierto modo, los tres tienen razón. Estas películas son, como todo en la vida, tesoros de los que debemos nutrirnos. Se trata de una pedagogía para nuestro tiempo».
La película de Fellini termina donde comenzó: con un hombre que vuela, pero no sabe adónde. La secuencia inicial, con la estatua de Cristo suspendida de un helicóptero sobre Roma, es a la vez grotesca y profunda. Es el evangelio de la modernidad, fragmentado en destellos de luz y mentiras. El espectador queda deslumbrado, sin saber si rezar o reír.