A FONDO
[Sergi Grau. Colaborador de Cinemanet]
EL SIGLO XX A TRAVÉS DEL CINE
10. FEDERICO FELLINI
Película: La Dolce Vita
Temática: La sociedad del ‘miracolo’ económico
«Esto no es amor. Es brutalidad”
Marcello Rubini
Al término de la Segunda Guerra Mundial, de una sociedad condicionada por la miseria y de unos cineastas ávidos por reaccionar contra los años de contriciones del Fascio emergió un movimiento, una forma de aprehender la vida mediante el cinematógrafo que causó auténtico furor en toda Europa, y que de hecho alentó lo que parecía impensable: una fórmula a partir de la cual las pequeñas cinematografías (como lo era la italiana entonces) pudieran plantarle cara a la todopoderosa industria dominante, la de Hollywood. Hablo, por supuesto, del neorrealismo, que tuvo como principales estandartes a Roberto Rossellini (Roma, ciudad abierta (1945), Paisà (1946), Alemania, año cero (1948)), a Vittorio de Sica (Ladrón de bicicletas (1948), Umberto D (1951)) y a Luchino Visconti (La terra trema (1947), Bellísima (1951)), y que se caracterizó por una escenografía que buscaba el verismo documental –actores y escenarios naturales, iluminación naturalista, etc- a efectos de plasmar radiografías de corte social y contextual despojadas de todo efectismo.
El cineasta que nos ocupa, Federico Fellini (1920-1993), forma parte de una generación inmediatamente posterior, y en los anales del cine viene emparentado con nombres como el de Michelangelo Antonioni: ambos abrieron sendas a la modernidad. Pero en la filmografía de Fellini –que se forjó como guionista de alguna de las obras de Rossellini, caso de las citadas Roma, ciudad abierta y Paisà, y de Francisco, juglar de Dios (1950)- se hace bien patente esa herencia artística, y en su primera franja filmográfica títulos como Los inútiles (1953), La Strada (1954) o Las noches de Cabiria (1957) nos invitan a comprobar cómo es desde las señas del neorrealismo que emergerá la tan idiosincrásica y genuina personalidad del cineasta.
De hecho incluso en esta su séptima película, La Dolce Vita (1960), cabe identificar elementos neorrealistas, principalmente el sesgo sociológico que atraviesa el relato, ese pulso que el filme le toma a la Roma contemporánea y a buena parte de los representantes de su estratificación social. Sin embargo, no es menos cierto que esa palpitación temática está integrada en una lectura dramática muy específica (la exploración emocional-existencial de su protagonista), amén de subjetivizada por pistas ora hiperbólicas, ora líricas, ora expresionistas, que son las que en definitiva desentrañan la maraña creativa de Fellini. La Dolce Vita plantea, sin miramientos, la decadencia de una sociedad apenas reconstruida; nos habla de depravaciones morales y de oquedades intelectuales como pautas aceptadas de comportamiento y como consignas de distinción, todo ello sin necesidad de referenciar los horrores del pasado o recurrir a la denuncia social de corte convencional. Erige, con pasmosa clarividencia, el concepto de la ciudad contemporánea como laberinto para el alma y como monstruo devorador, concepto que dará en convertirse en uno de los grandes temas del Cine y del Arte. Por eso, entre muchas otras razones, decimos que Fellini fue, mucho más allá de un adalid de la modernidad, un auténtico visionario.
El protagonista de la función, Marcello (Mastroiani, inmenso), es un escritor reciclado a periodista para una publicación de corte rosa-amarillista. Su itinerario, desnortado, por los lugares, luces y sombras de la ciudad raíla el itinerario cinematográfico que Fellini nos propone. Y aunque el filme, dividido en diversos pasajes diferenciados, parece al principio que utiliza a Marcello como mera excusa para ir visitando lugares, gentes y situaciones, y aunque Fellini convierta cada uno de esos lugares, gentes y situaciones en carismáticos (sea por su belleza, por su febrilidad, por su excentricidad o tono grotesco, por la cualidad acerada o cínica del retrato, por los intensos matices en el aparato descriptivo, o incluso, en ocasiones, por ese algo etéreo, irreal, que lo sostiene), lento pero seguro vamos intimando con Marcello, y descubrimos que lo que La Dolce Vita perfila en esencia, y con la misma hondura intelectual que ilimitado campo para la sugerencia, es el modo en que esos lugares, esas gentes, esas situaciones, esa rutina van haciendo mella en el ánimo y existencia del protagonista, moldeando su carácter más de la cuenta, sugestionando sus sentidos y definiendo sus actos.
Conociendo a Marcello a través de su novia y sus amantes de ocasión, de su amigo Steiner, de su padre, e incluso de su inseparable Paparazzo, podemos decir que es un escritor frustrado, un neurótico impenitente, un hombre que ha perdido sus raíces, un amante indeciso, un tipo débil; pero también una víctima de su propia sensibilidad, un hombre cuya inspiración ha sido cercenada. Y ahí llegamos al ensueño que canaliza en buena medida las descripciones anímicas: con ellas, Fellini alcanza su tesis, desolada precisamente por el previo enunciado de ese ensueño, que tras el insoportable tránsito convierte la capacidad de fascinación en una fría piedra. Bastan pocos segundos en cada uno de esos pasajes que componen la narración, cortos planos que muestran a Marcello moverse más allá de la inercia enajenada de su entorno, inquiriéndose, lamentándose, trascendiendo de lugar y pensamiento. A Fellini le bastan esos instantes, pocos, para erigir la clase de distancia que existe entre el espectador y el espectáculo, la portentosa carga de melancolía que impregna toda la película.
La mirada felliniana está poblada de un sinfín de aristas mitológicas. Sin embargo, se trata de una clase enfermiza de mitología. De la misma y maligna jaez que esa aristocracia patética y sus juegos de equívocos sofisticados y despreciables. De calaña parangonable a la de esa presunta clase bohemia enquistada en la nadería, la desconsideración al prójimo y la perversión. Una mitología de lo corrupto, poblada por tantas mujeres inalcanzables e insensatas, incomprendidas o incomprensibles, neurasténicas, bufonas, toscas o parias. Una mitología materializada por focos y clichés fotográficos depredadores, que enaltecen cualquier farsa, cualquier mascarada, cualquier sufrimiento humano. Una mitología que aborta la posibilidad de redención, la belleza. Una belleza que se confunde con una quimera en la fontana di trevi, pero que habita muy lejos de allí. Quizá cerca de la triste lucidez de un espectáculo crepuscular en el que un payaso invita a los globos a seguir su abatida tonadilla. Quizá sólo al alcance de la inocencia, ésa que Marcello puede contemplar en la secuencia en la terraza del restaurante, pero a la que al final, tranquila y trágicamente, renuncia.
Si decimos que Federico Fellini fue un genio no nos referimos a sus personalísimas inquietudes creativas, sino al hecho de que fuera capaz de darles cauce de un modo tan deslumbrante. A que su visión, de texturas infinitas, se convirtió en imágenes, su fuerza y lírica prestas a sugestionar a los espectadores, de entonces como de ahora.