[Por José María Sánchez Galera – Colaborador de CinemaNet]
Kubrick describe al hombre arrojado a una pasión malsana, sucia, acomplejada, cobarde, temerosa, en la que el morbo y el placer no pueden separarse del escrúpulo pero tampoco del desprecio y la mentira.
Tras la implantación del color en el cine, hubo un reguero de películas que siguieron rodándose en blanco y negro por motivos muy diversos y a veces no del todo esclarecidos. En bastantes casos, la persistencia del blanco y negro permitió a algunas películas experimentar con nuevos tipos de trama o temas, como es el caso de Psicosis (Psycho, 1960) o de Lolita (1962). Estas dos películas, como otras del estilo, muestran unos conflictos personales que rompen con los esquemas de nobleza y épica propios de grandes producciones como los westerns de John Ford.
Lolita es una de las obras más características e interesantes de Kubrick. Basada en la espeluznante novela de Vladimir Nabokov -que algo guarda en común con «La muerte en Venecia» de Thomas Mann-, esta película describe los turbios recorridos emocionales de cuatro personajes: el profesor Humbert (James Mason), la ninfa Lolita (Sue Lyon), su madre Charlotte (Shelley Winters) y el inquietante y camaleónico Clare Quilty (Peter Sellers). Quien pretenda encontrar alguna referencia de orden, criterio moral o estabilidad en esta historia fracasará. Incluso el final persiste en plantear una desazón ambigua tan tierna como apática hacia las relaciones de pareja o familia. En realidad, Kubrick describe al hombre arrojado a una pasión malsana, sucia, acomplejada, cobarde, temerosa, en la que el morbo y el placer no pueden separarse del escrúpulo -o más bien la falta de agallas-, pero tampoco del desprecio y la mentira.
La película combina momentos toscos y burdos con constantes elipsis inteligentes que añaden más incertidumbre a la trama. Pero esa tosquedad, aminorada por el blanco y negro y una banda musical desencajada, ayudan al espectador a sentirse en la piel de Humbert. No nos engañemos: el desafío de Kubrick es hacer que nos planteemos que cualquiera podemos ser ese personaje egocéntrico de Humbert. Que nadie se escapa de caer en un enamoramiento romo, de turbación torpe, y sacar de sí un pederasta celoso y fetichista. Se trata de una propuesta arriesgada, que bordea la moral más básica hasta situarnos en la indiferencia. En otras películas, Kubrick seguirá con la misma idea, y por término general prescindirá de dar una salida al atolladero.
La presencia de Sellers da un aire más abigarrado a Lolita, tanto por su inherente comicidad incómoda, como por su interpretación recargada. Igual que poco después hará en otra película de Kubrick («Teléfono rojo…»), Sellers se disfraza de varios personajes, a fin de ahondar la perturbación mental de Humbert. Por su parte, James Mason realiza un trabajo soberbio, pues gracias a su apariencia mediocre, impregna al personaje de una personalidad débil y una mirada deshonesta y timorata. La jovencita provocativa que da título a la obra se mueve, sin parar, en ese terreno donde la niña y la mujer se confunden. Juega y seduce. Masca chicle y toma el sol en biquini. Bebe refrescos con pajita, y pide besos a chicos de su edad y a su padrastro cuarentón. Con todo, se epiloga a sí misma de forma convincente y demuestra que lleva su timón con más seguridad que Humbert.