El séptimo arte despide a una de sus máximas figuras, un batallador infatigable caracterizado por un talento desbordante que rezumaba cine por todos los poros de su piel. La última gran estrella del Hollywood clásico apaga su luz terrenal para conformarse con el brillo de la eternidad.
En diciembre de 2016 todos los medios celebraron el centenario de este irrepetible intérprete para quien la mítica cifra no sería sino una meta más que superar, como hizo con casi todo en su vida, con aplomo, holgura y sin atisbo de discusión. Poco se destacó, en cambio y entre otras apariciones posteriores, su presencia en la ceremonia de los Globos de Oro en enero de 2018, tan ocupada estaba la industria en quitarse la careta, o mejor dicho, cambiarla por la de la hipocresía en riguroso negro. Hoy el luto es real. El tiempo ha precipitado el último grano de abondosa arena de un enorme reloj con las cicatrices de la osadía y la experiencia, poniendo punto y final a la última estrella masculina de aquel Hollywood.
El pequeño Issur Danielovitch Demsky vino al mundo el 9 de diciembre de 1916 en Amsterdam, un suburbio neoyorquino poblado por inmigrantes. Sus padres procedían de Rusia: papá Herschel, un hombre colérico y laboralmente inconstante que abandonó a la familia cuando la futura estrella contaba 5 años, y mamá Bryna, una tenaz luchadora de quien el único varón de sus siete vástagos heredó tales cualidades. La familia Demsky hubo de pasar muchas calamidades durante aquellos primeros años. Desde muy pequeño, Issur mostró interés por la literatura y no tardó en tomar parte en representaciones escolares. Más adelante, esa afición lo llevó a formarse como intérprete, gracias a la beca universitaria creada ex profeso para él, a la vista de unas aptitudes inversamente proporcionales a sus posibilidades económicas. Entretanto, compaginaba su sueño con empleos como jardinero, conserje o camarero que le permitieran costeárselo y sobrevivir.
Faltaban unos años hasta dar el salto al cine, pero entre las giras veraniegas y el asentamiento en Broadway se fue haciendo un nombre, ya bajo la identidad definitiva de Kirk Douglas. El estallido de la II Guerra Mundial interrumpió ese progreso: fue llamado a filas, ingresó en la Marina, fue herido y finalmente desmovilizado en 1944. El año anterior había contraído matrimonio con su compañera actriz Diana Dill.
En 1946 rodaría su primera película, al lado nada menos que de Barbara Stanwyck y Van Heflin: “El extraño amor de Martha Ivers”. Un año después, Jacques Tourneur lo dirigió al lado de otro joven que despuntaba, Robert Mitchum, en “Retorno al pasado”, dando lugar a una de las mejores muestras de cine negro favorecida por la actuación de estos dos colosos.
Campeón invicto de lucha en los días de universidad, sacó partido de un físico consonante con una naturaleza de por sí fuerte y privilegiada. El cine lo aprovechó en papeles como el del boxeador de “El ídolo de barro” (1949), que supuso su consagración y la primera de sus tres candidaturas al Oscar. La imagen de hombre vapuleado –ya fuera en sentido literal o figurado– y cierta tendencia al masoquismo apuntalaban desde estos primeros años una imagen a la que permanecería ligado a lo largo de toda su carrera.
Los derroteros no iban por la senda de los galanes románticos al uso, sino hacia una vertiente luchadora, torturada y con una furia latente –o no– sin igual en el panorama cinematográfico del momento. Así, con el policía de “Brigada 21” (William Wyler, 1951), el periodista sin escrúpulos de “El gran carnaval” (Billy Wilder, 1951) o el implacable productor de “Cautivos del mal” (Vincente Minnelli, 1952) ya era un valor en firme de la industria. A las órdenes de este último desarrolló de forma desgarrada, profunda e intensa el personaje de Vincent van Gogh en “El loco del pelo rojo” (1956), la vez que estuvo más cerca de hacerse con el Oscar como mejor actor, a la vista de la concurrencia. Aunque era el favorito de todos, incluido él mismo, al final fue Yul Brynner quien se hizo con la estatuilla por “El rey y yo”, un musical menor dirigido por Walter Lang. Tanto se metió Douglas en el papel que ni el paso de los años le permitía contemplar obras del genio holandés sin sentirse turbado, como si los hubiera pintado él. A este personaje siguieron muchos otros de imborrable recuerdo: Doc Holliday en “Duelo de titanes” (1957) –Wyatt Earp era Burt Lancaster–, el coronel Dax en “Senderos de gloria” (1957) –película que pasa por ser el puntal más conocido del cine bélico ‘de autor’, con su mensaje crítico hacia los códigos militares–, Einar en “Los vikingos” (1958) –una de las cumbres del cine de aventuras, cuyo lujoso reparto incluía a Tony Curtis, Janet Leigh y Ernest Borgnine– o el sheriff Matt Morgan en “El último tren de Gun Hill” (1959) –su pugna con Anthony Quinn por el cetro de la dureza y la fuerza integra la lista de los mejores dúos de todo el género del oeste–, entre otros muchos.
Uno que no puede faltar, por su significado histórico, épico, biográfico y relevancia cinematográfica, es el de “Espartaco” (1960), un empeño personal de Douglas al que dedicó varios años en la doble faceta de productor y protagonista. El relato del esclavo que puso en jaque al Imperio Romano mediante la sublevación ha tenido muchas lecturas, pero la artística está presente en todas y cada una de ellas. Anthony Mann primero y Stanley Kubrick después –en su segunda colaboración con Douglas, tras “Senderos de gloria”– ocuparon la silla del director siempre bajo la atenta vigilancia del productor y, aunque la relación entre ellos no fue buena, el resultado no puede definirse con dos términos distintos a “obra maestra”.
Queda de manifiesto que repasar su legado está muy cerca de significar un resumen muy completo de la mejor era del cine norteamericano. Si bien la recién estrenada década distaba de sus mejores tiempos, aún mantuvo cotas de éxito gracias a un puñado de películas en las que volvió a lucir el uniforme o el sombrero de ala ancha. En este tiempo se ubica la que él consideraba su película favorita, “Los valientes andan solos” (1962), una rareza minoritaria y muy personal en la línea de su carácter inconformista.
Desde 1970 y a excepción de esa pequeña joya en bruto que es “El día de los tramposos”, la producción cinematográfica de Douglas no cuenta apenas con título relevante alguno. Como muchos colegas que se resistían a desaparecer dejándose ver por películas de catástrofes, también se adaptó al género y a los tiempos con retazos olvidables del calibre de “Saturno 3” o “Victoria en Entebbe”, pero, a diferencia de algunos, en el Kirk de esos días no se vislumbra un deseo desesperado por aferrarse a una profesión en la que ya lo había dado todo.
Cuando estaba a punto de quedarse solo como representante de aquella hornada de veteranos, el cine pasó a ser un refugio cada vez más distante y casi anecdótico, un espacio donde parodiar su longevidad en títulos como “Diamantes” (2000), junto a su amiga Lauren Bacall, o “Cosas de familia” (2003), con otras dos generaciones Douglas representadas por su hijo Michael y su nieto Cameron.
La lista de directores que lo tuvieron a sus órdenes incluye nombres como Wyler, Mankiewicz, Walsh, Wilder, Minnelli, Hawks, Kubrick, Huston, Preminger, Kazan… No obstante, ninguna de aquellas titánicas interpretaciones le supuso alzarse con el Oscar después de tres nominaciones y tropecientas omisiones. En 1995, la Academia decidió otorgarle el Oscar Honorífico, paliando así una de las mayores injusticias que se recuerdan.
Su autobiografía “El hijo del trapero” ofrece la oportunidad de acercarse a la figura de este gran actor desde el punto de vista artístico y, sobre todo, humano: un hombre interesado por la cultura, políglota, con un gran empeño en el proceso empresarial, trabajador, filántropo, agradecido de sus éxitos sin olvidar sus orígenes y en continuo contacto con Issur, el niño que un día fue y un inevitable compañero de viaje a la hora de afrontar retos y digerir las consecuencias. Recomendable lectura para conocer vicisitudes de este judío errante –aunque vivió la religión a su manera, siempre tuvo muy presente su judaísmo– en primera persona.
Seductor incorregible, Kirk estuvo casado en dos ocasiones (con la actriz Diana Dill, madre de sus hijos Michael y Joel y con Anne Buydens, hoy su centenaria viuda, fiel compañera durante más de 60 años y madre de Peter y Eric) y mantuvo romances con buena parte de sus ‘partenaires’ y otras actrices. Pier Angeli fue una de las oficiales –y sonadas– relaciones de una lista tan larga como indiscreta –la publicación del citado libro de memorias le acarreó algún disgustillo conyugal–, que nunca tuvo reparos en airear.
Como siempre fue un símbolo de supervivencia, ni la prolongada vejez ha evitado la sorpresa por la noticia. Tan aferrado estaba a la vida que hasta sobrevivió a un accidente de helicóptero en 1991 y superó un ataque de apoplejía. Solamente el cronómetro ha vencido tan enorme vitalidad, esa fiereza incontenible, indomable, con talento a raudales y ha tardado nada menos que 103 años en hacerlo. Hasta para eso el pulso ha estado reñido. Un fugaz repaso por la memoria imagina muy plausible atribuirle cierta frase que como Ulises y en la película del mismo nombre pronunció ante Circe: “No creo que me desagradará demasiado cerrar los ojos en el momento justo.”. Y seguro con, sobre el hoyuelo, una sonrisa.