A FONDO
[Sergi Grau. Colaborador de CinemaNet]
EL SIGLO XX A TRAVÉS DEL CINE
2. STANLEY KUBRICK
Películas: Senderos de gloria.
Temática: La Primera Guerra Mundial.
“El patriotismo es el último refugio de los villanos”
Samuel Johnson
Visionario, independiente, reservado y perfeccionista. Cuatro epítetos que conjugan bien en una aproximación de entrada a la figura de Stanley Kubrick (1928-1999), sin duda uno de los genios más inclasificables del cine moderno. Podríamos añadir muchos más, entre los que me niego a incluir el de provocador, ello y a pesar de las polémicas que acompañaron el estreno de diversas de sus películas, de Lolita (1962) a Eyes Wide Shut (1999), pasando por supuesto por La Naranja Mecánica (1971). Experto jugador de ajedrez, amante del jazz y devoto del arte fotográfico, disciplina en la que inició sus pasos profesionales antes de saltar al cine, donde logró descollar en los años de la crisis del denominado periodo clásico del cine norteamericano; una vez alcanzada una posición de cierto poder en el seno de la industria, que le aseguraba el control creativo absoluto de sus obras, se entregó a la constante, podríamos tildar de obsesiva, búsqueda del perfeccionismo técnico y formal a través de proyectos siempre ambiciosos, a menudo controvertidos, a los que se entregaba en cuerpo y alma durante largos periodos de tiempo explorando fórmulas que pretendían reinventar una y otra vez los cánones narrativos y genéricos. Prueba de lo anterior es su corta filmografía (compuesta por trece títulos) y, más específicamente, la gestación cada vez más larga de sus últimos proyectos. Más de treinta años transcurren desde el estreno de la inolvidable 2001: una odisea en el espacio (1968) a su canto de cisne filmográfico con Eyes Wide Shut; y en este tiempo apenas filma otras cuatro obras: la también citada La Naranja Mecánica, Barry Lindon (1975), El Resplandor (1981) y La Chaqueta Metálica (1989). Kubrick abandona esta mundo, según algunas voces, exhausto tras la realización de su último filme, dejando frustrados muchos otros propósitos creativos, como la adaptación del relato de Brian Aldiss Inteligencia Artificial (que finalmente asumiría Steven Spielberg en 2001, dedicándosela a su colega desaparecido) o el tantas veces acariciado y nunca concretado proyecto sobre la figura de Napoleón Bonaparte.
Kubrick realiza Senderos de gloria, el filme que nos ocupa, en 1957, aún en los inicios de su fulgurante carrera, dos años después de estrenar Atraco Perfecto y tres antes de que su intervención sobrevenida en Espartaco le abriera las puertas y el favor de los grandes estudios. Co-firma el guión junto con Calder Willingham y Jim Thompson, según una novela homónima de Humphrey Cobb. En el prólogo del filme, una voz en off pone al espectador en situación. Nos hallamos en Francia, en 1916. La Primera Guerra Mundial es la “guerra de trincheras”, lo que equivale a decir algo que esa voz over concreta con rotundez: “en dos años, las posiciones habían avanzado sólo unos cientos de metros, y ello al coste de cientos de miles de vidas humanas”. Paths of Glory no es un filme que dedique su atención a las complejísimas –nunca despejadas del todo- cuestiones políticas que dieron lugar al primer gran conflicto bélico del siglo pasado. La película se centra en cambio en desmenuzar ese concepto, el de “guerra de trincheras”, para hacerlo asible al espectador, para ilustrar la desquiciada ruina para el soldado raso de una estrategia militar en la que el hombre es, por ende, un señuelo.
Las primeras imágenes del filme nos transportan a un majestuoso castillo gascón, donde reside un General que alardea ante un oficial de rango inferior sobre sus opulentas condiciones de vida, exponiendo con poco soterrado cinismo que ha adaptado el lugar “a las necesidades del trabajo”. Pronto dejaremos atrás aquella exuberancia escénica, y pasaremos al subsuelo, a las trincheras, donde la exuberancia es de otra clase, se halla en la planificación y puesta en escena de Kubrick, en la sabiduría descriptiva, en el realismo sucio que las imágenes exudan. De las palabras a las imágenes, la “guerra de trincheras” es escenificada en la intensa, terrible y antológica secuencia del ataque frustrado a la colina, donde las deflagraciones van inundando los planos de humo, confundiendo la visión de tantos soldados cayendo o huyendo hacia adelante, mientras un redoble de tambores nos dispone a la tragedia. Posteriormente, regresaremos a la burocracia, a los altos estamentos y a una farsa de Consejo de Guerra, en la que tres soldados esperan a ser condenados por “cobardía”, despótico método decidido por el obtuso General para justificar su fracaso en aquella utópica campaña.
A aquellas alturas del metraje el espectador ya ha sido perfectamente instruido en los resortes de la jerarquía castrense, ya sabe que, allende la aniquilación masiva inherente a la lucha de trincheras, el soldado raso –el que muere en esas trincheras- es un peón inmovilizado en la nadería más absoluta, expuesto de un modo repugnante a los designios de sus superiores, por disparatados o pérfidos que éstos sean. Esto es, Senderos de Gloria ya no se conforma con ser una ardiente soflama contra la guerra, sino que establece una vía paralela, la guerra contra propios, la injusticia contra el más débil, la impía relación que el sistema militar establece para con los estamentos más bajos del escalafón. Retengamos por ejemplo el montaje encadenado que alterna una reunión de altos mandos en uno de sus palacios con las últimas horas de miedos y sombras de los tres soldados que esperan ser ajusticiados. Posteriormente –y a la contra de las convenciones-, los tres soldados son en efecto fusilados, y la cámara, sabiamente, sigue aquel asesinato legal con la misma fría solemnidad con la que es observada por la propia milicia y quienes asisten como observadores.
Que en el conflicto dramático central los verdugos y las víctimas vistan el uniforme del mismo bando funciona de forma autónoma (la crítica a la impunidad), pero extiende su denuncia más allá de esos términos, hacia lo filosófico, según tesis por supuesto humanistas, pues que la violencia que cada bando ejerce contra el otro llegue a contaminar el seno propio no deja de ser una radical reducción al absurdo de los planteamientos esenciales de los conflictos armados, donde el que debiera ser el más preciado de los bienes, la vida humana, es despreciado por propios y extraños.
El epílogo de la función transcurre en una cantina. Una chica germana que ha sido capturada es obligada a cantar para los soldados. El jolgorio reinante se va tornando en tristeza, y aunque los soldados no comprenden lo que la letra en alemán significa, sí comprenden lo que de melancólico guarda la melodía, y empiezan a tararearla. Kubrick acerca la cámara a diversos primeros planos de soldados anónimos, a los que se ve llorar. Una hermosa elegía al sinsentido de la guerra en una secuencia que hermana a sus principales víctimas, los civiles, como la chica alemana, y la carnaza que perece en el fragor de las batallas, los soldados.