A FONDO
[Sergi Grau. Colaborador de Cinemanet]
EL SIGLO XX A TRAVÉS DEL CINE
6. ROMAN POLANSKI
Película: El Pianista
Temática: El Holocausto
«Los seres humanos producto de
la mezcla de razas son despreciables.»
Adolf Hitler
La biografía de pocos cineastas de los últimos tiempos revelan un bagaje tan accidentado, trágico y hasta escabroso como el que atañe al itinerante Roman Polanski (1933-). Tenga que ver con lo anterior o no, pocos cineastas en activo son tan geniales como él. Creo, en cualquier caso, que no es este el momento ni el lugar idóneos para extenderse en el modo en que ese cúmulo de circunstancias desgraciadas ha influido en las obras del autor de La semilla del diablo (1968), Chinatown (1974) o Tess (1979). Aunque si nos ponemos a hablar de El Pianista, la película que narra los terribles periplos del pianista judío Wladyslaw Szpilman, quien sufrió en sus carnes, en las de su familia y en las de su pueblo la ignominiosa gestión que el ejército nazi llevó a cabo de la cuestión judía (lo que hoy conocemos como el Holocausto), es imposible no sacar a colación algunos datos biográficos de la primera infancia del realizador de origen polaco. Polanski conoció asímismo la barbarie de tan infame episodio de la Historia del Siglo XX, pues –según datos autobiográficos– sus progenitores estuvieron recluidos en campos de concentración, su madre pereció en las cámaras de gas en Autschwitz y él subsistió penosamente siendo sólo un niño, primero solo en el guetto de Cracovia y después, cuando escapó de él, siendo auxiliado por una familia de campesinos. Que semejantes y escalofriantes vivencias de su más tierna edad influyeron en su decisión de emprender el proyecto que daría por materializarse en esta película es una obviedad (1), así que el interés reside en el cuestionamiento del cómo, de qué modo se proyecta esa retrospectiva de sentimientos en imágenes, cuál es la particular articulación, interpretación, que el cineasta, a esas alturas de su carrera y a sesenta años de distancia, nos propone de tan lóbrego (y por otra parte muy visitado por el cine) episodio histórico.
Polanski articula esta doliente biografía del pianista polaco (concretada en los años que se corresponden con la Segunda Guerra Mundial) a partir de una cronología de acontecimientos narrados de forma escueta y con ánimo de rigor descriptivo, bajo cuya fachada de umbrío naturalismo emergen, se van desgajando, esos sentimientos y reflexiones, algunos ocultos, que dan lugar a la sobrecogedora experiencia cinematográfica en la que en definitiva El Pianista se erige. Sentimientos y reflexiones que se van cociendo en la primera mitad del metraje para concretarse en el segundo. Esa primera mitad del filme, presentación de personajes, contexto y hechos detentados por la Historia, se inicia con los ecos, primero, y estrépitos, después, de las primeras bombas que caen sobre Varsovia, la avanzadilla aérea a la ocupación nazi de la capital polaca, unas bombas que interrumpen la música que Szpilman está interpretando al piano en una emisora de radio local. Esa presentación se alargará hasta que, tres largos y penosos años después, el personaje encarnado por Adrien Brody se salve in extremis de ser introducido en uno de los tantos trenes que los alemanes fletaron con destino a los campos de concentración y exterminio, quedándose solo en Varsovia, pues el resto de su familia, padres y hermanos, sí que son ingresados en el tren. El abanico de circunstancias que ha lugar desde ese inicio a ese desenlace corresponde a la crónica del modo en que el pueblo judío sufrió los crecientes estragos, vejaciones y violencia indiscriminada del ejército invasor; se trata de una crónica muy ágil, y, como decía, con cierta pátina de seco realismo en su elucubración visual.
Polanski no precisa subrayados dramáticos, le basta con ir acumulando diversos conceptos de correspondencia con hechos y sentimientos: la indefensión (la secuencia en la que, antes de que ningún mal se haya concretado, la familia Szpilman escucha por radio que Francia e Inglaterra han declarado la guerra a Alemania, lo que les lleva a brindar por su suerte, secuencia de la que por corte pasamos a otra, panorámica que muestra el avance de un surtido regimiento del ejército nazi por una avenida de la ciudad); la instalación de la crueldad en la rutina (el militar que abofetea gratuitamente al padre de Vladek, arrojándole al suelo); la humillación que da lugar a lo patético (el asimétrico baile de ancianos y tullidos que improvisan dos soldados con los civiles judíos que esperan atravesar la vía del tranvía enclavada en medio del guetto); la desesperación (la mujer que pregunta repetidamente por su marido; el mendigo que trata de robarle a otro su bol de arroz, y que termina ingiriéndolo directamente del suelo, donde se ha derramado); el automatismo en el ejercicio de la violencia gratuita (el anciano que es arrojado desde el balcón de su casa porque no puede levantarse de su silla); la barbarie (los cadáveres como parte ya cotidiana del paisaje callejero). Como anclaje narrativo tenemos las secuencias familiares, los avatares que se verbalizan en esa intimidad entre padres e hijos, secuencias que van apuntalando esa crónica del descalabramiento de tantas cosas, entre ellas el sostén económico, la dignidad, la fe, la razón, y, finalmente (tras esa última secuencia que comparten juntos, en la que se reparten buenamente un caramelo en diversos, diminutos y equivalentes trozos), toda esperanza.
Cuando Vladek se queda solo, empieza para él otra vida, mucho peor, por supuesto, en la que sólo queda tratar de adaptarse al medio hostil y pugnar por la supervivencia. Vladek, trabajando para los nazis, de peón en una obra, cobra conciencia de la necesidad de reacción, o al menos acción, que exigirá ese afán de conservar la propia vida. Y cuando alcanzamos los angustiosos capítulos que discurren en el interior de dos pisos francos, El Pianista traslada la narración al territorio de la crónica sobre la abrasiva soledad, por mucho que de forma intermitente el personaje mantenga un contacto con el exterior (a través de lo que visualiza por la ventana; una ventana que asimismo es una barrera). Pero significativamente será entonces cuando la música, muda para él durante tanto tiempo, regresará al relato. Desde el momento en el que en el segundo piso franco halla un piano y le vemos mover los dedos sobre él, escuchando la música mentalmente (pues no puede tocarlo, ya que le oirían los vecinos, y podrían dar la alarma), y después haciendo lo propio, moviendo manos y dedos sobre la nada, pasando el tiempo en el hospital de campaña en el que se recluye tras la destrucción del edificio en el que se hallaba.
La pregunta que subyace entonces tiene que ver con la naturaleza de ese preciado bien, la música, que Vladek atesora y aún lleva consigo. La música, su sublime significante en el relato, no busca su sentido en el recuerdo o la nostalgia de los viejos y buenos tiempos. La música, descubrimos, no es un equipaje del pasado, pues es bien capaz de desalojarse del tiempo, de la miserable aventura de una existencia humana, pues la trasciende con mucho, y en su belleza y fuerza inconmensurables cabe hallar, incluso en las situaciones más adversas, eso que llamamos inspiración. Por ello, cuando la película ya encauza su clímax (el final de la guerra, la liberación de Varsovia), y a través de la anécdota del encuentro con el oficial alemán melómano, el filme alcanza una formidable cadencia de emoción a través de ese potente aparato narrativo, espiritual, que se despliega y expande merced de la pericia virtuosa de Szpilman con el piano. Cuando, a requerimiento del soldado alemán, se sienta a tocar de nuevo, tanto tiempo después, el piano (secuencia que Polanski alargará para dar cabida a la completa interpretación que efectúa el pianista de una nocturna de Chopin), se está nada menos que anticipando la redención del personaje, la normalización de su vida. Polanski nos habla de la música (o, por extensión, de la cultura) como bandera a enarbolar por encima de tantas cuitas y anatemas de la existencia de los hombres.
NOTA:
(1) Steven Spielberg pensó en el director y le ofreció en su día la realización del filme que acabaría asumiendo él mismo La Lista de Schindler. Polanski, entonces, declinó la oferta manifestando “no estar preparado” para abordar una obra de semejante temática.