El cortometraje «Canción de lluvia» es un trabajo escolar, solo que hecho con tanto mimo, amor a la belleza y sensibilidad que ha sido objeto de atención internacional.
[Marcelo López Cambronero. Colaborador de CinemaNet]
(Artículo publicado originalmente en Aleteia)
A veces nuestras vidas son como ciudades inhóspitas y grises que se destiñen bajo la lluvia. Vagamos solos y empapados, tal vez buscando los cristales rotos de nuestros sueños, aunque sepamos que no vamos a conseguir reconstruirlos y que servirán nada más que para tener nostalgia de lo que no pudo ser. Los cogemos, los miramos y nos echamos a llorar porque somos nosotros los que nos hemos quebrado por dentro. ¿Será posible reconstruir nuestra alma algún día? Tal vez no sea posible.
No somos capaces de provocar que salga el Sol en nuestro horizonte, que broten árboles y junto a ellos esas flores coloridas que aparecen en los dibujos de los niños. Los niños mantienen siempre una esperanza sencilla, fascinante y verdadera. Los adultos la perdimos en algún momento –no sabemos cuándo ni dónde aconteció tal desgracia– y por eso nos sentimos viejos. ¡La echamos tanto de menos!
“Canción de lluvia” es un precioso cortometraje realizado por la joven estudiante de Arte y Cinematografía Yawen Zheng, de origen chino y residente en Los Ángeles, en 2012. Sorprende saber que es un trabajo escolar, solo que hecho con tanto mimo, amor a la belleza y sensibilidad que ha sido objeto de atención internacional y ha recibido numerosos premios, reconocimientos y, desde luego, la aclamación del público.
Es una pequeña obra de arte, delicada y conmovedora, que con una simbología que cualquier cristiano reconoce de inmediato nos presenta el corazón del hombre y su sentido religioso. Nos habla de nuestras angustias, dudas, problemas y de cómo la gracia llega a nuestro pequeño universo transformándolo inesperadamente y dándole un sentido que permite descubrir el valor de la vida y del Bien que nos acompaña hacia el destino.
El argumento puede parecernos escueto. Un chiquillo vaga entre unas calles solitarias sorteando regatos que los chaparrones forman sobre el asfalto. El agua busca sin fortuna un trozo de tierra que la acoja, que la quiera, que desee ser fecundada por la vida que lleva dentro. La lluvia, un antiguo símbolo de la gracia, se pierde entre las tuberías sin que nadie le preste atención ni la entienda.
En un rinconcito hay un zorro que intenta apresar todo el agua posible dentro de una pequeña bolsa de plástico, en la que apenas va penetrando un poco de líquido gota a gota. El niño se asombra ante la actitud del zorro y decide ayudarle. Sin embargo, creen que no tienen ningún recipiente que les sirva, ni pueden hacerse con uno, hasta que se dan cuenta de que sí lo tienen, de que camina con ellos.
No les contaré más para que puedan sorprenderse con esta preciosa historia y, también, porque cada vez que la miro descubro nuevos matices, detalles que antes descuidé y que me doy cuenta de que son decisivos. La paloma blanca que acompaña en todo momento a los dos protagonistas, la relación entre el paraíso soñado y nuestro frágil universo, la misericordia que es la puerta por donde penetra un amor inesperado…
Nuestra única esperanza es un imprevisto que lo cambie todo, incluso aunque la circunstancia concretas aparentemente permanezcan igual. Un imprevisto que haga nuevas todas las cosas: