Con el reciente estreno de It y La torre oscura, el nombre de Stephen King vuelve a estar en boca del público cinéfilo, y no es para menos: el de Maine es seguramente el escritor vivo que más veces se ha adaptado al cine. Hay obras maestras y auténticos despropósitos, pero lo cierto es que en el imaginario colectivo se ha instalado una idea de que, si una película está basada en un libro de King, incluirá algún tipo de monstruo paranormal, terror alienígena o psicopatía severa.
Lo que no es tan evidente es que la que posiblemente sea la cinta que mejor captura el espíritu de la literatura de este autor no contiene una sola criatura terrorífica, ningún susto y ningún horror del espacio exterior: hablo de Stand by me, un relato sencillo de aventuras sobre cuatro niños en busca de un chaval desaparecido. El film, adaptación de la novelita El cuerpo, resulta sorprendentemente tierno y nos regala algunas reflexiones sobre el proceso de maduración en la adolescencia y la búsqueda de la propia vocación.
Antes de entrar al trapo con el análisis, conviene un breve repaso. Stand by me –traducida en castellano como Cuenta conmigo– está dirigida por Rob Reiner y se estrenó en 1986. Sigue a cuatro amigos del pueblo de Castle Rock –Gordie, Chris, Vern y Teddy- durante un fin de semana en el que deciden lanzarse al bosque en busca de un cadáver, el del desaparecido Ray Brower: un viaje exterior e interior en el que se dejarán atrás la niñez y entrarán en las aguas de la adultez, menos claras, pero más interesantes.
Stand by me aborda muchos temas: la paternidad, la amistad, el bullying… pero en este análisis quiero centrarme en un aspecto en concreto: cómo Reiner –y King- plantean la búsqueda de la vocación y la huida del determinismo. Son dos caras de la misma moneda, y encuentran su máxima expresión en la relación que se establece entre los dos protagonistas: Gordie y Chris. Dos personajes muy diferentes que, sin embargo, se complementan el uno al otro.
Gordie –interpretado por Will Wheaton– es un chico delgado y callado, que sufre por la reciente muerte de su hermano mayor en un accidente de coche. El vacío que dejó aún se deja sentir en su casa, en la que el difunto era el hijo favorito. “Para mis padres soy el chico invisible”, dice Gordie en un momento de la cinta. La presión inconsciente que su padre ejerce sobre él lleva al chico a pensar que tendría que haber sido él el fallecido, que él y no su hermano merecía morir.
Sin embargo, Gordie tiene un don: contar historias. De hecho, el niño ejerce en la historia original –con muchos elementos autobiográficos- de alter ego del autor, Stephen King. Gordie destaca por su habilidad para tejer relatos que fascinan a sus amigos, pero su padre –cegado por la sombra que a sus ojos ejerce su difunto hijo mayor- es incapaz de verlo. Fruto de esta incapacidad del padre para reconocer –o directamente conocer- el talento de su hijo, este no logra considerarlo su vocación.
Aquí es donde entra en juego Chris, el líder de la pandilla. Encarnado por el malogrado River Phoenix, el joven ejerce para Gordie de figura paterna. Es su mirada, confiada y segura, la que impulsa a Gordie a desarrollar su vocación. Esto se ve en ocasiones como cuando, alrededor del fuego, le insta a contar un cuento al resto de la pandilla. La buena influencia que Chris ejerce sobre Gordie –que, como nos muestra el final de la película, da frutos: el chico tímido acaba convertido en un escritor de éxito- nos permite pensar en la dinámica de la vocación, del sentido de la propia vida.
Esta no se da en el vacío, desde luego: Gordie tiene un talento evidente, un don –es decir, algo “dado”, algo que en cierto modo es previo a él-. Sin embargo, es libre para ponerlo en juego o esconderlo bajo tierra, y en esta libertad entra su amistad con Chris. El líder de la pandilla es capaz de ver en él algo que Gordie ha reprimido por la influencia de su padre: ve en su interior la potencialidad de algo grande, y le ayuda a sacarlo.
Lo más bonito de Stand by me es que este movimiento de ayuda va en las dos direcciones: Chris ayuda a Gordie, sí, pero también sucede en sentido inverso. El caso del niño interpretado por Phoenix es distinto, y pone sobre la mesa otro elemento: el determinismo social. El problema de Chris refleja el de Gordie en el sentido de que se sus valores se ven aplastados por su entorno familiar, pero el funcionamiento es distinto.
La familia de Chris es un grupo de delincuentes y perdedores, y debido a ello el resto del pueblo asume inmediatamente que Chris también lo será. O lo es: como le cuenta el chico a su amigo Gordie en una de las mejores escenas de la película, nadie confía en él por ser hijo y hermano de quién es. Junto al fuego, Chris explica cómo todo el mundo asumió inmediatamente que él había robado un dinero que desapareció del colegio, cuando en realidad él había intentado devolverlo a su profesora, quien lo utilizó para comprarse una falda.
La desconfianza del entorno y la visión única que el pueblo tiene sobre Chris son cargas pesadísimas que parecen imposibles de levantar. Una voz en off nos advierte durante la presentación del personaje de que el chico sabe que acabará mal, y que nunca saldrá de Castle Rock. Esas son sus creencias al inicio de la película, y se van mostrando durante las conversaciones que tiene con Gordie. Durante una de ellas, por ejemplo, explica cómo sabe que Gordie irá a la universidad pero que él se verá obligado a quedarse en el pueblo y terminar en la delincuencia.
Como un eco de la buena influencia que Chris ejerce sobre Gordie, vemos como el segundo no deja de repetirle al primero que será capaz de salir de allí si quiere. Y lo consigue: al final de la cinta se nos cuenta cómo ambos se matricularon juntos en la universidad y Chris perseveró hasta convertirse en abogado. Una meta que, sin la ayuda de su amigo, veía imposible, ahogada en un pozo de expectativas y miradas.
En definitiva, Stand by me nos muestra una vía de escape al determinismo social o emocional: la mirada amorosa de otro que te construye, de un amigo que ve en ti lo que otros no son capaces siquiera de atisbar. Ambos personajes maduran y son capaces de realizar su vocación gracias al apoyo del otro, entendiendo que no nos construimos en soledad. Ambos se reconocen frágiles y se dejan ayudar, llegando así más lejos que si hubieran querido caminar solos.