(Artículo cedido por su autor y publicado originalmente en su blog, Cartas en el olvido)
Ayer por la noche vimos El chef, una comedia fresca o, como la titula su mismo autor, “una comedia culinaria”. No es una obra de arte, pero a quienes nos basta un bocadillo de queso nos hace reír.
No pienso hacer ningún comentario técnico: se me escapan.
Sí me gustó la historieta: una comedia previsible, pero muy de nuestros tiempos. Jean Reno es un hombre divorciado con una hija que está a punto de defender su tesis doctoral sobre literatura comparada —entre los autores rusos y los franceses—. Michaël Youn, por su parte, encarna a un tipo pirrado por la cocina, incapaz de acabar algo si no es por derribo. Su personaje vive con una mujer con la que está a punto de tener una hija —da a luz en la película—, pero con la que no está casado. Como decía, muy de nuestros días, familiarmente hablando.
Yo diría que el tema de la película es muy interesante: el amor. Y aún más, si se me permite: el orden en los necesarios amores con consecuencias concretas. Así de condensado.
Hablo de amores porque no hay un solo tipo. De hecho, se tocan el amor a las personas —a los hijos y a la mujer— y el amor a la propia profesión, que no es cosa baladí. También sus relaciones: cuando una falla, el otro también. Lógico: somos uno, un sujeto de acción. Jacky —el ayudante del personaje de Jean Reno, el gran cocinero Alexandre— se lo recordará a sus amigos y al propio Reno: “desde que te divorciaste, tus salsas han perdido su creatividad”. No es tontería.
De las demás características, iremos hablando poco a poco.
Como todos los relatos, existe un momento culmen que enciende la traca final, que hace que la historia cambie, que coja velocidad. Ese momento, que va siendo preparado poco a poco, es una frase del chef Alexandre a su amigo y ayudante Jacky: “Tiene usted razón. Sin amor no somos nada”. Ahí la tenemos.
Y no sólo sin amor, sino sin orden en los amores. El pobrecillo Alexandre, que descansaba tranquilo en la cumbre de la cocina con sus tres estrellas, se encuentra vacío. Su hija, egoísta como el propio padre —ambos se dedican solo a sus problemas— se lo echa en cara: “sólo piensas en tu cocina y en tus restaurantes”. Tiene, como puede perfectamente llamársele, profesionalitis: un amor desmedido a la propia profesión que, en el fondo, es amor a sí mismo.
Su buen ayudante también tiene ese amor a la profesión, pero en él caben todavía los demás amores. Cuando Alexandre le pide que acepte ser su ayudante, este rehúsa el trabajo: quiere a su mujer, y eso implica cosas concretas. Su mujer, embarazada, no puede trabajar, por lo que él debe sacar las castañas del fuego. En este sentido, se ve cómo la familia pasa por encima de lo meramente personal: por ganar unos cuartos, uno se dedica a lo que haga falta, aunque no le apetezca. Amor ordenado, con consecuencias concretas.
También el chef Alexandre tiene el cambio de mejora que proporciona el amor. El día en que los críticos van a su restaurante coincide con la defensa de tesis de su hija. Y como “sin amor no somos nada”, no va al restaurante ese día, sino a ver a su hija, previa lectura nocturna de su tesis. Amor con consecuencias concretas de renuncia, y de decir que sí a otras cosas, también concretas. No a mi restaurante; sí a mi hija y su tesis.
Y ahora, el subidón final.
Por supuesto, el amor tiene muchas caras. La propia película se encarga de dar esa explicación. El amor a la profesión queda elevado y dignificado cuando el trabajo está hecho al servicio de los demás: por amor. En un momento dado, la mujer de Jacky, que acaba de tener una hija, anima a su pareja —todavía no es marido— a que siga adelante en la cocina:
–Es que estoy sin ideas.
–No puede ser: todo lo que has cocinado para mí estaba buenísimo.
–Porque te quiero.
Y aquí está la clave, porque la mujer le ordena:
–Pues cocina para mí.
Está enfrascado en el menú que logrará que no le quiten la tercera estrella, y no en su casa, cocinando un bistec. Pero sirve. Y su mujer lo sabe. Porque es una cuestión de querer, de amar.
El amor da otra manera de trabajar.
Santa Teresa de Jesús nos da la clave de vuelta final: “entended que, si es en la cocina, también entre los pucheros anda el Señor”. Se puede, y se debe, trabajar por amor. Y si es por Amor —por amor a Dios y, por Él, a los demás— el resultado final —supuesta la técnica— es muy elevado. Porque, como mínimo, se eleva el estado del sujeto que trabaja. El amor hace que las dificultades se superen con una sonrisa.
(Ahora veo que El chef me gustó más de lo que pensaba)