«Todavía se me encoge el corazón cuando vuelvo a pensar en nuestras extraviadas correrías por aquellas trincheras que nos eran desconocidas, iluminadas por la fría luz de la amanecida.»
En Tempestades de acero (1920), el oficial alemán Ernst Jünger anota sus impresiones empantanado en una posición indefendible, en los campos de batalla franceses durante la Primera Guerra Mundial.
Francia quedó hecha añicos en esa contienda que duró un lustro (1914-1918).
De ahí que se tomara la revancha en el Tratado de Versalles (1919), que, en lugar de pacificar, enquistó el mal.
En los años inmediatamente posteriores a la guerra, Francia se redimió con el charlestón y la literatura. En Miedo, el escritor Gabriel Chevallier escupe el odio para vaciarse y alejar el dolor.
Miles de lectores sintieron la grandeza de Francia en un soldadito que se atrevía a llorar.
Tanto entonces como ahora, Francia necesitaba un revulsivo.
Ha pasado un siglo desde la Gran Carnicería. Aun así, los ánimos en el país galo están por los suelos.
Matanzas en las terrazas de los bares de copas, con enemigos invisibles que nacen en el seno de la nación (yihadistas); la indiferencia de la ciudadanía, que permite que muera un artista ilustre, René Robert, porque todos creen que es un indigente; en auge la ultraderecha de la candidata de la Agrupación Nacional, Marine Le Pen…
Y para colmo se incendia la catedral de Notre-Dame de París, el símbolo patrio junto con la Torre Eiffel, Marianne y el queso.
Notre-Dame fue presa de las llamas el 15 de abril del 2019, en plena Semana Santa.
Con este background se entiende mejor el sentido de la película de Jean-Jacques Annaud: Notre-Dame brûle (Arde Notre-Dame).
Jean-Jacques Annaud, muy dado a la épica (En busca del fuego) y a la experimentación (El oso), ha querido devolverle el orgullo a su tierra con una cinta de heroicidades.
En sí, Arde Notre-Dame equivale a United 93 (Paul Greengrass, 2006) o World Trade Center (Oliver Stone, 2006), por citar solo las dos primeras obras que glosaron la tragedia de los atentados del 11 de septiembre del 2001 (tiene más relación con el cine bélico y del honor –Salvad al soldado Ryan, de Steven Spielberg–, que con el cine de catástrofes –El coloso en llamas, de Irwin Allen y John Guillermin).
Se trata esta de una historia de consumo interno –el francés cabreado por/con los chalecos amarillos– que levante la moral a la tropa.
En este caso, los soldados de Chevallier se ponen traje de bombero, con los cascos Gallet, de fibra de vidrio, futuristas, que les asemejan a los astronautas de The Martian (Ridley Scott, 2015).
Los ingredientes de tales productos tipo Rambo, muy de la factoría hollywoodiense: ritmo trepidante que incorpora imágenes reales del día de autos, con faldones y textos chyron para no perder el orden de la secuencia; empatía de los líderes políticos que desde el primer momento se vuelcan en las tareas de rescate –cameo de la alcaldesa de París, Anne Hidalgo–; un cura compungido que da gracias a Dios por la recuperación de las reliquias sagradas –corona de espinas, astilla de la cruz y clavo–; una niña que no le teme a la muerte y que reza a Nuestra Señora de París, hermosa talla de piedra del siglo XIV; unos capitanes a los que no les tiembla el pulso y que saben lidiar con la prensa –nos enteremos de que existen los «centros de mando espejo», habilitados solo para la foto–; una multitud, con sus turistas, entregada y devota, que hace vigilia a orillas del Sena mientras ve caer la aguja de la catedral…
Pero en Arde Notre-Dame chirría algo, o da la sensación de que algo falta, o tiene uno la mosca detrás de la oreja porque cree que hay algo que no funciona: los bomberos, los héroes, son todos blanquitos, en una sociedad multiétnica con siete millones de afroeuropeos.
Es una pena, aquí se habría lucido el actor Omar Sy, el Driss de Intouchables.
Encuesta reciente: el 35% de los franceses se declara racista.