La chica de grandes ojos, encanto a raudales y sonrisa perenne, símbolo de toda una época, figura inmarcesible del cine europeo y con alguna pincelada hollywoodense, ha fallecido en Francia a los 87 años. Repasar su figura y su trayectoria es más que un soplo de nostalgia: también un ejercicio de cinefilia, disfrute y agradecimiento.
De Claudia Cardinale se pueden decir muchas cosas, dada la impronta que ha dejado desde su celebrado albor en la gran pantalla, a finales de los años cincuenta. Tomó el relevo de otras estrellas italianas en una versión nueva y diferente: mientras la imagen predominante en sus antecesoras se basaba en la fuerza torrencial y la exuberancia, ella aportaba una imagen más juvenil y virginal, primando la observación frente a la erupción, pero tampoco exenta de carácter, particularmente en la tierra de su estrellato. La naturalidad y la sonrisa fueron su seña de identidad. Sobre gustos no hay nada escrito, miente el refrán, y Claudia, con su sensual lozanía, tenía una parcela justamente asegurada.
Nació en Túnez el 15 de abril de 1938, de padre italiano de segunda generación allí y madre francesa. En el país africano creció y forjó su manera de ser, firme aun en su dulzura. Iba para maestra, pero, siendo adolescente, su padre la animó a presentarse a un concurso de belleza. Por supuesto, se alzó con el premio a la más hermosa del lugar –no cabe la sorpresa–, que incluía un viaje al Festival de Venecia. Deslumbró a propios y extraños y, de regreso a casa, le fue otorgada una beca para estudiar interpretación en Roma, con una oferta de contrato de siete años. La semilla estaba sembrada y solo faltaba regarla.
Fue el productor Franco Cristaldi quien tuteló la carrera de la actriz, no exclusivamente en el terreno profesional y de representación: se convirtió en su marido y con el tiempo, adoptó al hijo que la actriz había tenido a los diecisiete años –primero se ocultó su existencia y después, la identidad del padre, hasta que, mucho más tarde, la actriz confesó que fue producto de una violación–, siendo responsable de una etapa con un ritmo laboral muy alto: “Rufufú” (1958) y su continuación, “Rufufú da el golpe” (1959), “El bello Antonio” (1960) –de controvertido tema, protagonizada por Marcello Mastroianni–, “Rocco y sus hermanos” (1960) –con Alain Delon–, “La chica con la maleta” (1961) –primer galardón David di Donatello por su interpretación–, “Cartouche” (1962) –película francesa con Jean-Paul Belmondo– y “8 y ½” (1962), de Federico Fellini. De una manera u otra, esta primera etapa reforzaba su imagen de vecina de al lado, un concepto más extendido en otras longitudes, tal vez porque en la Europa de posguerra todo resultara más cercano.
Buena parte del prestigio se lo debe a Luchino Visconti con “El gatopardo” (1963), protagonizada por Burt Lancaster y Alain Delon: palabras mayores cinematográficas. Segunda de un total de cuatro colaboraciones entre el director y la actriz, la adaptación de la novela de Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa, una pinacoteca hecha fotogramas, con aquel vals entre Lancaster y Cardinale –rodado a lo largo de 48 noches– y una lección para cineastas, puede tratarse de la pieza más preciada de una filmografía ya suficientemente glosada por aquellas fechas. Pocas como Claudia han acumulado trabajos tan relevantes en una época tan fructífera.
Ya se la empezaba a conocer por sus iniciales, en la línea de la norteamericana Marilyn Monroe (M.M.) o su amiga francesa Brigitte Bardot (B.B.) –con la que protagonizaría “Las petroleras” (1971)–, pero en su caso, a diferencia de las anteriores, correspondían a un nombre real, no artístico.
En una época de continuo flujo internacional, C.C. llamó la atención del cine americano. “La Pantera Rosa” (1963), de Blake Edwards, le proporcionó la oportunidad de intervenir en una comedia peculiar y elegante, en la que interpretó a una princesa hindú propietaria del diamante del título, codiciado por tres ladrones (encarnados por David Niven, Capucine y Robert Wagner) a los que persigue, creyéndolos uno solo, el inspector Clouseau (Peter Sellers). La película fue casi única en su género y dio lugar a una saga propia cada vez peor a la que, años después, Claudia volvería en un personaje distinto. Inolvidable para la iconografía fue su imagen con blusa en “Los profesionales” (1966), de Richard Brooks, que la reunió con Burt Lancaster en una historia del oeste tardío donde también participaban Lee Marvin, Jack Palance, Robert Ryan, Woody Strode y Ralph Bellamy. A este género corresponde una de sus películas más importantes y hermosas, “Hasta que llegó su hora” (1968), dirigida por Sergio Leone, con Henry Fonda, Charles Bronson y Jason Robards en el reparto y Ennio Morricone a la batuta, acaso la poesía más melancólica de un período mítico y decisivo en la historia estadounidense.
Algunos actores con las que compartió cartel son John Wayne y Rita Hayworth –“El fabuloso mundo del circo” (1964)–, Anthony Quinn –“Mando perdido” (1966)–, Rock Hudson –“Misión secreta” (1966) y “Guapa, ardiente y peligrosa” (1968)–, Tony Curtis –“No hagan olas” (1967)–, Sean Connery –“La tienda roja” (1969)– o Telly Savalas –“Evasión en Atenea” (1979)–, entre otros. Conviene recordar que eran años itinerantes a ambos lados del Atlántico, cuando muchas estrellas americanas frecuentaban el continente europeo en coproducciones rara vez excelentes. A esto se sumaban otros trabajos sin pretensiones, muchas veces de la mano del director Pasquale Squitieri, a quien estaba sentimentalmente unida tras su divorcio y padre de su hija. Que los grandes títulos habían pasado ya era algo sabido y asumido.
Poco a poco fue apartándose de la primera línea del cine, sin que su fama se apagara. A veces se dejaba ver en títulos menos conocidos y continuó siendo una presencia habitual en actos públicos y entrevistas en la prensa. Al fin y al cabo, era un mito viviente de una época fundamental, muy querida por el público y tan simpática en las distancias cortas como irradiaba desde la pantalla. Nunca sucumbió al pecado del divismo, lo que favorecía el mantenimiento de su aura. Así son las más grandes: talentosas y con los pies en el suelo. Con ella se cierra una página irrepetible, de estrellas a su manera, idolatradas y fascinantes. Si una sonrisa ha de imponerse a las lágrimas, tiene que ser la suya. Grazie e arrivederci, cara Claudia!