Despedida cinematográfica de su creador, maestro de la animación japonesa, sobre la biografía del ingeniero Jiro Horikoshi. La película combina una trama dramática y realista con una realización depurada, naturalista y arrebatadoramente poética. En ella se exalta el valor del trabajo bien hecho, la vena artística de los ingenieros y, más aún, la pasión de su autor por el cine, la literatura y el ser humano.
ESTRENO RECOMENDADO POR CINEMANET Título original: Kaze tachinu. |
SINOPSIS
La historia se basa en la vida de Jirô Horikoshi, un chico de campo que quería ser diseñador de aviones y que soñaba con la construcción de un avión que volara como el viento. Acabó convirtiéndose en el ingeniero aeronáutico que creó el famoso avión de combate Zero en la II Guerra Mundial.
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CRÍTICAS
[Sergi Grau – Colaborador de CinemaNet]
…Y el espíritu se eleva
El legado de Hayao Miyazaki es inconmensurable. De hecho, con la perspectiva que ofrece el tiempo, ha quedado, junto a John Lasseter y las películas de la Pixar, como uno de los dos principales puntales de la –tan necesaria, tan largamente aplazada– reivindicación del cine de animación que se ha producido con el cambio de milenio. Según un comunicado del propio realizador, “El viento se levanta” (2013) supone su última película. Decisión que quienes amamos el cine confiamos que el cineasta reconsidere. Pero hasta entonces, o si eso no sucede, siempre nos quedará el absoluto deleite para los sentidos que supone contemplar sus películas, entre las cuales “El viento se levanta” no sólo no desmerece sino que alcanza cotas de auténtica majestuosidad creativa.
Cinco años ha tardado Hayao Miyazaki en alumbrar el filme que nos ocupa. Filme que supone la traslación cinematográfica de un manga del propio Miyazaki, a su vez basado libremente en la novela corta “El viento se alza” de Tatsuo Hori (1936-37), y que nos propone un relato en torno a la figura de Jirô Horikoshi (1903-1982), el ingeniero aeronáutico nipón que diseñó el avión de combate Mitsubishi A6M Zero, que fue usado durante Guerra del Pacífico de la II Guerra Mundial. Sin embargo, ni termina de ser ésta “Kaze Tachinu” un filme biográfico ni se sirve de convenciones del cine bélico ni, podemos afinar, propone dejar una huella ideológica concreta a la hora de radiografiar unos tiempos pasados. Y es que de hecho uno de los aspectos fascinantes del visionado de “El viento se levanta” radica en atestiguar cómo Miyazaki lleva a su propio terreno diversas proposiciones de partida que al menos a priori auguraban una clase de anclajes narrativos de los que el autor se desmarca para instalarnos en su tan codificado imaginario y relatar una historia muy personal, que propone una relectura profundamente humanista de la Historia, y que para lograrlo remite tanto a su propia cosmogonía como aporta elementos nuevos y vitales a la misma.
A cierta distancia de los parámetros de fantasía escapista de el pespunte infantil y juvenil y el trasfondo ecologista que caracterizan muchas de sus obras, “El viento se levanta” se despliega desde una perspectiva adulta, y aferrada siempre a un rigor introspectivo que maneja con raro equilibrio la atención a lo descriptivo/objetivo (los avatares estudiantiles y profesionales de Jirô) y la vena simbólica y lírica que filtra esas descripciones recogidas de la realidad y sirve para edificar el discurso o legado narrativo del filme. Y en ese equilibrio se balancea el completo relato en pos de una idea que lo domina todo: el compromiso de un ser humano con sus sueños. Y este tema puede interesar a Miyazaki per se, por supuesto, pero también como balance autobiográfico, y de ahí el valor del filme como testamento fílmico: al relatar la historia de un joven que se entrega a lo que le apasiona, al centrarse en sus progresos como ingeniero, y dando absolutamente la espalda al uso militar por el que la Historia recordará esos aviones que él diseñó, el cineasta nipón está reclamando de forma muy enfática, a veces febril, el valor (individualista) de la creación como canalización de las propias pasiones, como el jugo que la realidad puede extraer de la imaginación o que la cultura puede extraer de la emoción. En un momento de la película, el mentor italiano de Jirô —que no es tal, corresponde a sus visiones, sus sueños: se trata de un ingeniero cuyo rostro vio en una revista de aeronáutica que llegó a sus manos cuando aún era muy joven— le menciona que “lo importante es la inspiración; el futuro emerge de la inspiración; la tecnología ya llegará después para adaptarse”. Sin duda que elocuente declaración de intenciones.
Declaración de intenciones que, a su vez, se encaja en otro aforismo, el que da título al filme, que aparece rotulado al inicio. Aforismo de Paul Valéry que reza “el viento se levanta, hay que pensar en vivir” (“Le vent se lève!…il faut tenter de vivre!”) y que Miyazaki convierte en auténtica coda del relato no sólo para desentrañar su significado, sino para utilizar su significante como motor de las emociones que se ponen en solfa, esa pasión de Jirô por las cosas que mece el viento, las cosas que pueden volar. Si en “Porco Rosso” (1992) ya comparecían y tenían un peso relevante en la narrativa y cinética visual los (hidro)aviones, aquí se convierten en unos animales mitológicos que nutren la emotividad del protagonista. Esa idea alegórica y visual preside un relato biográfico que progresa mediante dos grandes bloques temáticos. Uno de esos bloques es el profesional, y el otro es el sentimental. El primero tiene que ver con su proceso de aprendizaje, el desarrollo de su trabajo en la empresa Mitsubishi, sus viajes por el mundo para empaparse de las últimas tecnologías aeronáuticas y las pruebas de los artefactos en cuya construcción colabora. El segundo, que probablemente nos depara los pasajes más hermosos de “El viento se levanta”, se corresponde a aquellos pasajes que relatan los encuentros entre Jirô y Nahoko, la mujer de la que se enamora, relación que está narrada a modo de culminación espiritual, para nada escindido del resto de conceptos introspectivos que Miyazaki pone en la picota.
Una noción última se acumula tras todos estos considerandos. A través de esta historia que mixtura de forma alucinante los rigores del trabajo científico y la inspiración que, para rubricar ese trabajo con éxito, debe buscarse en los propios sueños y pasiones, “El viento se levanta” utiliza sus metáforas para hablarnos de un enaltecimiento espiritual. Jirô, el héroe imaginado por Miyazaki, se eleva por encima de todo lo contextual y es por ello que, a pesar de que en el juicio de la Historia es nada menos que la sombra de la guerra la que atenaza sus actos, nunca dejará que esa sombra contamine su dedicación a aquello en lo que es virtuoso, el diseño aeronáutico. Así, y en la tradición de grandes cineastas clásicos, el director de “Mi vecino Totoro” nos propone una versión o visión unívoca, que comparte con el espectador sirviéndose de la portentosa y luminosa fuerza de las imágenes. Lo que hace el realizador japonés, lo que hace de “El viento se levanta” una obra maestra sin paliativos, es invitarnos a sobrevolar, trascender la realidad y la Historia, ofrecer una receta capaz de enaltecer el espíritu, el de quien vive su propia pasión por encima de los avatares de la Historia como el de quien contempla esa pasión materializada en símbolos, figuras, imágenes. Es un pacto íntimo entre creador y receptor de la obra creada. Un pacto que dura 130 minutos pero de ésos que uno se lleva consigo, de equipaje en el alma, tras la finalización del metraje. Un pacto zanjado en el convencimiento de que en el corazón humano late una verdad y una belleza en incorruptible armonía con la existencia.
[Jerónimo José Martín – COPE]
A sus 73 años, después de aportar un puñado de obras maestras al cine de animación —“Nausicaä del Valle del Viento”, “Mi vecino Totoro”, “Porco Rosso”, “La Princesa Mononoke”, “El viaje de Chihiro”…—, el patriarca del ‘anime’ japonés Hayao Miyazaki afirma retirarse —ojalá no sea así— con otra maravilla, “El viento se levanta”, galardonada con numerosos premios de la crítica especializada y candidata al Oscar y al Globo de Oro 2013 al mejor largometraje de animación. En ella, recrea la vida del genial ingeniero aeronáutico nipón Jirô Horikoshi (1903-1982), célebre sobre todo por el diseño del tristemente famoso Mitsubishi A6M Zero, usado por los kamikazes durante la II Guerra Mundial. El filme se basa en un relato de Tatsuo Hori, que el propio Miyazaki ya había convertido en manga. Y toma su título de unos versos vitalistas del poeta francés Paul Valéry: “Le vent se lève! il faut tenter de vivre!”, es decir, “Se levanta el viento, hay que procurar vivir”.
Sorprende especialmente la capacidad de Miyazaki para adaptar a una trama realista y dramática —la infancia del miope Horikoshi, la Gran Depresión, la epidemia de tuberculosis, la entrada de Japón en la II Guerra Mundial…— su depurado estilo naturalista, lleno de imaginativos recursos y con una arrebatadora capacidad poética. En este sentido, son fundamentales los sabrosos insertos oníricos, la mayoría de ellos protagonizados por el ingeniero aeronáutico italiano Gianni Caproni (1886-1957), al que Horikoshi admiraba profundamente. En este juego entre lo real y lo imaginado se asientan los grandes mensajes de la película, que exalta el trabajo bien hecho —con un tono similar al de “Porco Rosso”—, subraya el carácter verdaderamente artístico de los ingenieros creativos, se conmueve ante el apasionado amor de Horikoshi hacia su enferma esposa y dibuja con trazos vigorosos el dilema moral del pacífico ingeniero ante el creciente uso belicista de sus diseños aeronáuticos. Un planteamiento este último, nítido en la película, pero que ha generado una encendida polémica entre los grupos pacifistas japoneses.
Como siempre, la animación es sensacional en diseños de personajes y fondos, gestualidad, planificación, iluminación, montaje, efectos especiales… De hecho, la película incluye unas cuantas secuencias memorables, como la impresionante recreación del terremoto de Kanto de 1923. También cabe elogiar —como siempre— la vibrante partitura de Joe Hisaishi, más cargada que nunca de nostalgia y dramatismo. En fin, que Miyazaki culmina a lo grande su antológica carrera, firmando un precioso melodrama de aventuras, quizás demasiado largo, pero en el que reafirma su pasión por el cine —sus maravillosas escenas románticas y familiares son comparables a las de Kenji Mizoguchi, Yasujirō Ozu o Akira Kurosawa—, su pasión por volar —presente en casi todas sus películas—, su pasión por la gran literatura —incluye citas de Esopo, Paul Valéry, Thomas Mann…— y, sobre todo, su pasión por el ser humano. Pues, más allá de su excelencia estética, “El viento se levanta” es una nueva demostración de la hondura antropológica de este genio de la animación que, se retire o no, ya forma parte de la gran historia del Séptimo Arte.
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