El cine es una herramienta poderosa de análisis, por descontado, y nos sirve para rastrear las corrientes de fondo que han atravesado Europa desde la II Guerra Mundial. Del neorrealismo italiano al canto antibelicista de «Mandarinas», Juan Orellana nos guía en nuestro viaje en el tiempo para entender el último siglo del viejo continente.
[Artículo realizado a partir de una conferencia de Juan Orellana, recogida en PáginasDigital.es – Publicado con permiso del ponente]
La II Guerra Mundial supuso una herida lacerante en Europa, una fisura a partir de la cual se han configurado una serie de procesos de fondo que intentaremos analizar a través del cine producido en el continente. Por supuesto, no pretendemos hacer una interpretación filosófica completa de la infinidad de factores en juego durante estos 70 años, sino sugerir un hilo conductor que tiene que ver con el destino que ha sufrido la tradición cristiana en este tiempo.
La primera fase atañe a los años 50: es la reconstrucción desde las cenizas, pero las cenizas de la tradición. En los años que llevan hasta el mayo francés de 1968 encontramos dos referencias principales: el neorrealismo italiano –con Roberto Rossellini y Vittorio de Sica como exponentes principales- y el cine nórdico protestante –cuyos estandartes los ondeaban Ingmar Bergman y Carl Theodor Dreyer. Ambas corrientes son dos almas existencialistas que representan la evolución del alma europea.
El neorrealismo, por un lado, descubre la grandeza del hombre dentro del drama, mientras que el existencialismo de Bergman –amenazado por la pérdida de sentido- impulsa las preguntas últimas hasta su declinación más angustiosa y crispada. No obstante, en ambas permanece la tradición cristiana: en el neorrealismo, a través de una concepción grande del hombre; en el cine nórdico, en forma de un sentido religioso que no censura la búsqueda de un significado.
El segundo periodo abarca las décadas de los 60 y 70, y en él encontramos la tradición subvertida. A medida que el existencialismo se desarrolla desvinculándose de la tradición cristiana, busca respuestas en un cambio utópico y revolucionario. La gente necesita una esperanza para el presente, no sólo para el más allá, y por ello gana fuerza la alianza entre existencialismo y marxismo, que propone el paraíso en la Tierra.
Se rompen los vínculos, hay un deseo de liberarse de cualquier tradición, de superar cualquier metafísica y de emanciparse de toda autoridad y modelo social, familiar y sexual preexistente. Como ejemplos de esta tendencia en este periodo encontramos las películas “Después de mayo”, de Oliver Assayas; “Soñadores”, de Bernardo Bertolucci, o “Mujeres en el parque”, de Felipe Vega. En todas ellas se muestra como el marxismo arraiga como una cosmovisión que promete la felicidad terrenal.
Los años 80 y 90 traen consigo la era del vacío, el invierno nihilista. Los existencialistas posmodernos como Michael Haneke, Wim Wenders, Lars von Trier o Susanne Bier ilustran la situación que ocurre tras el fracaso histórico del llamado socialismo real, de la utopía marxista. Europa entra en un periodo de espejismo capitalista y, como explica Francis Fukuyama en “El fin de la historia”, la sociedad europea cree haber llegado al punto final de la evolución ideológica de la humanidad, a la universalización de la democracia liberal occidental.
Esto último se traduce en la práctica en un nihilismo demoledor. Sin el mundo referencial cristiano y con el paraíso marxista convertido en un infierno, se extiende el imperio de la nada. Esta situación la ilustran escenas clave de “El cielo sobre Berlín”, “La flaqueza del bolchevique”, “El séptimo continente” o “Hijos de los hombres”, entre otros.
Por último, llegamos a la etapa contemporánea, a la etapa de la urgencia de la apertura al otro. Los directores contemporáneos como Aki Kaurismaki, Fernando León de Aranoa, Robert Guediguian, los hermanos Dardenne o Zaza Urushadze fotografían esta Europa empequeñecida, vaciada de su identidad y alejada de sus raíces y tradiciones culturales. Es una Europa asentada en el nihilismo a la que llegan millones de inmigrantes: se forma un complejo cóctel aderezado por el terrorismo que ha provocado un movimiento xenófobo en el que el ‘otro’ da miedo. Sin embargo, como muestran películas como “Le Havre” o “Mandarinas”, todavía pervive una conciencia de uno mismo procedente de una tradición que permite abrazar al otro.