«Casablanca»: de propaganda de guerra a gran historia de amor
[Daniel Arasa. Director de Cinemanet]
El 26 de noviembre pasado se cumplió el 65 aniversario del estreno de la mítica película «Casablanca«, un film que pese al tiempo transcurrido se sigue situando entre los grandes de toda la historia del cine. Diversos medios de prensa recordaron la efeméride de una película que las televisiones siguen proyectando periódicamente y que se mantiene viva en los videoclubs.
«Casablanca» fue concebida y creada como una película de propaganda de guerra, destinada como muchas otras del momento ?año 1942– a ayudar a los aliados a ganar la Segunda Guerra Mundial, pero ha pasado a la posteridad de forma preferente como una gran historia de amor, quizás la mayor de las historias cinematográficas de amor. Hasta los poco cinéfilos recuerdan de por vida aquel «siempre nos quedará París», frase con la que unos enamorados Ingrid Bergman y Humphrey Bogart se despiden porque ella sigue fiel a su marido.
Casablanca ocupa el primer puesto en la lista de mayores historias de amor del Instituto Americano de Cine (AFI), por encima de muchas películas pensadas como «de amor».
La realización de Casablanca empezó a gestarse el 8 de diciembre de 1941, al día siguiente del ataque japonés a Pearl Harbor, en que en Hollywood empezaron a pensar en la creación de películas patrióticas. Los autores de la obra de teatro en que se inspiró la película enviaron una copia del guión a los estudios de la Warner y muy pronto se puso en marcha su realización.
La oficina creada para controlar que los films «ayudaran a ganar la guerra» redactó un informe muy positivo de la película y, entre otras cosas, destacaba que presentaba a los Estados Unidos como «un refugio para los oprimidos». A la vez, mostraba a alemanes e italianos, y con ellos los franceses colaboracionistas, como villanos, en contraste con el heroísmo de los centroeuropeos de países ocupados por los nazis.
Siquiera sea por la relación con España y la hoy «Memoria histórica», el protagonista (Rick), Humphrey Bogart, era un ex combatiente de la guerra de España.
De todo ello, poco le queda al espectador poco avezado a la historia. Predominó el romance. Con ello, y quizás sin pretenderlo del todo, se logró una visión y propaganda política subliminal mucho más eficaz.
Ofrecemos a continuación una crítica sobre Casablanca de nuestro colaborador Sergi Grau.
[Sergi Grau. Cinemanet]
«Detrás de cada gran hombre siempre hay una gran mujer». Ninguna película ilustra esta vieja máxima tan bien como Casablanca, donde el personaje de Ilsa consigue doblarla, pues inspira con su belleza, su amor y sus lágrimas a dos auténticos héroes de la Resistencia. Aunque el filme dirigido por Michael Curtiz en 1942 fue concebido principalmente como un instrumento ideológico en tiempos de guerra -una película de contenido abiertamente antinazi, como tantas otras realizadas en aquellos años, como To be or not to be (1942), de Ernst Lubisch, Hangmen also die! (1943) o Ministry of Fear (1944), de Fritz Lang, To have and have not (1944), de Howard Hawks, o Notorious (1946), de Alfred Hitchcock-, la notoriedad de la película (elevada con el tiempo a los altares de auténtico mito) proviene más bien de los compases de una sencilla y triste melodía romántica interpretada al piano y voz por Dooley Wilson, As times goes by?, del triángulo amoroso imposible que da lugar a la trama, y del porte iconográfico de la pareja protagonista de la cinta, o quizá sobretodo del que encarna a Rick, Humphrey Bogart.
Pero para que el imaginario cinematográfico retenga esos, quizá tan mínimos, detalles, es imprescindible que el espectador quede fascinado por ellos, y a la fascinación en el cine difícilmente se llega por otra vía que no sea la del talento y la del trabajo duro. Quiero decir que la epopeya romántica de Casablanca se construye sobre la base de una arquitectura narrativa brillante, calculada al detalle por el elenco de guionistas que prepararon en la elaboración del libreto (Howard Koch, Julius J. Epstein y Philip G. Epstein), y puesta en imágenes con maestría por uno de los grandes artesanos del cine clásico norteamericano, Michael Curtiz (y no nos olvidemos: iluminada por el maestro Arthur Edeson, y musicada por uno de los grandes genios que trabajaron en ese departamento de la Warner Bros, Max Steiner).
Las elecciones argumentales son de todo punto felices, y se llevan a buen puerto con proverbial habilidad expositiva y dialogada. En el prólogo del filme, y del modo más gráfico, se nos explica que la ciudad de Casablanca es un punto estratégico para los refugiados europeos que pretenden huir de la guerra, un rodeo necesario para hacer otra escala en Lisboa y de ahí viajar a los EEUU. Es por tanto un microcosmos, una tierra de nadie, una frontera en el sentido amplio del término: es un lugar peligroso, con toque de queda nocturno, hay un gobierno inestable moviéndose entre dos aguas (el trazo del inefable jefe Renault personifica de un modo endiablado el desnortado contexto político), hay tráfico de visados, hay corruptelas de todo pelaje, y una facción de la Resistencia que opera clandestinamente.
Y en medio de ese caos, dando el definitivo sentido a esa noción de «frontera», se halla un bar (como un saloon en los westerns), el Rick?s Café, donde se bebe, se juega y se dirimen las cuitas de todo tipo. El Rick?s Café, regentado por Rick Blaine (Bogart), quien ostenta por tanto una porción de ese poder disperso: el modo en que lo ejerce constituye la trama de la película, y la tensión entre su individualismo y su solidaridad, entre sus intereses particulares (los réditos económicos del negocio) y el modo en que desde su posición favorable pueda coadyuvar a la causa política de la Resistencia, acaba condensando el meollo dramático y discursivo del filme, fusión feliz de tono e intenciones que se concreta en los avatares sentimentales que atañen a Rick cuando regresa a su vida quien fue su amante, Ilsa Luna (Ingrid Bergman), ahora esposa de Víctor Laszlo, precisamente un adalid de la causa antinazi. En realidad, la historia de Casablanca nos arrebata principalmente por la definición del heroísmo en tiempos de guerra que va forjando del personaje que encarna Bogey, el doloroso proceso de redención de un hombre cuya astucia le convierte en un superviviente nato pero que, arrojado contra las cuerdas de sus sentimientos, acabará por renunciar a su interés íntimo (la mujer que ama) y proyectar esa astucia en pos de un interés superior, la causa política.
Pero ?insisto en un argumento precedente- si interiorizamos los sentimientos y valores que contiene una película, si reflexionamos en esos términos sobre el Séptimo Arte, tenemos que convenir que sólo alcanzamos esos sentimientos y valores por la vía de las imágenes que vemos y, con menor intensidad, de las palabras que escuchamos. Por ello afirmo que el talento derrochado por los cineastas en la realización de Casablanca es paradigmático del círculo virtuoso que alcanzaron los estudios de Hollywood en el periodo que reducimos a la denominación de «clásico», cuán engrasada llegó a estar esa maquinaria de planear, escribir, producir, dirigir, iluminar, interpretar, montar y musicar, de manufacturar películas, de qué modo se alcanzaba la maestría artística por la vía de la idoneidad y coordinación de aptitudes. Atendamos a la gestión de los tonos en Casablanca: cómo transitamos una y otra vez del aliento canalla del vaudeville al fuelle romántico más exacerbado, de la ironía y la causticidad a los límites de sentimientos bigger than life: nos basta el sentido de un encuadre para mostrar un estado de ánimo, nos basta la graduación de la luz para sumergirnos en el misterio, nos bastan dos rápidos flash-back para articular la emoción de la ensoñación, nos basta un gesto o un objeto ?una copa que se rompe- para adentrarnos en el terreno hostil del miedo y la desazón, nos basta una mentira colada en cualquier diálogo para acercarnos más a la verdad, nos basta una situación chocarrera -interpretada con tino por cualquiera de los gloriosos secundario que se dan cita- para enfatizar una idea valiosa del devenir de la trama, nos bastan los planos descriptivos (¡prodigiosa planificación!) del local de Rick para imbuirnos de un ambiente, del precio o desprecio de las vidas que allí anidan… Y todo suma, y plano tras plano, secuencia tras secuencia, a Casablanca le salen las cuentas. Por eso el tiempo no pasa para ella, refutando para ella (mientras lo inmortaliza para los espectadores) el hálito nostálgico preciado en su famoso leit-motiv musical.