Actores tras la cámara
[Alberto García. Artículo publicado en la revista Nuestro Tiempo en el año 2007]
Durante el 2007 se estrenaron nuevas películas de Mel Gibson, Robert de Niro, Clint Eastwood, Emilio Estévez, Ethan Hawke, Ben Affleck o Sean Penn. ¿Y eso es noticia? Sí, si son ellos quienes gritan ¡corten! desde detrás de las cámaras. Hoy quedan pocos actores, de los de verdad, que no se hayan dejado seducir por la dirección. Todo un desafío. Unos lo superaron con éxito, otros sin pena ni gloria ni taquilla; incluso hay quien se ha empezado a mover con más soltura entre las claquetas que con los caprichos de las estrellas que un día fueron. Son los “diractores”, los actores que han transitado por los caminos de la dirección cinematográfica.
Cuando Clint Eastwood –encarnación del tipo duro con menos sensibilidad que un dedo amputado– dirigió Los puentes de Madison, los que solo conocieran su faceta actoral se asustarían. Aquel personaje pétreo, sin nombre, con un puro en la comisura de los labios, poncho mexicano y botas, capaz de clasificar a los hombres en dos clases (“los que tienen pistola y los que cavan. Tú cavas”), aquel lacónico Harry que disparaba su Magnum y después preguntaba, se revelaba capaz de filmar una de las historias más arrebatadoramente románticas del cine de los noventa. Constituye el mejor ejemplo de actor metido a director. Prestigio y sensibilidad que le han proporcionado una parcela en el Olimpo de los cineastas contemporáneos. Eastwood es un realizador de pulso clásico capaz de transmitir el amor por el jazz en Bird, emocionarnos con un western lírico y crepuscular como Sin Perdón, desvelar el trágico destino de un perdedor hustoniano en Un mundo perfecto, sumergirnos en una desasosegante historia de asesinato y venganza en Mystic River o arrasar en los Oscar con Million Dollar Baby. Este año (2007) ha desembarcado con ración doble, las dos caras de una moneda: Banderas de nuestros padres y Cartas de Iwo Jima. La primera –previsible en su construcción narrativa, rutinaria en su puesta en escena– reflexiona sobre la moral de guerra, el heroísmo y el regreso. La segunda, más profunda y matizada, nos presenta la versión japonesa de la contienda empleando una textura pálida, saturada de grises añejos: el color de las esperanzas perdidas, los anhelos imposibles, los recuerdos y las lealtades de los soldados nipones que defendían una isla del Pacífico.
Si Eastwood se ha convertido en el paradigma del actor que dirige con éxito, hay otros muchos que también pueden presumir de hondura y talento en su mirada. Es el caso de uno de los más carismáticos: Paul Newman. Los ojos azules de chico atormentado cruzaron el objetivo para especializarse en un cine intimista y dramático, con muestras artísticas notables como Casta invencible, Rachel, Rachel y El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas. Aroma realista para relatos opresivos, donde el núcleo familiar es siempre una olla a presión que lleva demasiado tiempo al fuego.
Uno de los mejores intérpretes de las décadas posteriores, Kevin Spacey, transmitió tensión con la inquietante Albino alligator y ha exhibido un ejercicio de nostalgia musical con la reciente Beyond the Sea, una biografía de Bobby Darin a ritmo de rock’n roll. El polifacético e irónico Tim Robbins también se ha dejado cautivar por la claqueta, siempre con historias combativas, de marcado perfil ideológico: en Ciudadano Bob Roberts se vistió la camiseta de documentalista (falso) para seguir la carrera de un cantante de folk que se presenta a las elecciones americanas; con Abajo el telón reflexionó, en tono cómico, sobre la libertad de expresión y el compromiso del artista; pero su mayor éxito le llegó con la reivindicativa Pena de muerte, un recital interpretativo de su esposa, Susan Sarandon, y su amigo Sean Penn. Precisamente este último se puso detrás de las cámaras con El juramento, una extraña trama de intriga, violencia y viejos detectives protagonizada por Nicholson; una suerte de cine negro al final del camino. Durante este 2007 Penn repite: concluye Hacia rutas salvajes, la historia de un estudiante acomodado que deja la civilización para perderse por la indómita naturaleza de Alaska; de nuevo, el desencanto.
Comedia ácida, gamberra y sofisticada
En el ámbito de la comedia realizada por actores, hay tres nombres que sobresalen por derecho propio. El primero, Danny De , se permitió jugar en doble campo al poner en escena La guerra de los Rose, uno de los más ácidos retratos sobre la separación matrimonial. También cultivó con éxito la comedia Ben Stiller. Irrumpió con un film-emblema generacional como Bocados de realidad, para derivar hacia la comedia disparatada de Un loco a domicilio o la extravagante y ya mítica Zoolander. El tercer nombre es Harold Ramis, uno de los inolvidables cazafantasmas. Tras su escasa fortuna delante de las cámaras, Ramis acabó escribiendo y dirigiendo algunas de las mejores comedias de los noventa: la inteligentísima y sorprendente Atrapado en el tiempo y Una terapia peligrosa, la resultona sátira sobre la mafia donde Robert De Niro lograba una desternillante composición autoparódica.
Precisamente el actor neoyorquino de origen italiano –el camaleón del cine moderno– rindió a la crítica con Un cuento del Bronx. Su primer filme como realizador describía con una ponderada mezcla de ternura y dureza el viaje iniciático de un niño por el submundo del hampa neoyorquino. Tras más de una década, De Niro ha vuelto a la dirección con El buen pastor, una ventana abierta a la intimidad de la CIA en plena batalla USA-URSS. Un relato de sacrificios y espionaje interpretado por Matt Damon, Angelina Jolie, John Turturro, Will Hurt o Joe Pesci; hasta el propio De Niro se reserva un papel crucial en la trama.
Esto evidencia una de las características de las películas comandadas por actores: el resplandor del reparto. Amigos, compañeros, colegas, favores… varias son las razones para que estas películas cuenten siempre con un excelente plantel, pero hay una que sobresale: la empatía con el actor, la comprensión con sus miedos. “Diractores” como De Niro generan un colchón de seguridad que amortigua las inseguridades.
De Óscar
Muchos aún mantienen que el mejor Hamlet que se ha llevado al cine es el de Laurence Olivier, otro gran caballero de las tablas y pantallas británicas atrapado por el celuloide. Tanto amaba a Shakespeare que se arriesgó con la adaptación de su más famoso drama. Una osadía recompensada con el Oscar. Pero Olivier no ha sido el único premiado.
Otra tragedia, esta vez sobre remordimientos e incomunicación familiar, fue la elegida por Robert Redford para dar el salto. Con emoción, intensidad y una lluvia de Oscar fue acogida su ópera prima: Gente corriente. El rubio actor ha revelado unas inquietudes sin parangón en el star-system norteamericano: es el creador del prestigioso Festival de Sundance, que sustituye las alfombras rojas y la playa angelina por un paraje nevado y un cine novedoso, independiente, que hierve en ideas. Por eso, sus películas han continuado la senda marcada por Gente corriente: el desencanto, el conflicto familiar (El río de la vida), la crítica a ciertos comportamientos de la sociedad estadounidense (Quiz Show) o un romanticismo heredado de sus colaboraciones con Pollack y que, de forma algo cursi, impregnaba sus últimas obras: El hombre que susurraba a los caballos y La leyenda de Bagger Vance. Ahora (2007) prepara Lions for Lambs –con Tom Cruise y Meryl Streep–, donde se entrecruzan las historias de un profesor universitario (el propio Redford), un congresista (Tom Cruise) y una periodista agresiva (Meryl Streep) con la guerra de Afganistán como paisaje de fondo. Constituirá, sin duda, una de las citas obligadas del próximo curso fílmico. Un año después de Gente Corriente, el mejor director volvía a ser un actor. Otro guapo y elegante: Warren Beatty. Obtuvo el Oscar con un filme hoy un tanto relegado, Rojos, en la que él mismo –junto a Diane Keaton y Jack Nicholson– se reservaba el papel protagonista, como en toda su filmografía. Beatty se ha deslizado con soltura en la comedia agridulce y romántica (El cielo puede esperar), el cómic esteticista (Dick Tracy) o la sátira política (Bulworth), en una carrera que ha cosechado tanto éxito de público como de crítica.
El ahora renqueante Kevin Costner se lanzó a la dirección con Bailando con lobos (1990). Siete estatuillas, el elogio de la prensa especializada y la revitalización del western tras esta epopeya ecologista y pro-india. Después, el páramo del desastre: Waterworld, uno de los rodajes más caóticos de la historia del cine, y la futurista The Postman, obra que llega a producir sonrojo por la endeblez del guión. Tan solo con Open Range recuperó cierto aroma de western clásico y de calidad artística, aunque sin llegar nunca a la altura de Sin perdón, que lograría cuatro oscars en 1992. A pesar de ser el más distinguido, el caso de Eastwood no ha sido el último. Cuando Mel Gibson decidió trasladar al cine tres horas de las andanzas de William Wallace, un libertador escocés de la Edad Media, muchos pensaron que el envite le quedaba grande. Su experiencia anterior no resultaba muy alentadora: El hombre sin rostro, una película edulcorada y sentimental cuyo mayor atractivo lo ofrecía la cara de Gibson tan desfigurada como una pizza con extra de salami y alcaparras. Sin embargo, su segundo asalto –la heroica, violenta y emocionante Braveheart– supuso un rotundo éxito que culminó en el Kodak Theatre. Seis triunfos. Perseverante, hace dos años sacudió al mundo con una nueva adaptación de la vida de Cristo: la durísima y conmovedora Pasión, el acercamiento más realista a las últimas horas de Jesús de Nazaret. A principios de este año ha estrenado Apocalypto, una bella y vertiginosa cinta de aventuras: la historia de los últimos días de la civilización maya, rodada en el dialecto original. Ajeno a modas, Gibson hace el cine que quiere, forjando un universo propio: historias de épica y de época, notable esfuerzo de producción, aroma hiperrealista, runrún emotivo, tono moralizante, estética enfática y una imaginería áspera, de violencia descarnada. Y ningún miedo a generar polémica en el establishment cultural e ideológico: si la fama de La pasión levantó ampollas entre los dogmáticos del laicismo, aquí el hachazo va dirigido contra la Alianza de Civilizaciones.
El último actor que ha refrendado con premios su ascenso a la dirección ha sido George Clooney. Cuando cayó en sus manos un sorprendente libreto del prestigioso Charlie Kaufman, Clooney buscó un director que lo convirtiera en imágenes; demasiado bueno para dejarlo pasar. Pero la doble vida de Chuck Barris –exitoso presentador de televisión y sanguinario agente secreto de la CIA– no convencía a los cineastas que Clooney sondeó. ¿Solución? Dirigir el proyecto él mismo. Así se gestó Confesiones de una mente peligrosa, un film desigual que ya apuntaba, eso sí, una mirada original. Con Buenas noches y buena suerte el talento se confirmó. A través de una puesta en escena tensa y sutil, interiores y claroscuros, Clooney rescató una historia real del mccarthysmo para trazar una conexión de largo recorrido mediático y político y quedarse a las puertas del Oscar al mejor director. Su próximo trabajo como director será Leatherheads, una comedia romántica que confirma su gusto por la ambientación histórica: el fútbol americano de los movidos años veinte.
Una y no más, Sir Charles
También ha habido actores que han saboreado las mieles de la dirección… ¡una sola vez! En unos casos el fracaso estrepitoso y en otros el estrés del trabajo de dirección, en comparación con la relativa “comodidad” del trabajo actoral, han dejado una sabrosa lista de Bartlebys cinematográficos. De miel a hiel. El caso más notorio corresponde al gran –en todos los sentidos– sir Charles Laughton. El indómito y guasón abogado de Testigo de cargo, el senador romano en Espartaco o el tiránico capitán de Motín a bordo plasmó con La noche del cazador una obra maestra que resultó un rotundo fracaso en su estreno. La crítica la destrozó, el público no la quiso. Tal fue la decepción que Laughton jamás volvió a ponerse tras las cámaras. Sin embargo, el tiempo se ha tomado una revancha poética: La noche del cazador aparece hoy en cualquier lista de “mejores películas”.
La misma mala fortuna corrió Marlon Brando: despidió ni más ni menos que a Stanley Kubrick para terminar él mismo un western atípico y frío, obsesivo y fantasmal: El rostro impenetrable. Tras un largo rodaje donde se disparó el presupuesto, los productores decidieron recortar el metraje inicial: redujeron las cuatro horas y cuarenta y dos minutos a la mitad, suavizando de paso el final ideado por el actor-director. El resultado fue un escaso éxito de taquilla y el propio Brando expresando su descontento públicamente.
Otros grandes actores, de diversas generaciones y estilos, han realizado incursiones en el mundo de la dirección. Una y no más. El genial Jack Lemmon lo intentó con Kotch y su inseparable Walter Matthau con Gangster Story; nunca más se supo. A Jack Nicholson le bastaron los quebraderos de cabeza de Los dos Jakes, una descafeinada continuación de Chinatown. Al Pacino sí sorprendió por lo audaz de su primera apuesta tras las cámaras hace diez años: Looking for Richard mezcla realidad y ficción al enfocar el objetivo hacia un ensayo de la shakesperiana Ricardo III, estableciendo así una lúcida reflexión sobre el sentido del teatro, la autoría y las aristas de las adaptaciones. Morgan Freeman se sumergió en el violento apartheid surafricano con Bopha y Johnny Depp durmió al público con la plúmbea The Brave, donde precisamente rescataba a Marlon Brando de las tinieblas del olvido. El maleable John Malkovich erró la coreografía de sus Pasos de Baile y Denzel Washington cayó en el tópico con Antwone Fisher, un facsímil de Will Hunting en versión afroamericana y enclave militar. Aunque después se ha redimido con varios capítulos de la estupenda mini-serie Hermanos de sangre, Tom Hanks debutó con un musical blandito, pop, ambientado en los sesenta: The Wonderers. Y Andy García, tras el son caribeño del documental Cachao, ha estrenado recientemente La ciudad perdida, una revisión nostálgica de los últimos días de la Cuba precastrista. La lista se puede estirar incluyendo a Dan Akroyd (El gran lío), Bill Murray (Quick Change), Gary Oldman (Los golpes de la vida), Matt Dillon (La ciudad de los fantasmas), Edward Norton (Más que amigos) o el británico Peter Mullan (Las hermanas de la Magdalena), uno de los últimos en intentarlo.
Las mujeres: pocas pero acertadas
Quizá por estadística, quizá por falta de tradición, las actrices que se atreven a dirigir son muchas menos, pero siempre han dado el salto abanderando proyectos sólidos. Una mujer de la inteligencia y ambición de Jodie Foster no podía evitar este desafío. Es de esas personas a las que gusta implicarse en proyectos difíciles, de superación constante. En plena cresta de la ola, con Mi pequeño Tate (1991) se ganó el aplauso de la crítica por la sensibilidad con la que afrontaba la historia de un niño superdotado; en A casa por vacaciones (1995) enfocó los problemas familiares concentrándolos en la cena de Acción de Gracias. También le gustan los retos a una mujer tan polifacética como Barbra Streisand, destinada el éxito como directora. Siempre co-actuando, la cantante dirigió y produjo la hebraica Yentl, la melodramática El príncipe de las mareas –con la gigantesca expresividad de Nick Nolte dándole la réplica– y El amor tiene dos caras, la más floja y sentimental de las tres. Por su parte, Anjelica Huston recogió el legado de su estirpe para ubicarse tras las cámaras en dos ocasiones, con historias de corte realista, dolorosas, de mujeres fuertes: la pobreza sureña de Bastardos de Carolina supuso su debut; con Agnes Browne apostó por un relato emotivo, el de una heroína urbana que supera el desastre amoroso y económico en la Irlanda de los primeros sesenta.
Entre la escasez de actrices que se han pasado a la dirección, emerge con fuerza otro apellido ilustre: Sofía Coppola. Tras su estrepitoso primer gran papel con El Padrino III, traspasó el espejo para asentarse definitivamente en la silla del autor. Ha demostrado una exquisita capacidad para narrar las relaciones amorosas, con una mirada asombrada hacia el mundo. Si Las vírgenes suicidas radiografiaban la memoria sentimental de una generación, con Lost in Translation atacó el conformismo emocional y la incomunicación, llevándose el Oscar al mejor guión original. Con menor fortuna artística, este año ha presentado María Antonieta, donde Kirsten Dunst se engalana de época para rememorar los amoríos de la esposa de Luis XVI en un Versalles decadente y pre-revolucionario.
Un debut prometedor
No existe una tipología. Hay actores buenos y malos. Ortopédicos y expresivos. De carácter y de repetición. Mayores y jóvenes… Muchos son los que deciden dirigir. De hecho, los últimos en debutar proceden de tradiciones actorales y edades muy diferentes. El rocoso Tommy Lee Jone s escogió una historia con sabor a Peckinpah, Los tres entierros de Melquíades Estrada, un complejo guión de Guillermo Arriaga (coguionista de Babel). Jones interpreta y dirige esta road-movie de frontera, salvaje e inesperada, que indaga, desde un estilo frío y directo, en la culpa, la redención y la amistad. Mucho más limitado como actor, Emilio Estévez ha sido el último en arribar a la dirección con una interesante –aunque almibarada– propuesta. Bobby reclama un espacio entre el cine de contenido social y político construyendo una colmena de veintidós personajes que se entrecruzan en el Hotel Ambassador, el día del asesinato de Robert Kennedy. El mejor reparto del año (Hopkins, H. Macy, Moore, Stone, Elijah Wood) a las órdenes de un director novel; de nuevo, en manos de un actor.
La fiebre de los “diractores” se puede apreciar echando un vistazo a lo que viene durante este año 2007. El estreno más sonado lo protagonizará Ben Affleck, que adaptará una novela de Dennis Lehane –el novelista de la desconcertante Mystic River– titulada Gone baby Gone. Affleck traducirá a imágenes el relato de dos detectives en crisis personal y profesional que investigan el secuestro de una niña de cuatro años. El aquilatado reparto contará con Morgan Freeman, Michelle Monaghan y Ed Harris. Este último, el memorable actor de la mirada profunda, también dirige. Hace unos años se encaró con un atormentado biopic de Jackson Pollock, una figura fascinante, genial y contradictoria, que él mismo se aventuró a interpretar. A finales de este año Harris pondrá en cartel Appaloosa, un atípico western protagonizado por Viggo Mortensen, Diane Lane y él mismo, donde dos amigos tendrán que defender una ciudad de los violentos desmanes de un ranchero.
Los actores reciclados en directores no conforman un fenómeno nuevo, pero sí resulta relevante hacer balance de la cantidad de intérpretes que han sentido el atractivo de la dirección. Empieza a alcanzar la categoría de epidemia. Como hemos analizado, algunos dan el salto por ambición artística, otros para demostrar que no eran simples caras bonitas, incluso hubo quien echó al director contratado. Los hay con sensibilidad clásica, arriesgados formalmente o los que hacen más de lo mismo; están los que sorprenden y se superan como realizadores y aquellos que nunca, bajo ningún concepto, debieron ejercer el intrusismo.
El camino inverso: directores en pantalla
Muchos directores también han sentido el gusanillo de la interpretación. Aparte de quienes lo han compatibilizado desde sus inicios –Woody Allen, Edward Burns, Kenneth Branagh, Roberto Benigni o Zach Braff–, nos encontramos con el insigne club de los cameos. Es decir, el que agrupa a los cineastas que gustan de aparecer testimonialmente en sus películas. A veces se trata únicamente de un juego con los espectadores, un reto lúdico para que les encuentren. El ejemplo más conocido son las fugaces apariciones de Hitchcock, pero también se reservan pequeños papeles en sus películas autores como Scorsese, Tarantino, Spike Lee, Shyamalan, Amenábar, Polanski o Peter Jackson. Incluso Coppola se permitió un cameo como reportero de guerra en la lisérgica Apocalypse Now. Aún así, de entre todos los nombres, el caso más insólito lo presenta Kevin Smith: aparece en todas sus películas interpretando el mismo personaje una y otra vez, “Bob, el silencioso”.
Pero lo que nos ocupa ahora son directores que han actuado a las órdenes de otros cineastas. Pollack ha gustado de acercarse a maestros como Kubrick (en Eyes wide shut) o el propio Allen (en Maridos y mujeres); el checo Milos Forman se puso delante de las cámaras en la única película dirigida por Edward Norton, Más que amigos, o en el Se acabó el pastel de Nichols; otro ilustre oscarizado, Richard Attenborough –responsable de Gandhi o Tierras de penumbra– tenía jugosos papeles en Parque jurásico o Hamlet. El francés Mathieu Kassovitz es un director joven (El odio, Gothika) capaz de conmover con su mirada a la ingenua Amélie o hacer de explosivo miembro del Mossad en el Múnich de Spielberg. Algo similar hicieron Polanski (a las órdenes de Tornatore o Wajda), Scorsese (ejerciendo de Vincent Van Gogh en los Sueños de Akira Kurosawa), el maestro John Huston (secundario de lujo en obras como Chinatown o El cardenal, de Preminger) o el padre del cine independiente norteamericano, John Cassavettes, inolvidable protagonista de La semilla del diablo o Doce del patíbulo, papeles con los que sufragaba sus arriesgadas aventuras artísticas desde el otro lado de la cámara.
Aun con todos estos ejemplos, el caso más llamativo de este viaje inverso lo trazó Eric Von Stroheim. Este director vienés, responsable de alguna de las películas esenciales del primer cine, como Avaricia, dejó la dirección a principios de los años 30 y se concentró exclusivamente en su faceta como actor, convirtiéndose en estrella del primer Wilder (el mayordomo de El crepúsculo de los dioses o el Rommel de Cinco tumbas al Cairo) o de Anthony Mann (el inolvidable tirador de pistola de El gran Flamarion).
"Diractores" españoles
Una de las películas españolas del 2006 –más por apoyo promocional que por calidad de la propuesta– ha sido El camino de los ingleses, la segunda expedición de Antonio Banderas en el territorio de la dirección. Si el actor malagueño sorprendió con su estimable ópera prima, la road movie Locos en Alabama, con su segunda obra ha dejado un regusto amargo, de falsa poesía y melancolía forzada. Pero Banderas no ha sido el único actor español en lanzarse a dirigir. También lo han probado Ana Belén (Cómo ser mujer y no morir en el intento), Jordi Mollá (No somos nadie), o el televisivo Carlos Iglesias, que ha fascinado con la hondura de su debut: Un franco, 14 pesetas, una de las mejores cintas hispanas del 2006.
Junto a ellos, hay que destacar dos nombres: el de Santiago Segura y sus Torrentes, por la potencia económica que insuflan al cine español; y, sobre todo, Fernán Gómez, una de las mentes más preclaras del arte español reciente. Durante muchos años ha demostrado su potencia y versatilidad como actor, en obras capitales que van desde Esa pareja feliz hasta El abuelo, pasando por El espíritu de la colmena o Esquilache. Pero Fernán Gómez es más que un actor: ha sido novelista, ensayista, columnista, dramaturgo y, cómo no, también director de cine. Con 29 películas dirigidas –la última, una adaptación de El lazarillo de Tormes–, Fernán Gómez ha demostrado su inmenso talento también tras las cámaras, en obras esenciales del cine hispano como El extraño viaje o El viaje a ninguna parte.
Las imprescindibles
–La noche del cazador (Charles Laughton, 1955)
Diez mil dólares escondidos en el interior de una muñeca de trapo. Dos niños. Un malvado predicador. La huida. Un cuento gótico y expresionista, enigmático y hermoso, sobre la lucha del mal y el bien, sobre los sueños de cuando éramos niños. Laughton dibuja una puesta en escena impecable, de gran riqueza visual y muy influyente en cineastas posteriores. La silueta recortada de Robert Mitchum cantando una tétrica nana al anochecer aún produce una turbadora inquietud.
–El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas (Paul Newman, 1972)
Beatriz Hunsdorfer es un juguete roto. Vive con sus dos hijas en una desordenada y sucia casucha a las afueras de Connecticut. Sin horizonte, sin ilusión. La superficial y adolescente Ruth padece ataques de epilepsia; la pequeña y aplicada Matilda brilla en sus experimentos de clase de Ciencias. Es el desolado triángulo escogido por Newman para abundar en un estilo áspero y poco complaciente con el espectador, donde el título se convierte en una metáfora que nos demuestra que la decepción es tan solo una actitud vital. Carver hecho celuloide, cotidianidad herida, demoledor retrato de una familia dominada por una madre amargada por lo que pudo ser y no fue. “¡Ay, Dios, no odias el mundo, Matilda?”, se queja Beatriz (excepcional Joanne Woodward). “Átomo. Átomo. ¡Qué palabra más bella! No, Mamá –responde Matilda en el cierre del film–, no odio el mundo”. Hasta en los escombros puede uno encontrar un diamante.
-Gente corriente (Redford, 1980)
Un intento de suicidio tras la muerte de su hermano. La culpa por haber sobrevivido. La incomunicación familiar. El favorito, mamá, era el otro. “Tu hijo, Beth, solo quiere saber que no le odias”. Terapia, psiquiatras, costras en el alma. Una madre perfeccionista que quiere aparentar que la vida sigue igual. Un hijo atormentado que ansía la redención, salir del laberinto, encontrarse a sí mismo. Gente corriente, triste gente corriente.
–Sin perdón (Eastwood, 1992)
Una balada, un réquiem por el western. Los confusos parámetros morales de Big Whiskey. Will Munny cabalga de nuevo: viejo y lleno de remordimiento en busca de la última recompensa. ¿Qué fue del rudo pistolero sin escrúpulos capaz de matar mujeres y niños? La ambigüedad del bien, la banalidad del mal y aquella sentencia que aún retumba en la conciencia: “Cuando matas a un hombre le arrebatas lo que es y todo lo que podría llegar a ser”. Retrato del antihéroe en un film oscuro y tierno, lírico y pesimista.
–Una historia del Bronx (De Niro, 1993)
En los años sesenta, en el Bronx, un “padrino” impone su ley. Cuando el pequeño Callogero Anello presencia un asesinato cometido por Sonny, su vida cambia. No testifica y se convierte en ahijado del gángster. Dos vidas, dos formas de madurar, dos modelos: el dinero fácil y el poder en torno a la mafia o la honradez y los principios impuestos por su padre, un humilde conductor de autobús. Una película sorprendente por su sensibilidad, capaz de aglutinar la travesía vital, el retrato colectivo y la necesidad de una moral.
–La Pasión (Gibson, 2003)
No era una apuesta fácil, pero Gibson reventó el casino. Pies de plomo para una historia dura y crucial en la historia de la Humanidad. Religión y vida. Cine y espiritualidad. Las últimas horas de Jesús de Nazaret, su martirio y su muerte. ¡En arameo! El director se mantuvo fiel a su insobornable estilo y optó por un film descarnado, muy realista en la representación del sufrimiento y la violencia. La finalidad catártica surtió efecto y los espectadores llenaron las salas y lloraron de emoción. Se conmovieron con el final del relato más grande jamás contado.
Actores-guionistas
No estamos hablando de artistas globales, de genios capaces de dominar todas las fases de sus películas bajo el rótulo de “escrita, dirigida y protagonizada por”. No.
Una última variante de actores con inquietudes los sitúa en la escritura del film. En este sentido, existen varios intérpretes que se han inmiscuido en la gestación de las historias que iban a protagonizar, para controlar así el brillo de sus papeles. Es lo que hizo Tom Cruise con Días de trueno o Sylvester Stallone al concebir Rocky. El forzudo actor se puso aquel año a la altura de Chaplin, Welles o Allen, quienes también fueron nominados al Oscar por escribir y actuar en una película. Pero, por desgracia, Stallone le cogió gusto a la escritura e imaginó cimas del séptimo arte como Cobra y Rambo, revelándose como un guionista repletísimo de matices… Dada su vocación de artista global, ha llegado a dirigir también varios Rockys, incluido el último y reciente, un patético intento por revitalizar su carrera. Stallone no ha sido el único. Hay más. Aquí va una somera lista de actores-guionistas:
–Ben Affleck y Matt Damon diseñaron un triunfante relato de joven conflictivo en El indomable Will Hunting.
-El duro Chazz Palmintieri desplegó una inusitada sensibilidad en Una historia del Bronx.
-Nia Vardalos triunfó con la autobiográfica Mi gran boda griega. Para el año próximo será guionista y protagonista del nuevo proyecto dirigido por Tom Hanks: A Wilderness of Monkeys.
-Emma Thompson adaptó a Jane Austen con Sentido y sensibilidad y, más tarde, con Orgullo y prejuicio.
-De la pluma de Sam Sephard han salido algunas colaboraciones con Wim Wenders, como la subterránea París-Texas o la reciente Llamando a las puertas del cielo.
-En Antes del atardecer, Julie Delpy e Ethan Hawke idearon la continuación de una película que ambos protagonizaron diez años antes: Antes del amanecer.
Precisamente Hawke y Sephard ejemplifican una variante curiosa, la de los actores metidos a novelistas. Hawke escribió The Hottest State, una historia que él mismo está dirigiendo para el cine; Sam Sephard es reconocido como un escritor duro y lacónico, de frontera, con un estupendo libro de relatos titulado Crónicas de motel.