Título original: Nanjing, Nanjing. |
SINOPSIS
China, Diciembre de 1937. El país está en guerra con Japón. Beijing y Shanghai ya han caido. Las tropas japonesas llegan a las puertas de Nanking, la capital. Después de semanas de bombardeos los oficiales locales y extranjeros han huido de la ciudad en ruinas. Kadokawa, un silencioso y romántico soldado japonés, observa la brutalidad de la guerra, incapaz de impedir sus acciones. Nanking se está convirtiendo en un infierno. Todos se esfuerzan en sobrevivir en una ciudad donde la muerte es más fácil que la vida.
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CRÍTICAS
[Sergi Grau, Colaborador de CinemaNet]
Nanking, 1937-1938
A finales de 1937 las tropas japonesas, tras ocupar Beijing y Shangai, invadieron la que había sido declarada capital provisional de la China ocupada, Nanking; previa la llegada de la milicia, la ciudad fue masivamente bombardeada, lo que precipitó la huída de los oficiales locales y la evacuación del grueso de extranjeros. City of Life & Death (o Nanjing, Nanjing!) nos sitúa en contexto en los créditos iniciales, que vienen acompañados de diversas postales antiguas con anotaciones que revelan sucinta, objetivamente esos antecedentes. Acto seguido vemos una secuencia que muestra el momento en el que el ejército japonés entra en la ciudad y trata de cerrar el paso de una munión de soldados y civiles chinos que desean abandonar la ciudad ya que los altos mandos la han dejado desguarnecida. Cuando la secuencia alcanza su clímax la imagen funde a negro, y prosiguen los créditos. De este modo Lu Chuan, el guionista y director de la película, aísla, por así decirlo, esa secuencia, un modo de subrayar que lo que le interesa es el después, la exposición de los hechos que ocurrieron cuando Nanking ya había, por decirlo en términos militares, capitulado.
Puede decirse que la película se centra en lo que los anales de la Historia han denominado “La violación de Nanking”, en referencia a las atrocidades cometidas por el ejército japonés con la población civil china. Según datos extraídos de la Sentencia del Tribunal Militar Internacional para el Lejano Oriente, se estima que se cometieron más de 200.000 asesinatos de soldados y civiles sólo durante las primeras seis semanas de la ocupación, así como unas 20.000 violaciones en apenas el primer mes. Ello sin embargo, la visión que de esos hechos mantiene la nación japonesa dista de esa percepción, y en el país del sol naciente no son pocas las voces que denuncian una exageración (o hasta invención) de los hechos.
Todo este prólogo de contextualización histórica sirve para decir que una de las muchas virtudes que se pueden predicar de la película que nos ocupa tiene que ver con sus elecciones argumentales y la gestión de las razones de moralidad (y su carencia) que habitan en el relato. Hablo del tratamiento de los personajes, y, en general, de lo que llamamos el punto de vista, que no es otro, lógicamente –pues se trata de una superproducción avalada por el gobierno de la China–, que el de la nación que vivió en sus carnes (o más bien debería decir en las carnes de su pueblo) la invasión y todos los horrores implicados en ella.
La película, en su pretensión de radiografía histórica detallada, le concede mucha importancia a la construcción de una atmósfera visual que habilite lo descriptivo, a veces recurriendo a lo panorámico -la ciudad en ruinas, la gente abarrotando una iglesia, los presos avanzando penosamente por las calles, los campos y la playa repletos de cuerpos sin vida, los lindes de la zona de seguridad atestados de anónimos porfiando por acceder a su interior-, otras, ancladas a la expresión en el montaje –v.gr. la brillante secuencia que muestra el desfile de la victoria japonés, o las secuencias de guerra que acaecen al principio del filme, cuyas estrategias para la búsqueda de realismo, a mí, como a tantos otros, me trajeron recuerdos de las maneras cinematográficas esgrimidas por Steven Spielberg en Save Private Ryan, 1996-.
Ello sin embargo, para desgranar los acontecimientos, Lu Chuan recurre a lo eminentemente dramático, al perfil de una serie de personajes, de uno y otro bandos, con peso definitivo en la particular trascripción de la Historia que efectúa la película. Una trascripción que, tras todo lo dicho, no pretende quedarse con lo meramente objetivo, sino que básicamente quiere explotar, por la vía del dolor, a veces insoportable dolor, las más poderosas razones épicas. Y que conste que no considero esto como un hándicap, simplemente como una elección determinada.
Guardando ciertas semejanzas con un planteamiento argumental de Letters from Iwo Jima (Clint Eastwood, 2007) -en la que el personaje encarnado por Ken Watanabe servía a modo de puente entre los dos bandos contendientes, pues había residido un tiempo en América antes de estallar la guerra, y sentía cierta inclinación sentimental por el sobrevenido enemigo-, en City of Life & Death hay un constante careo entre sentimientos (más que razones) que incumben a ocupantes y ocupados, invasores y víctimas, japoneses y chinos.
Hay diversos personajes chinos con papel preponderante en la trama, algunos tan llamativos como Lu Jianxiong, el soldado chino que comanda la defensa de la ciudad en la desigual escaramuza final –inicial, en la cronología de la película- con los japoneses, quien apenas sobrevive para después ser aniquilado por el fuego indiscriminado del enemigo contra los prisioneros, personaje llamativo porque apenas aparece durante la media hora inicial, media hora (de hecho, unos cuantos planos) que a Lu Chuan le basta(n) para mostrarlo primero como un héroe y después, en una visualmente arrebatada exacerbación lírica, como un mártir que simboliza no sólo la terrible pérdida en vidas humanas sino el acicate espiritual, y hablo claro de espíritu nacional, de los pocos que sobreviven –como el joven Xiaodouzi, que le acompaña en su final y cuyo rostro sonriente, el rostro de la supervivencia, la sonrisa de la juventud, no por azar cierra la película–.
Sin embargo, probablemente el personaje protagonista resulta ser un soldado japonés, Kadokawa (Hideo Nakaizumi), y, ahí radica la habilidad del cineasta, se trata de un personaje positivo ello y a pesar de que en todo momento sirva a la causa del país invasor, un personaje cuyo itinerario dramático –canalizado a través de su relación con una prostituta japonesa, Yukio, de la que se enamora– acaba funcionando como oposición de la innombrable crueldad del ejército japonés, oposición resuelta con la solución final, el suicidio, que Lu Chuan descifra como única alternativa posible a la humanidad que atesora Kadokawa. De tal modo, Lu Jianxiong y Kadokawa desentrañan el meollo del discurso de Chuan: el vencido vencedor y el vencedor vencido (y perdonen el retruécano), dos víctimas de la guerra, al fin y al cabo, hermanados por su muerte pero separados por el sentido de la misma.
El resto de los personajes, tanto algunos oficiales o soldados japoneses como los civiles chinos (y cooperantes extranjeros), sí que sirven al arquetipo, al deslinde entre verdugos y víctimas, arquetipo cimentado en buena medida en razones de moralidad, pues las víctimas hacen gala de un profundo sentido del altruismo mientras que los soldados japoneses reproducen secuencias donde su inquina queda especialmente patente (ello resumido a través de otra oposición, la que se establece entre el malvado oficial que vigila la entrada de la zona de seguridad –que, por ejemplo, se sirve de unos niños para introducirse en ella y quebrantar el pacto- y Mr. Tang (Wei Fan), el ayudante del comisario nazi John Rabe, a quien el japonés siempre reta y maltrata de palabra, y contra quien Tang, al final, puede esgrimir el valor de la vida, de la supervivencia de su vástago, en otro ejemplo de las razones épicas de la película y, también, en otro ejemplo de la sobresaliente puesta en escena de esas razones –el largo plano del fusilamiento, la víctima en segundo plano, el soldado en primer plano, pero desenfocado-).
Sin embargo, Chuan maneja con tanta credibilidad los motivos particulares como la generalidad, pues es capaz de arrancar la emoción o la turbación sin recurrir a esos personajes-guía. Todo ello queda perfectamente plasmado en el bastante largo pasaje que detalla la violación sistemática de las mujeres, pasaje de gran intensidad, tratado en imágenes con un pudor admirable, a la postre mucho más efectivo que la explicitud, y en el que el cineasta va dejando en nuestra retina una sucesión de secuencias inolvidables, desde aquélla en la que las diversas chicas, reunidas en el interior de una iglesia, se ofrecen voluntarias para ser violadas por los soldados japoneses a cambio de obtener víveres hasta aquella otra en la que vemos cómo unos soldados japoneses amontonan cuerpos desnudos y sin vida de algunas de esas mujeres en un carromato que, al marchar, pasa por delante de la milicia japonesa.
Por su sapiente y penetrante descripción de la crueldad convertida en sistemática, no es de extrañar que muchos espectadores hayan hallado los ecos de películas como Schindler’s List (otra vez Spielberg, 1993) o The Pianist (Roman Polanski, 2001), pues en efecto City of Life & Death apela a sentimientos muy cercanos a los que despierta la visión del Holocausto (algo que, de paso, funciona –merced del presupuesto y de la repercusión de la película- como una reivindicación por parte de los responsables últimos de la obra).
Con esta su tercera película, que tardó cuatro años en dar por terminada, Lu Chuan alcanza el mayor rango profesional en su cinematografía de origen, un prestigio que muchos ya han comparado con el del más célebre de los cineastas chinos, Zhang Yimou. Y la verdad es que, en mi modesta opinión, no sobran parabienes ante el monumental ejercicio cinematográfico que supone City of Life & Death. Chuan erige una colosal epopeya trágica, una de esas obras cuyas imágenes reclaman su valor intrínsecamente cinematográfico, más allá del relato (en este caso, histórico) al que sirven.
Buena prueba de ello es el hecho de que, manejando como se manejan temas de lo más ominosos, nos hallemos ante una poderosa apuesta por la belleza y la fascinación. Una belleza que pasa por mixturar de un modo armónico estrategias de montaje y de puesta en escena, la planificación basada en la filmación en steadycam y un laborioso montaje corto (utilizado en las secuencias que muestran la irrupción de la violencia) con el inapelable rigor escénico en la hechura y movimientos de los planos generales y panorámicos.
Una belleza construida desde el aprovechamiento estético de los recursos cinematográficos, como la utilización del sonido o la búsqueda de una determinada, pareja, expresividad en el rostro de todos los actores. Construida, sobretodo, desde la esmerada fotografía en blanco y negro, cuya rara y uniforme densidad lumínica –atiéndase al hecho de que nunca sale el sol- convoca ese tono en el que la descripción sobria, realista, se da la mano con un acervo lírico, triste, y también solemne, que lo inunda todo.
Merced de la mayúscula sintonía que establece con su operador lumínico (cuyo nombre, Yu Cao, debe figurar obligatoriamente en la reseña de la película), Chuan puede aprovechar, con tanto sentido narrativo como capacidad para la sugestión visual, las infinitas posibilidades que ofrece la profundidad de campo y el juego con las distancias focales cuando se dispone del suficiente talento para ponerlas en solfa.
[Juan Orellana, Paginasdigital]
«Vivir es más difícil que morir»: es la sentencia conclusiva de este film chino que se puede definir como una auténtica galería de los horrores. El director Lu Chuan nos lleva a la ciudad de Nanking, en plena guerra chino-japonesa, para mostrarnos el brutal genocidio que en 1937 acabó con 300.000 civiles chinos. Hombres, mujeres y niños fueron objeto de las torturas, violaciones y asesinatos más cruentos que se pueda imaginar.
La película recurre a un magnífico y maniqueo blanco y negro para contarnos, en un lenguaje narrativo y de montaje muy modernos, la tragedia de la guerra. Y lo hace desde la perspectiva de algunos personajes que tratan de humanizar un auténtico infierno. Y a pesar del horror que el espectador tiene que contemplar, el film es rico en elipsis y fueras de campo que nos ahorran sufrimientos aún mayores. Algunos personajes son históricos, como el nazi -que curiosamente es el Schlinder de este film- y otros son pura ficción.
La película es excesivamente larga y excesivamente dura, rodada con mucha maestría, y con un claro carácter propagandístico de ajuste de cuentas. Con todo, estamos ante una impactante obra que se llevó la Concha de Oro en el último Festival de San Sebastián. Parece que el siglo XX está siendo sometido a un implacable juicio cinematográfico que nos está dejando cintas inolvidables.
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