A FONDO
[Sergi Grau. Colaborador de Cinemanet]
EL SIGLO XX A TRAVÉS DEL CINE
11. OLIVER STONE
Película: JFK, caso abierto
Temática: El asesinato de Kennedy
“Sobre la base de mi propia experiencia,
puedo afirmar que temo de forma racional
que el fascismo pueda llegar a América
en nombre de la seguridad nacional”
Jim Garrison
Aunque su controvertida filmografía está poblada por diversos paisajes argumentales y temáticos, Oliver Stone alcanzó sus mayores cotas de prestigio en los filmes, rodados en los años ochenta y especialmente noventa del siglo pasado, en los que propuso una radiografía socio-política de los turbulentos sixties de su país de origen, los EEUU. Una radiografía principalmente focalizada en la guerra de Vietnam –auténtico subgénero bélico del cine norteamericano contemporáneo, al que aportó un muy recomendable tríptico formado por Platoon (1986), que le valió su primer Oscar, Nacido el cuatro de julio (1989), que le valió su segundo, y, El cielo y la tierra (1993)-, pero a la que se debe añadir el crudo biopic Nixon (1995), el filme sobre Jim Morrison y la banda The Doors (1993), y por supuesto el título que aquí nos ocupa, y probablemente su mejor película, JFK: caso abierto (JFK, 1992).
A poco de pensarlo tiene toda la lógica: el cenit de esa crónica cinematográfica de Oliver Stone a “la pérdida de inocencia” de su país en los años sesenta no podía tener otro protagonista que el Presidente americano asesinado en Dallas el 22 de noviembre de 1963 en extrañas circunstancias. Convertir esas “extrañas circunstancias” en un eufemismo, y dilucidar el tabú escondido, es la tarea intrépida a la que Jim Garrison, Fiscal del distrito en Nueva Orleáns, se lanzó en su día. Así, partiendo del material inmejorable del libro Tras la pista de los asesinos de Garrison, y de Crossfire: The Plot that Killed Kennedy, de Jim Marrs, Stone no renuncia a narrar con una minuciosidad no enfrentada con lecturas más evidentes la investigación que el Sr. Garrison –encarnado por un esforzado Kevin Costner– llevó a cabo de aquel terrible suceso acaecido en Dallas.
Son muchos y muy diversos los personajes que la película pone en la picota (interpretados por auténticos pesos pesados, como Jack Lemon, Donald Shuterland, Tommy Lee Jones, Joe Pesci, Walter Matthau, Kevin Bacon y Gary Oldman, entre otros), y entre ellos, bajo la batuta de la investigación de Garrison, van desgranando a modo de puzle irresoluto diversos acontecimientos de índole político y militar que antecedieron el asesinato, por un lado, relativas a la vida y circunstancias personales de Lee Harvey Oswald, por otro, y también las relativas al momento fatídico en la calle Elm de Dallas. Stone no se amedrenta por la información que manipula en imágenes, y no duda en señalar al gobierno y los poderes militares como autores mediatos de lo que el protagonista de la película llama “golpe de estado”, entroncando –durante diversos segmentos de la película, pero especialmente en el arrebatador speech final- el sino del pueblo americano con el de Hamlet, el hijo de un rey asesinado por los que ahora gobiernan.
La obsesión de Stone por amonestar la versión oficial –la que resolvió la Comisión Warren- se sirve desde la contundencia, pero también utilizando sutiles estrategias narrativas. Por ejemplo, podemos atender a los veinte primeros minutos del metraje, que cronológicamente acaecen desde el momento en que se produce el magnicidio hasta que, unos días después, Garrison desecha una información de una fuente anónima sobre la que elucubró una primera sospecha. En ese segmento inicial, de lo más tenso, Stone deja que sean las imágenes de diversos televisores –en un bar, en la oficina de Garrison, en su casa- los que vayan puntuando los acontecimientos, sea la notificación del atentado, el comunicado oficial de la muerte de Kennedy, la detención de Oswald y las primeras imágenes que hablan de su pasado comunista, y su asesinato en directo a manos de Jack Ruby. Esta cesión de la narrativa al punto de vista catódico –la cámara encuadra la pantalla televisiva a veces a medio término, en parte del encuadre, o en ocasiones ocupándolo completamente- incide en el punto de vista oficial: lo que se le cuenta al pueblo americano, que el resto del filme tratará de refutar.
A pesar de las deliberadas connotaciones políticas, ésta es una película que esencialmente versa sobre una investigación criminal. Siendo protagonizada por un equipo de fiscales –no por policías o investigadores privados-, las diversas (muchísimas, a lo largo de 190 minutos) pistas se dirimen mayoritariamente con base a la rigurosidad procesal que atañe al Ministerio Público, a través de entrevistas con testigos, lecturas de informes, sospechas e inferencias. Stone es consciente de la complejidad de los enunciados puestos en la picota –y la trascendencia de muchos personajes secundarios en la confección de la causa criminis de Garrison-, pero, renuente a simplificar esos enunciados, efectúa un severo esfuerzo de sincreción, utilizando como método la continua incursión de esos insertos. Si a Stone a menudo se le ha criticado los excesos con el montaje, en la formulación de la presente obra ese exceso no es tal, pues está plenamente justificado en la necesidad de ir perfilando ese mosaico cada vez más inmenso. Cierto es que seguir la trama no resulta fácil en el primer visionado, al igual que ciertas causas criminales, las más complejas, precisan de un concienzudo y lento análisis. Habiendo revisado la película en diversas ocasiones, puedo decir que la información entregada al espectador guarda una congruencia con la realidad adaptada (el libro de Garrison), y el entramado narrativo estrictamente cinematográfico está bien cohesionado.
JFK es una obra muy meticulosa tanto en su escritura como en su puesta en escena, que asume sus riesgos y no cede en su valiente definición, logrando un perfecto balance entre lo intenso y lo sincrético, entre lo explosivo de su discurso y las herramientas de rigor por las que ese discurso se alcanza. Baste tomar una secuencia como referencia, que define el esmero de Stone en la transcripción tanto objetiva (datos relevantes) como subjetiva (cómo afectan a Garrison esos datos). Transcurre a principios de la investigación: en una vigilia, Jim Garrison está leyendo el informe de la Comisión Warren, y van apareciendo insertos, de las declaraciones que lee, primero, y de lo que se cuenta en ellas, después; Garrison estudia las notas de un testigo que dijo que le pareció que se escuchaban ráfagas y que vio humo procedente de un arbusto; Jim extrae la idea clave del filme: la existencia de más de un tirador, por tanto de una conspiración; Stone enfatiza ese instante decisivo con una solución visual en la que, tras el inserto, Garrison ya no está leyendo, sino que estaba durmiendo y se despierta sobresaltado; sin conceder más tregua al espectador, cuando habla con su mujer introduce otra idea: que existen indicios de que Oswald pudo pertenecer a un servicio de inteligencia; su mujer, adormecida, le reprocha que le dé tantas vueltas a un tema ya enjuiciado (anticipando la tormenta familiar que acabará por llegar), y le pide que se vaya a dormir; Garrison le responde con contundencia: “maldita sea, llevo tres años durmiendo”.
El director de Wall Street es capaz de evitar la senda del documental mediante la contraprestación narrativa de esos segmentos familiares de Garrison, que coadyuvan a la empatía del espectador con lo que sin duda es un héroe contemporáneo, aquel que busca la verdad contra viento y marea, el que acaba rozando la locura en su empecinamiento por conocer lo que yace bajo una superficie inmaculada y mentirosa, pagando el precio del que Ibsen nos hablaba en su inmortal obra Un enemigo del pueblo. La puerilidad sana de Stone culmina con unos créditos finales puntuados con la (enésima) magistral partitura de John Williams y que rezan que “la película está dedicada a todos los jóvenes en cuyo corazón se abre paso el respeto y la lucha por la verdad”. Y una rúbrica optimista, “El Pasado Es Prólogo”, hermosa máxima de uno de los más acreditados presidentes norteamericanos, Abraham Lincoln.