Película que vuelve a mostrar el lado oscuro del “sueño americano”, con un fatalismo quizás excesivo, pero enormemente lúcido en su retrato de las espeluznantes secuelas del individualismo hedonista en padres, alumnos, profesores y políticos. Un patético materialismo práctico, que vuelve a instaurar el dominio del más fuerte y condena a los débiles a la marginación, la soledad y la desesperación. Indirectamente propone un camino educativo radical que consiste en acoger y acompañar al otro, educarle mirándole con toda su dignidad y valor, y sobre todo, vincularse para siempre con esa persona.
ESTRENO RECOMENDADO POR CINEMANET Título original: Detachment |
SINOPSIS
Henry Barthes es un profesor solitario y vapuleado por la vida, al que contratan como sustituto para que imparta Literatura en un caótico instituto neoyorquino. Dirigido por la comprometida pero desbordada Carol, el colegio está al borde de la desaparición por culpa de la violencia y desmotivación de los alumnos, la frívola complicidad de los padres y la desesperación de los profesores, que ya no saben qué hacer para llevar a cabo su misión. Henry romperá el decadente ritmo del colegio, pues él ha sufrido la misma confusión y los mismos dramas que sus alumnos, a los que habla sin tapujos, con cariño y fortaleza a la vez. Así trata a su sufrida alumna Meredith —cuya obesidad y estética gótica le ganan las burlas de sus compañeros y de su propio padre—, y así trata también a Sarah, una menor sin familia ni hogar, que se prostituye en la calle desde hace tiempo, y a la que Henry acoge en su modesto piso.
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CRÍTICAS
[Mª Ángeles Almacellas – CinemaNet]
Henry Barthes (Adrien Brody) es un profesor introvertido, solitario y lleno de amargura. Ama la belleza y se refugia en ella como única posible evasión, aunque fugaz, de una vida irremediablemente carente de sentido. Le sigue atormentando el recuerdo de una triste infancia, sin padre, con una madre alcohólica y con la figura desdibujada de un abuelo, al que ahora visita en una residencia, aquejado de demencia. El amor, si puede así llamarse, es sólo un consuelo pasajero, un refugio para respirar un instante por encima del dolor que oprime al ser humano.
Éste es el drama humano que presenta la película: desarraigo, incomunicación, soledad, falta de cauce para dar curso a los sentimientos. Es el hombre arrojado en un mundo hostil en el que lo único que puede hacer es sobrevivir del modo menos malo posible. Es la vida humana carente de sentido y sin un atisbo de esperanza.
Para Barthes, cada joven necesita a alguien que le oriente para no sucumbir totalmente al drama humano y le enseñe cómo poder evadirse, por lo menos en algún momento, del insoluble caos de problemas y sinsabores que atenaza a todo ser humano. Y eso le ha llevado a ser él mismo profesor. Pero profesor sustituto, porque, incapaz de establecer vínculos sólidos y permanentes, no se queda definitivamente en ningún sitio ni con nadie. Es el “hombre sin rostro” de la fotografía de Meredith.
Tal como ya no le alcanza el mal que quieren hacerle, también es impenetrable para las relaciones humanas. Es una buena persona y se conmueve ante el dolor ajeno. Intenta poner bálsamo a las heridas, da con generosidad, pero es incapaz de darse, de abrirse al encuentro personal. Las dramáticas escenas de Meredith, la alumna obesa y marginada por sus compañeros, y de Sarah, la prostituta a la que acogió, ambas llorando y suplicándole que no las rechace, son la imagen de esa incapacidad por el compromiso de quien está encapsulado en su propia soledad.
El resto de “educadores”, claustro de profesores y padres de alumnos, son personajes vacíos y desolados, que constituyen, a su vez, el reflejo de la imposibilidad de dotar a la vida de un mínimo de sentido. La responsable del centro, que un día pudo haber tenido la falsa ilusión de educar, aparece totalmente hundida, con su vida privada hecha añicos, como el jarrón que un día simbolizó el amor de su marido, incapaz de ocupar el sillón de directora, postrada en el suelo de su despacho, convocando desde allí a los profesores. Y los padres, ausentes, con dejación de sus responsabilidades, o vociferantes y amenazadores ante quien les incomoda. Así, los jóvenes aparecen solos, impelidos por sus propias pasiones, sus miedos e inseguridades, sin saber a dónde van. Porque en el mundo de El profesor, en realidad, no hay a dónde ir, en el horizonte humano sólo aparece el vacío, la nada.
Barthes, de pie en el aula, apoyado en su mesa, de cara a los alumnos, lee en voz alta. A la imagen de la figura literaria de un castillo en decadencia, donde la hojarasca de un otoño sobrecogedor va avanzando entre la soledad y la destrucción, se va superponiendo la imagen del aula, vacía de alumnos, en la que las hojas, en este caso de los cuadernos escolares, van avanzando arrastradas locamente por un viento devastador entre las mesas derrumbadas y rotas. Todo es desolación y ruina ante la soledad del profesor. No hay salvación, en un mundo con total ausencia de trascendencia, no sólo religiosa, sino de todo aquello que implique que el hombre es algo más que mera materia fungible.
Sólo al final, un abrazo, suscita en el espectador una tenue luz de esperanza de que el amor todavía es posible y, por tanto, la redención del hombre.
[Juan Orellana – Pantalla90]
El director Tony Kaye, que sorprendió hace 14 años con American History X, vuelva a afrontar la emergencia educativa con esta obra de madurez escrita por el debutante Carl Lund. La premisa argumental es complicada: un educador que ha sucumbido a la falta de sentido, que ha perdido las respuestas por el camino de su vida. ¿Es posible educar así? Y ahí reside el interés de la película. Si no sabemos si hay respuestas, al menos seamos serios con el drama de la vida y vayamos hasta el fondo de la experiencia, sin trampas ni atajos. El filme no hace una propuesta educativa, en el sentido de que no indica un camino preciso de certezas, pero hace un diagnóstico valiente: los educadores hemos fracasado, viene a decir, porque ya no partimos de la experiencia, la de los jóvenes y la nuestra, que es la misma. Barthes lo tiene muy claro: “Necesitamos algo más”.
A la vez, la película muestra con acierto la ausencia total de sentimentalismo en la relación educativa de Barthes. No se trata de edulcorar el drama humano con inconsistentes paños calientes. Hay que mirar a la cara la falta de sentido. En ese sentido es un film realista: Barthes nunca sustituye a los jóvenes en sus decisiones y circunstancias, y siempre guarda una justa distancia, como en el caso de la chica obesa. ¿Acaso Barthes podía haber hecho otra cosa cuando ella decide hacer la barbaridad que hace? Los otros profesores se han ido desquiciando porque viven un dualismo educativo: por un lado lo que quieren —su proyecto ideal—, y por otro la imposibilidad de que se realice ni lo más mínimo. El protagonista no sucumbe porque parte siempre de cero. No hay proyecto. Empieza siempre por compartir su experiencia, su nada.
Sin embargo, el filme indirectamente sí propone un camino educativo radical a través de la trama de la adolescente ninfómana, y que consiste en acoger y acompañar al otro, educarle mirándole con toda su dignidad y valor, y sobre todo, vincularse para siempre con esa persona. La metáfora del abrazo, tan presente en el cine contemporáneo —en Babel, Crash, Profesor Lahzar…— vuelve a expresar con toda su fuerza la necesidad de abrirse, acoger y ser acogidos.
Desde un punto de vista narrativo, cabe preguntarse si era necesaria la trama biográfica del profesor Barthes. Quizá no, pero ciertamente sirve para mostrar por qué él comparte con los chicos la soledad, el dolor y la falta de sentido. Y quiere partir desde ahí con ellos.
[Jeronimo José Martín – COPE]
Henry Barthes (Adrien Brody) es un profesor solitario y vapuleado por la vida, al que contratan como sustituto para que imparta Literatura en un caótico instituto neoyorquino. Dirigido por la comprometida pero desbordada Carol (Marcia Gay Harden), el colegio está al borde de la desaparición por culpa de la violencia y desmotivación de los alumnos, la frívola complicidad de los padres y la desesperación de los profesores (James Caan, Lucy Liu, Blythe Danner, Tim Blake Nelson…), que ya no saben qué hacer para llevar a cabo su misión. Henry romperá el decadente ritmo del colegio, pues él ha sufrido la misma confusión y los mismos dramas que sus alumnos, a los que habla sin tapujos, con cariño y fortaleza a la vez. Así trata a su sufrida alumna Meredith (Betty Kaye) —cuya obesidad y estética gótica le ganan las burlas de sus compañeros y de su propio padre—, y así trata también a Sarah (Christina Hendricks), una menor sin familia ni hogar, que se prostituye en la calle desde hace tiempo, y a la que Henry acoge en su modesto piso.
A pesar de que su argumento puede sonar a mil veces tratado por el cine contemporáneo —ahí están El Club de los Poetas Muertos, Profesor Holland, El indomable Will Hunting, Descubriendo a Forrester, Diarios de la calle, La Ola, La clase, Profesor Lahzar…—, tiene un gran interés este nuevo largometraje del londinense Tony Kaye, autor hace catorce años del impactante drama American History X, sobre un judío neonazi en Estados Unidos. En El profesor vuelve a mostrar el lado oscuro del “sueño americano”, con un fatalismo quizás excesivo, pero enormemente lúcido en su retrato de las espeluznantes secuelas del individualismo hedonista en padres, alumnos, profesores y políticos. Un patético materialismo práctico, que vuelve a instaurar el dominio del más fuerte y condena a los débiles a la marginación, la soledad y la desesperación.
La película adquiere una sobresaliente potencia emocional gracias a la cruda veracidad interior del vigoroso guión del debutante Carl Lund, más eficaz que la dureza exterior de la puesta en escena, a menudo incómoda, aunque también desbordante de autenticidad gracias a las excelentes interpretaciones de todos los actores, y especialmente de la joven Christina Hendricks y de un Adrien Brody pletórico, en su mejor trabajo desde El pianista. En fin, un certero puñetazo en el mismo estómago de la destructiva ideología dominante, algo limitado por su falta de trascendencia religiosa, pero luminoso en su constatación del poder redentor del amor verdadero —es decir, generoso y desinteresado—, y en todo caso necesario como terapia de choque.
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