Fascinante película que a pesar de sus discutibles limitaciones, plantea una profunda reflexión sobre Dios, la religión y la fe, con especial incidencia en la confianza en la providencia divina, el sentido del sufrimiento y la naturaleza como imagen de Dios. Aunque se simplifica bastante el rico fondo religioso y filosófico del libro —sobre todo en el desconcertante desenlace—, al ser suficientemente abierta y ambigua, puede ser motivo de interesantes debates.
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ESTRENO RECOMENDADO POR CINEMANET Título original: Life of Pi. |
SINOPSIS
Pi Patel es un muchacho cuyo padre es el dueño del zoológico de la ciudad de la India en la que viven. Su familia decide marcharse a Canadá, pero una tormenta hace naufragar el barco en el que viajan. Pi consigue salvarse gracias a una barcaza en la que también hay otro “pasajero”, un tigre de Bengala al que el joven intentará domar para poder sobrevivir.
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CRÍTICAS
[Jeronimo José Martín – COPE]
Primero lo intentaron sin éxito el indio M. Night Shyamalan, el mexicano Alfonso Cuarón y el francés Jean-Pierre Jeunet. Pero ha sido finalmente el taiwanés Ang Lee (Comer, beber, amar, Sentido y sensibilidad, La tormenta de hielo, Tigre y Dragón, Hulk, Brokeback Mountain, Deseo, peligro) quien ha llevado al cine La vida de Pi, la original novela del canadiense nacido en Salamanca Yann Martel, ganadora del prestigioso Booker Prize de 2002, y de la que se han vendido más de siete millones de ejemplares en todo el mundo desde que fuera publicada en 2001, tras ser rechazada por media docena de editoriales. Aunque Lee simplifica bastante el rico fondo religioso y filosófico del libro —sobre todo en el desconcertante desenlace—, logra una fascinante película, con momentos de grandísima belleza, en los que da un paso adelante en el empleo del 3D estereoscópico que han realizado recientemente directores de la talla de James Cameron, Martin Scorsese, Steven Spielberg, Wim Wenders o Werner Herzog.
Canadá, en la actualidad. Por sugerencia de un amigo común, un joven escritor en crisis creativa (Rafe Spall) escucha la alucinante historia, supuestamente real, que le relata un hombre indio (Irrfan Khan), emigrado allí hace años. India, años 70. Pi Patel (Suraj Sharma) es un adolescente vitalista, que vive en Pondincherry, al sur de la India, donde su familia regenta un zoo. El padre de Pi (Adil Hussain) es un agnóstico racionalista, la madre (Tabu) es hindú convencida y el chaval, fascinado por Dios y las religiones, acaba practicando el catolicismo —tras ser bautizado—, el hinduismo y el islamismo, al tiempo que adquiere conocimientos casi enciclopédicos sobre zoología. A causa de la inestabilidad política del país, la familia decide emigrar a Canadá, llevándose consigo sus animales más exóticos en un inmenso barco mercante japonés. Pero el navío naufraga durante una tempestad cerca de la Fosa de las Marianas, y sólo sobreviven en un bote salvavidas Pi y cuatro animales: una cebra, un orangután hembra, una hiena macho y un tigre de Bengala al que Pi llama Richard Parker. Sus conocimientos zoológicos permiten a Pi sobrevivir de mala manera hasta que sólo quedan en el bote el tigre Richard Parker y él. Perdido en el Océano Pacífico, casi sin comida ni agua, rodeado de tiburones y amenazado por tormentas, Pi establece con el tigre una singular relación, que le permite mantener la esperanza de que Dios realizará un milagro y los salvará.
La sensacional interpretación del joven indio Suraj Sharma —que debuta como actor—; el abigarrado retrato inicial de la familia de Pi, sus andanzas en el zoo y su singular proceso espiritual; el impresionante naufragio; la increíble animación digital de los animales en el bote salvavidas; escenas como el mar fosforescente, la aparición de la ballena o la misteriosa isla de los suricatos… Todos esos elementos ya justificarían de por sí la inclusión de La vida de Pi entre los grandes títulos del cine contemporáneo. Porque, además, la puesta es escena de Ang Lee es magnífica en cada plano, en cada secuencia, de modo que refuerza la enorme capacidad emocional de todo el relato.
Pero es que, además, a pesar de sus discutibles limitaciones, la película plantea una profunda reflexión sobre Dios, la religión y la fe, con especial incidencia en la confianza en la providencia divina, el sentido del sufrimiento y la naturaleza como imagen de Dios. Ciertamente, Ang Lee subraya en exceso el sincretismo religioso del protagonista, y desconcierta en el inquietante desenlace abierto del filme, que parece obligar al espectador a elegir una de las dos historias que finalmente relata el narrador, como si quisiera contentar tanto a los creyentes como a los ateos. Son enfoques erróneos, que enturbian los planteamientos muchos más profundos y ricos de la novela original, presentes de todas formas en el trasfondo de la película.
En efecto, Yann Martel, aunque admira determinados aspectos del hinduismo y el islamismo, se declara católico practicante. Y, de hecho, a lo largo de toda su novela, desarrolla una antropología claramente católica, asentada en la racionalidad de la fe cristiana, proclamada con insistencia por el Papa Benedicto XVI y que, curiosamente, defiende sin saberlo el propio padre agnóstico del protagonista en su brillante apología de la razón. Una racionalidad que aleja y distingue al cristianismo del resto de las religiones, que mantienen un carácter mítico o mágico, y sólo reflejan de un modo parcial la realidad de Dios y del hombre. El propio Martel ha señalado: “La ciencia y la religión no tienen por qué chocar. Las veo más como complementarias, que como contradictorias”. De modo que la aparente ambigüedad del desenlace no reduce la religión a una especie de bálsamo que uno se fabrica para suavizar la crudeza de la realidad. Más bien, ancla radicalmente la religión en la realidad profunda del ser humano, con su fascinante capacidad de hacer cosas maravillosas, de superarse a sí mismo, de sacrificarse heroicamente por los demás, pero también con su naturaleza caída, profundamente herida por el pecado, y capaz también de cometer los mayores horrores. Y en ambas facetas actúa Dios a través de su providencia y de su gracia. Por eso insiste Martel en que “la religión trata sobre nuestra dignidad, no sobre nuestra depravación”, y en que “la fe en Dios es una apertura, un abandono, una confianza profunda, un acto libre de amor; pero a veces es tan difícil amar…”.
Para Martel, por tanto, la religión es la realidad más fuerte y menos escapista del ser humano, que da sentido a todos y cada uno de los momentos de su vida: tristes y alegres, rastreros y sublimes, e incluso a los más prosaicos y cotidianos. La religión no es fantasía, para nada; o está anclada en la realidad o no es religión. Y esto se refleja muy bien en su novela y también en la película, aunque quizás de un modo menos nítido. Las que sí quedan claras en ambas son la presencia de Dios en el mundo —”Todo tiene en sí una huella de lo divino”—, el poder de la oración y la necesidad de la fe religiosa para no caer en la desesperación del nihilismo. “La fe religiosa —afirma el novelista quebequés— hace la vida interesante”. Y, en otro momento: “La presencia de Dios es la mejor de las recompensas”. Y, aunque ciertamente “las dudas mantienen viva la fe”, según Martel “elegir la duda como filosofía de vida es como elegir la inmovilidad como medio de transporte”. De modo que apuesta sin complejos por la esperanza: “La oscuridad se moverá y desparecerá con el tiempo; y Dios seguiría siendo un punto brillante de luz en mi corazón”.
Esta apertura a la trascendencia cristiana cuaja en la película en un bellísimo acercamiento al catolicismo a través del sacrificio de Cristo en la Cruz, presentado como modelo a imitar por cada ser humano. Un acercamiento que, en cierto modo, encarna otra de las afirmaciones más conocidas de Martel en La vida de Pi. “El principal campo de batalla para el bien no es el espacio abierto de la plaza pública, sino el pequeño claro de cada corazón”. En fin, seguramente haya otras interpretaciones de este libro y este filme tan fascinantes y complejos. En todo caso confirman su calidad estética y su hondura antropológica, al tiempo que ejemplifican lo que el propio Yann Martel ha afirmado en su posterior novela Beatriz y Virgilio: “Una obra de arte funciona porque es verdad, no porque es real”.
[Mª Ángeles Almacellas – CinemaNet]
Pi Patel, ya adulto y padre de familia, le cuenta a un escritor la increíble historia que vivió en su juventud. La familia Patel, que regentaba un zoo en la India, decidió un buen día trasladarse a Canadá para prosperar. Pero el carguero japonés en el que viajaban con algunos de los más valiosos animales, que pensaban vender al llegar a la nueva tierra, naufragó en una noche de terrible tormenta. Milagrosamente, el joven Patel se salvó del hundimiento, y empezó para él una auténtica aventura épica, en un bote a la deriva en medio de la inmensidad del Océano Pacífico, con una cebra, una orangutana, una hiena y un tigre de Bengala, llamado Richard Parker. Sólo el terrible tigre y Pi lograron sobrevivir a su largo periplo, perdidos en las aguas, hasta arribar, exhaustos, a las costas de México.
Todo ese tiempo en lucha por la supervivencia, arrostrando peligros, viviendo momentos de terrible zozobra y casi desesperación, representa para Pi un viaje iniciático. Porque la historia de aventuras y descubrimientos es realmente una metáfora de la vida misma. Antes, como niño, buscaba a Dios con curiosidad e interés, experimentando todos los caminos para llegar a Él, y descubría la vida amparado por el amor y la sabiduría de su familia. Náufrago en las aguas procelosas, tiene que asumir solo su responsabilidad de sobrevivir, sin abandonar jamás los sólidos principios éticos que le inculcaron sus padres, tratando de encontrar al mismo tiempo el sentido de la vida. Su búsqueda de Dios es ahora urgencia de su presencia. Su grito es el clamor angustiado del hombre sufriente que confía en Dios a pesar de su silencio. En medio de la inmensa maravilla de la Creación, solo, desvalido y rodeado de peligros que le acechan, su fe no vacila, pero implora desesperadamente al Creador que le ayude a conocer su voluntad, que le indique el sendero que debe esforzarse en seguir: “Todo lo he perdido! ¡Me rindo! ¿Qué más quieres?”
En una situación extrema, como es la presencia del tigre de Bengala en el bote, tiene que aplicar la gran lección de sabiduría que le dio su padre: Amar al otro no es verte reflejado a ti mismo en él, sino aceptarlo tal como es, respetarlo, procurar generosamente su bien, pero manteniendo entre ambos la distancia justa para que cada uno siga siendo quien es. Esta condición para el encuentro personal, la aprendió dolorosamente de Richard Parker y con él la ha cumplido en todo el tiempo de su naufragio hasta que, finalmente, ve, apenado, cómo se aleja sin volver la cabeza, sin una mirada, sin un gesto de amistad.
Las imágenes de la película son de una belleza indescriptible. La Creación toda entera es espléndida en su hermosura y entona un canto de alabanza al Creador. Pero los espectaculares planos que registra la cámara no sólo son un deleite para la vista. Representan el contrapunto con la violencia que implica la ley de la supervivencia en la naturaleza. El poder del más fuerte y astuto sobre el desvalido resulta de una repulsiva crueldad cuando no se contempla como una consecuencia del instinto, que es lo propio de los animales, sino que se juzga con raciocinio de persona humana, es decir como fruto de una decisión libre. En esos momentos, en que Pi no sigue el consejo de su padre de no juzgar al otro desde el propio reflejo, sino tal como es en sí mismo –un animal que come a otro para alimentarse–, no puede evitar que, como él mismo dice con amargura, aflore lo peor de sí mismo, la crueldad y el deseo de venganza, que, muy en el fondo, alberga en su corazón. Pero, cuando también él se ve obligado a actuar como un ser de instinto para poder sobrevivir, lo hace con llanto y pidiendo perdón al animal que sacrifica con una pena infinita. Vivir implica sufrir, pero sentirse vivo es una maravilla.
El final de la película puede parecer desconcertante, por cuanto la historia llega a quedar en suspenso, y el escritor (como el espectador) debe decidir por cuál de las dos versiones se decide. También eso tiene su significado: Los hechos hubieran podido ser de otro modo, los personajes de la historia podrían haber sido distintos, pero lo esencial, la búsqueda de Dios y del sentido de la vida, la bondad y la maldad en pugna, no en un mundo de buenos y malos sino en un mundo donde todos podemos ser a veces buenos y a veces malos, sería lo mismo. La responsabilidad personal de cada uno de optar libre y decididamente por adoptar actitudes éticamente valiosas aun en circunstancias extremadamente adversas, el valor de la oración para encontrar las fuerzas necesarias para mantener el rumbo de la vida, la fe inquebrantable en la presencia amorosa y providente de Dios a pesar de su silencio son principios inmutables para el hombre.
La vida de Pi no es en absoluto una película que se preste al relativismo ni al sincretismo religioso. Pi, en su juventud, busca a Dios en el hinduismo de sus padres, en el islamismo y en el cristianismo, pero no de forma superficial, buscando una religión de diseño para las propias apetencias, porque al final todo viene a ser lo mismo. Lo que inquieta y mueve al joven hindú es la búsqueda comprometida de la verdad, en relación personal, confiada y cercana con el Creador, el trato familiar en oración, y la confianza de un hijo a su padre, aun en las peores circunstancias, para preguntarle a gritos qué quiere de él si ya no puede más. Es la gran pregunta sobre el silencio de Dios, cuando Pi está amando al enemigo hasta arriesgar su vida por él y no ve a su alrededor más que soledad y peligros. En su viaje iniciático Pi adquiere la sabiduría de confiar en Dios, en su presencia amorosa, incluso en la incertidumbre del dolor y la proximidad de la muerte.
No es una película para niños porque la tensión de la lucha por la supervivencia de unos animales contra otros es, a menudo, de una gran violencia, y las escenas de tensión en el bote son extremadamente truculentas, sólo aliviadas por la certidumbre del espectador de que Pi saldrá indemne de su peligrosa convivencia con Richard Parker. La narración es circular, termina donde empieza, por tanto, ya se sabe que Pi sigue con vida y lleva una vida serena y feliz.
Pero para un público adulto, dispuesto a dejarse impregnar por la deslumbrante belleza que capta la cámara, por la profundidad de la poesía que canta la naturaleza y por la reflexión sobre la sabiduría de la vida, la película ofrece dos horas de auténtica delicia.
[Juan Orellana, Alfa y Omega]
¿Tienen sentido las religiones?
Llega la esperada adaptación que el veterano director Ang Lee ha hecho del famoso libro de Yann Martel, La vida de Pi. Un cuento para adultos en el que el sentido de la religión es el plato principal que se sirve en este festival de imágenes sorprendentes y cautivadoras.
La vida de Pi es un relato en flashback en el que un indio de Pondicherry (la India francesa) llamado Piscine Molitor Patel -conocido como “Pi”-, le cuenta a un escritor las peripecias de su vida. Unas peripecias que giran en torno al naufragio que sufrió cuando él y su familia se trasladaban a Canadá llevando en el barco los animales del zoológico del que eran propietarios y que iban a vender. Una brutal tormenta en el Pacífico hizo zozobrar el barco, ahogándose hombres y animales, excepto Pi, que se salva en una barca, peligrosamente acompañado de un tigre, una hiena, un orangután y una cebra.
La película es un cuento en el que los límites entre la imaginación del narrador (el protagonista) y la realidad se revelan equívocos y desdibujados. En este sentido, es muy parecida a Big Fish, de Tim Burton, aunque en aquella se subrayaban otros aspectos, como la relación paterno-filial. Aquí de lo que se habla es del sentido de la vida y del significado y valor de las religiones. Pi es un chaval inquieto que busca respuestas, tanto en los libros (Dostoievski, Camus,…) como en las religiones (hinduismo, cristianismo, islam…), de las que se queda con lo que le gusta. Su padre le recomienda que use la razón en vez de picotear de aquí y de allá, y le insiste en que es la ciencia la única que finalmente explica las cosas. Pero Pi prefiere creer en un Dios que esté más allá de las religiones particulares, o que más bien las englobe a todas. Su fe se pone a prueba cuando, viajando con su familia desde la India a Canadá para vender los animales de su zoológico, naufragan y se queda sólo en una barca en mitad del océano y acompañado de varias alimañas.
La película es deslumbrante en su fotografía -a veces excesivamente elaborada en postproducción- y el trabajo -real y digital- con el tigre es simplemente portentoso. Harina de otro costal es lo que sucede con las propuestas de fondo. Para centrar el asunto, Ang Lee lo ha dejado muy claro en unas declaraciones a la periodista Elaine Lipworth: “Realmente la religión ya no tiene sentido”. Ciertamente el autor del libro original es un católico practicante, al que le fascinan elementos del islam y del hinduismo, pero Ang Lee, que ha batallado siempre por la causa del relativismo moral, ha matizado convenientemente la cuestión religiosa en el film hasta su sutil neutralización. Su planteamiento parece claro. Por un lado se afirma claramente la necesidad de sentido del ser humano: la búsqueda de respuestas que ofrezcan una explicación total de la realidad. Pero por otro, se ofrecen dos vías de respuesta excluyentes: la racionalista científica y la respuesta religiosa.
Las dos se presentan como válidas, y según el personaje protagonista, uno elige la que más le gusta. En realidad, lo que parece concluir el film es que la religión es un revestimiento imaginativo, ritual y bello de las verdades “naturales”, las que conoce la ciencia, las únicas verdades. No hay una auténtica dependencia de Dios. La religión ayuda a sublimar y camuflar el mal y el dolor. También es cierto que el cristianismo aparece tratado con amabilidad, subrayando el misterio de la encarnación y la caridad, y las actitudes del protagonista son más cristianas que hinduistas. Probablemente es lo que queda de la impronta del autor de la novela.
Cuando el film habla de religión, Ang Lee se refiere a cualquiera, en condición de igualdad. Pi cree en Cristo, en Visnú y en Alá por partes iguales, como si la diferencia fuera insignificante. Ciertamente en la película se aprecia el sentido religioso como algo positivo, pero no deja de ser algo alternativo a la razón. Por eso el film es gravemente connivente con el reduccionismo moderno de la razón y de la fe. Queriéndolo o sin querer, finalmente es la imaginación y la sublimación escapista la que se entroniza como sustituto de una verdadera fe. En cualquier caso es una película que merece la pena ser vista, no sólo por su esplendor estético, sino porque al ser suficientemente abierta y ambigua, puede ser motivo de interesantes debates.
¡Debate esta película en nuestros foros!
He visto la película estas vacaciones de verano, y me ha impresionado tanto a nivel estético o artístico, como por la singularidad de la historia.
A mi juicio, es una película recomendable para ver en familia o con jóvenes y suscitar cuestiones profundas sobre la grandeza de ser humano y el misterio De Dios.
En el panorama del cine o las series y programas actuales yo no encuentro muchas obras realmente interesantes, que toquen temas que aportan sentido y lo hagan de una manera atractiva.
Muchas gracias por las críticas de esta película,
Un saludo cordial,