De las páginas del libro a la pantalla cinematográfica llega la adaptación del famoso best seller de Noah Gordon. Con una impresionante factura y una grandiosidad a la altura de las circunstancias, el relato sobre la aventura de Rob Cole en los oscuros días del siglo XI luce por su meritoria capacidad de síntesis, pero se resiente por su, en ocasiones, falta de emoción y su perspectiva neutral unas veces, parcial e interesada otras, sobre todo en lo referente a la moral y la religión.
ESTRENO Título original: The physician. |
SINOPSIS
Rob J. Cole, un joven aprendiz de médico con un don para sanar nunca visto, recorrerá la Europa sombría del siglo XI hasta llegar a la fascinante Persia, donde se encontrará con el mejor maestro imaginable: el mítico Ibn Sina.
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CRÍTICAS
[Jerónimo José Martín – COPE]
Inglaterra, siglo XI. Rob J. Cole (Adam Thomas Wright) es un chaval de nueve años, huérfano de padre, que malvive con su madre y sus dos hermanos pequeños. Cuando muere su madre por “el mal de vientre”, los hermanos de Rob son acogidos por una familia, y él acaba como aprendiz de El Barbero (Stellan Skarsgård), un curandero ambulante, al que algunos clérigos acusan de practicar la brujería. Años después, Rob J. Cole (Tom Payne) se ha convertido en un prestigioso barbero, capaz de curar las enfermedades más variadas, gracias en parte a su singular don de premonición, que le permite anticipar la muerte inminente de un paciente con solo tocarlo. Ansioso de ampliar sus conocimientos científicos, Rob se hace pasar por judío, y viaja primero a Egipto —donde es acogido por Bar Kappara (Stanley Townsend) y su bella prometida Rebecca (Emma Rigby)— y finalmente a Ispahán (Persia). Allí entra en la mítica escuela de Medicina de Ibn Sina (Ben Kingsley), un sabio enciclopédico, protegido por el liberal Shah Ala ad-Daula (Olivier Martinez), pero acusado de hereje por los fundamentalistas islámicos, que negocian una alianza con los invasores seléucidas.
Estrenada también como miniserie televisiva —dos episodios de 90 minutos cada uno—, esta ambiciosa superproducción alemana adapta el famoso best seller del estadounidense Noah Gordon, publicado en 1986 y del que se han vendido 21 millones de ejemplares en todo el mundo. La película goza de una factura impresionante, en la que destacan la vigorosa fotografía de Hagen Bogdanski, la abigarrada ambientación hiperrealista de Udo Kramer y el colorista vestuario de Thomas Oláh. También tiene fuerza la banda sonora épico-romántica de Ingo Ludwig Frenzel, aunque a ratos resulta un poco enfática. Más irregulares resultan las interpretaciones: matizadas las de Tom Payne y Ben Kingsley; demasiado histriónicas las de Stellan Skarsgård y Olivier Martinez, y muy fría la de Emma Rigby. También le falta un poco de intensidad emocional a la puesta en escena del joven cineasta muniqués Philipp Stölzl (“Baby”, “Nordwand”, “Goethe!”, “El último testigo”), fluida y vistosa, pero excesivamente académica en su conjunto y torpemente explícita en su tratamiento de las escenas sexuales y violentas —sobre todo en su primera mitad—, lo que limita el público potencial del filme.
En cualquier caso, el meritorio guión del berlinés Jan Berger (“Kebab Connection”, “Somos la noche”) sintetiza hábilmente las 800 páginas de la novela de Gordon, y trata con cierta ponderación los complejos temas que afronta, sobre todo en lo referente al innato compromiso social de los médicos, a veces heroico. En este sentido, sus reflexiones en torno a los conflictos entre ciencia y fe no decantan hacia una exaltación radical del ateísmo, sino que se limitan a criticar el fundamentalismo —tanto cristiano como musulmán— y a elogiar la sincera religiosidad —más bien sincretista— del propio protagonista y de otros personajes. “Mi libro —ha señalado recientemente Noah Gordon, ya de 87 años— no trata de fanatismo religioso o de la religión en sí, sino de la lucha por el control de las organizaciones religiosas cuando ponen en práctica sus creencias”. De todas formas, en el libro y en la película se aprecia un cierto desequilibrio entre su visión excesivamente positiva del zoroastrismo y el judaísmo —Noah Gordon es de origen hebreo—, y su retrato siniestro y un tanto tópico del cristianismo. Una perspectiva parcial, demasiado complaciente con el relativismo moral —sobre todo, respecto al sexo y al suicidio—, y que olvida la ingente labor científica y artística de la Iglesia católica ya en aquellos años, que decantaría un siglo después en la creación de las primeras universidades.
[Enrique Almaraz, Colaborador de CinemaNet]
Transcurridos 27 años desde su publicación y rotundo éxito internacional, la novela de Noah Gordon “El médico” ve su adaptación al cine. El germano Philipp Stölzl ha sido el director encargado de tan difícil tarea, donde un material famoso y extenso debía hallar la vía de verse convertido en una película a la altura de las circunstancias. La cuidada puesta en escena, la grandeza paisajística y un excelente trabajo interpretativo no han escatimado esfuerzos para conseguirlo.
Rob Cole (Tom Payne), un personaje que, al morir su madre, cambia una infancia en la mina (el niño Adam Thomas Wright lo encarna en esta etapa) por acompañar a Henry Croft (Stellan Skarsgård), un barbero, en su itinerante camino de sanaciones y embelecos, donde hay más de lo primero que de lo segundo y siendo la miseria la principal causante de la necesidad de unas y la existencia de otros. Dotado por el don de presentir la muerte, Rob —con su alias— se empeña en estudiar medicina de manos del mejor, Ibn Sina, aunque para ello deba desplazarse hasta el otro extremo del mundo y hacerse pasar por judío ocultando su cristianismo para sobrevivir. De esta forma, supera toda suerte de dificultades y penurias en forma de enfermedades, tragedias y desolación, mientras las guerras de religiones campan entre los hombres. El día a día de una pútrida, ignorante y bárbara —aunque ellos así no lo creyeran— Edad Media.
Tiempos en los que el apendicitis se conocía por “mal del vientre”, la curación rozaba la brujería, los términos “médico”, “sanador”, “curandero” y “barbero” eran casi sinónimos, la frontera entre la investigación y la nigromancia era difusa e imperaba la negación de la ciencia por cuestión —y temor— de fe, sin importar qué credo. Payne consigue conmover con una mirada a la vez inocente y astuta, transparente y luminosa, intrépida y ávida de conocimiento.
El largo viaje de Rob hacia Oriente no es sino una maqueta, representación en miniatura de uno mucho mayor, cuya primera —o segunda, según se inicie la cuenta— etapa, más limitada en kilómetros, afianzará los cimientos de su forja personal. La película se ve, asimismo, favorecida por la poderosa presencia de Ben Kingsley, cuyas aura enigmática y magnética mirada —volvemos a la vista en el texto, también por ser el órgano de tal sentido el origen y motivo impulsor del viaje— son apenas una manifestación de la sabiduría, la que Ibn Sina proyecta desde su verbo escaso, conciso, sabio. Sir Ben hace buen uso de ellos, sin excesos, y así le basta para traspasar la pantalla. Se echa en falta, sin embargo, una pizca mayor de emoción, en una historia tan propicia para ella. Tan justo es reconocer los méritos como necesario avisar de la crudeza de algunas imágenes, no aptas para escrupulosos respecto a la anatomía interna.
Por su extensión, “El médico” requiere gran capacidad de síntesis y la restricción de resumir varios cientos de páginas en 150 minutos de metraje, con una mezcla de criterios de guión y la propia necesidad. Ahí podría residir algún “pero” con respecto a su referente literario: en la prioridad de ciertos temas sobre otros, un deseo de incisión más crítica frente a la posición neutral que en ocasiones mantiene y, sumada a todo ello, las variantes con el recuerdo de aquellas palabras de Gordon, la eterna cuestión para los lectores. Por lo demás, una gran historia sobre el progreso en la medicina y el crecimiento personal, de muy bella factura —gracias en especial a una fotografía espléndida, deslumbrante por igual en las verdes montañas y en los áridos desiertos— y cinematográficamente valiosa.
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