Aviso: los artículos de Análisis incluyen spoilers. Pretenden ser ayudas para cinefórums, para aquellos que ya hayan visto la película. Si no la has visto, no sigas leyendo.
Hace pocos días, paseaba por la alfombra roja de Cannes un Sean Penn empequeñecido por el elenco de su última película, “The last face”, entre los cuales se encuentran grandes figuras como Javier Bardem o Charlize Theron. Al margen del ruido que ha provocado su ruptura con la bella Charlize, o de las poco favorecedoras críticas sobre este último filme -que él mismo dirige- me sobresaltó sobremanera recordarle como un discapacitado mental.
No, no es por su ingenuo ideario político, reivindicado constantemente a cada paso en alfombras o platós. Ni siquiera por su capacidad para comenzar romances con esculturales celebridades que siempre han de acabar en fracaso. Lo que vino a mi mente y me hizo pensar aquello fue, sin lugar a dudas, el drama-comedia “Yo soy Sam”.
La película comienza en el momento en que un deficiente mental de mediana edad, Sam (Sean Penn), recibe en sus brazos a su hija Lucy (Dakota Fanning) en la sala de maternidad de un hospital. La madre, una indigente alcohólica, desaparece pronto de nuestra vista. Huye espantada ante lo que entiende que es un fatídico porvenir: criar a una niña sin recursos y en compañía de un extraño que apenas sabe sumar. Sucede, sorprendentemente, que Sam logra salir adelante con su trabajo de camarero en un Starbucks.
La cosa se complica cuando la joven Lucy crece: sus preguntas cada vez son más difíciles para su padre y empieza a exigir un cuento distinto antes de dormir, de los de pocas ilustraciones y palabras difíciles. Un dibujo en el colegio, poco antes de cumplir los siete años, hace sonar las alarmas: se dibuja más grande que su propio padre. Sus profesores deciden avisar a los servicios sociales para que evalúen el entorno familiar de la pequeña.
La situación se hace insostenible cuando la niña invita a sus amigos a casa el día de su cumpleaños. Los niños, que ya comienzan a tener uso de razón y de maldad, provocan un conflicto entre Lucy, uno de los niños y su padre. Para colmo, esto sucede en presencia de una asistenta social, que se había dirigido a la casa para cumplir con una entrevista de rigor. La decisión es evidente: la custodia debe serle arrebatada.
Sam ha de afrontar un juicio contra el Estado para intentar recuperar a Lucy. Junto con sus amigos (otros deficientes con una extraña sensatez), decide que ha de buscar un buen abogado. Rita (Michelle Pfeiffer), una despiadada abogada que jamás ha pensado en poco más que el éxito o el dinero, cede ante la insistencia de nuestro extravagante protagonista, con el fin mejorar su reputación de desalmada en el bufete. Aunque al principio no le importa lo más mínimo su cliente y busque solamente fingir buenas maneras, acabará implicándose más de lo esperado.
Así comienza un drama bastante humano con un final más feliz de lo que cabe pensarse, aunque no tan perfecto como suele ser una producción made in Hollywood. Se abre un tema interesante, sin tapujos, en un mundo en el que se nos acostumbra a decir que las limitaciones no existen. Nosotros, como espectadores criados entre los algodones del primer mundo, jamás llamaríamos al pobre Sam ‘tonto’. Aplaudimos, con los ojos vidriosos, esos grandes esfuerzos por sacar su vida adelante y trabajar como si fuera una persona ‘normal’.
Después de observar el juicio por la custodia, nos damos cuenta de que toda esa normalidad es aceptable hasta que el daño salpica: la niña no puede ver afectada la educación que nuestra luminosa época le depara. Nos gusta soñar con un mundo de falsos discapacitados, podemos admirar sus éxitos en anuncios de Cola-Cao, pero jamás se nos muestran sus fracasos. Anhelamos un mundo mejor pero, a la hora de lograrlo, esperamos que sea rápido, divertido y, por supuesto, sin tomas falsas.
Todos, tú y yo y el mundo entero, aunque lloremos, creemos fríamente que lo mejor para Lucy es alejarla de su padre. Y entre el dilema del corazón y la razón, nosotros nos mantenemos racionales, por el bien de la niña. Pero la película va más allá.
Llega la escena clave. Sam, dándonos la razón, ha decidido rendirse. Ni siquiera le basta engañar para ganar el juicio, ni siquiera lo consigue. Los esfuerzos de Rita por prepararle para un interrogatorio no han sido suficientes, ni estaban bien encaminados. Todo se desmorona, el juicio está perdido. Sam se encierra en su apartamento y coloca un muro de figurillas de papiroflexia entre él y la puerta. Se ve (como le vemos nosotros) incapaz para criar a su niña. Sólo quiere que Lucy sea feliz.
Rita irrumpe preocupada en el piso. Y le obliga a no rendirse. “Tú no sabes lo que es intentarlo una y otra vez; porque tú eres perfecta”, suenan estas punzantes palabras en la boca de Sam y llenan de lágrimas los ojos de Rita. El corazón nos pesa, y creemos que Rita llora por el mismo motivo que nosotros: compasión. Y no es así, la abogada rubia se derrumba y enumera todos los sufrimientos de su vida vacía; no son palabras de aliento, son reproches a la vida, igual de dolorosos que los de Sam. Éste advierte su error, y simplemente la abraza y la consuela.
Aquí radica toda la esencia del guion. El reconocimiento es recíproco: ella se da cuenta de que, por tonto que sea, su cliente tiene grandes anhelos de amor; él entiende algo mucho más importante. Parecía que todo terminaba en resignarse, pero la vulnerabilidad de Rita lo cambia todo. Se sabía feliz en su éxito, pero, en cambio, le basta observar el amor entre Lucy y Sam para comprender lo poco que tiene. Las limitaciones, las discapacidades, no son patrimonio de unos pocos; todos tenemos una vida difícil, todos tenemos que luchar. Y nosotros, que nos hemos creído normales durante toda la película, nos damos cuenta de nuestra idiotez: el dolor causado por circunstancias injustas nos toca a todos, aunque a veces lo vistamos de seda, de éxito o de rubias.
Desde ese momento un Sam nuevo ha renacido, se transforma en una persona realista y razonable, que no por ello ha de dejar de velar por su hija. Ceder ante lo inevitable, no implica ceder en el amor por Lucy. Ese amor es posible, y porque no lo hayamos soñado así, no es menos amor (quizá hasta es más). Personajes como Sam nos dicen que la victoria puede estar en nuestras manos, pero que jamás escogeremos el campo de batalla, ni el oponente, ni las armas.
A quienes piensen que es un película sentimental o lacrimógena, les doy toda la razón; porque la vida no son sólo conceptos y porque el ser humano es razón y corazón y alguna cosilla más. Pero no se puede pasar por alto que la historia de Sam no es el caramelizado y perfecto diseño de un guionista que vende alternativas al mundo real. Es el sufrimiento de afuera de las pantallas; y su protagonista, aunque no sea un genio, adopta una postura para nada irracional. Negocia con la realidad, y sale ganando; para algunos esto es un escándalo, porque sus ideales, como sus pies, no pueden mancharse de tierra; para otros lo escandaloso es la victoria: ellos verán.
Una película, con historia enriquecedora, cuánto hay que aprender y cuánto hay que luchar, lo más importante no bajar los brazos, y valorar a todos , sin importar us capacidades, los más vulnerables nos enseñan constantemente, que todo es y puede ser mejor.
El análisis es incluso más logrado que la película misma. Mis respetos a su trabajo.