(Artículo cedido por su autor y publicado originalmente en Aleteia)
Para no dejarse atrapar por el mal, simplemente hay que rebelarse contra el orden establecido.
Es el mejor Al Pacino que habrán visto en mucho tiempo haciendo girar una película alrededor suyo. Junto a él, la preciosa y muy medida actuación de Kim Basinger y la fuerza algo anárquica de Téa Leoni, una gran actriz poco reconocida a pesar de sus enormes papeles en películas como Family Man y Spanglish, ambas absolutamente recomendables.
Nueva York, la Gran Manzana. En el edificio de apartamentos Brevoort, en el número 11 de la Quinta Avenida, vive Eli Wurman (Al Pacino), el inteligente abogado que decidió abandonar un futuro profesional exitoso para seguir una intuición: quería influir en las grandes esferas de la ciudad y ayudar así a la integración racial y al respeto por la justicia y la decencia. Han pasado los años y la ciudad le ha atrapado. Ahora no es más que un perdedor agobiado por las deudas al que algunas personas importantes recurren para que les esconda los trapos sucios.
Envejecido y alienado, Eli lucha por mantener en pie un ápice de su integridad mientras se ve cada vez más sumergido en las cloacas, en un universo sórdido de drogas, sexo infeliz, corrupción y relaciones manipuladoras que han invadido su espíritu hasta colonizarlo. Se mira al espejo y descubre que es uno de ellos, de esos a los que pretendía cambiar, a los que iba a convencer de la importancia de ayudar a los demás y de defender a los débiles contra las injusticias. Una más de esas almas oscuras que le agarraron por los brazos y le lanzaron hacia el abismo.
Relaciones Confidenciales (el título en inglés es más directo y claro: People I Know) es un drama ambientado en un mundo miserable y abyecto pero que nos hará pensar en cómo son nuestros sociedades masificadas. Es, en buena medida, un correlato cinematográfico de la aclamada serie The Wire y, como en ella, siempre vencen los malos. Aunque solo sea porque, para vencer, los buenos han tenido que traicionarse a sí mismos y entrar en un campo de juego en el que no se puede triunfar sin vender el corazón al diablo.
Este tipo de películas marcan una diferencia esencial con la concepción moral que encontramos, por ejemplo, en Delitos y Faltas de Woody Allen. En aquel cine de corte clásico que recogía ideas de la modernidad, tal vez ya heridas, el mal era algo evidente que la gente hacía por interés o debilidad y, por esa misma razón, la culpabilidad era fácil de asignar. Se podía identificar el mal y aspirar a erradicarlo, a extirparlo quirúrgicamente.
Sin embargo, este cine posmoderno muestra una visión de la sociedad en la que el mal no es una amenaza externa, sino una especie de virus que afecta al organismo y muta su ADN hasta fusionarse con él, volverse ubicuo y enfangarnos a todos. No hace falta ser malvado para verse envuelto en las turbulencias de la iniquidad: basta con vivir.
Acaso no sea suficiente con evitar el mal. Se precisa una actitud activa de resistencia e incluso de negación ante el orden establecido. Apena decirlo, pero quizás la labor no consista en intentar arreglar lo que tenemos alrededor, sino en comenzar a construir ya una alternativa diferente.