Este análisis sobre El reino es el segundo de una serie de tres artículos para reflexionar sobre la toma de decisiones. En este segundo texto, Coín Tomas reflexiona sobre ese “lado oscuro” de la libertad en el que el hombre se decide por el mal. Sus consecuencias -si no se rectifica a tiempo- son nefastas al poner en peligro la dignidad personal, la familia, los amigos; en definitiva, la propia existencia.
El reino es una película importante e impactante ante la vil conducta de personajes públicos que se sienten fuertes y capaces de todo, codiciosos de ganancias y absorbidos por lo material, que deciden llevar sus vidas por el camino de la corrupción, mostrando un desaforado deseo de dinero, de placer y bienestar, a costa de los demás.
Dirigida por Rodrigo Sorogoyen y estrenada en 2018, se trata de una necesaria y dura crítica al sistema que nace dentro del propio sistema. Sobrecogen las opiniones publicadas sobre esta cinta. Entrelazando algunas, presento la que golpean al espectador, haciéndole reflexionar sobre las negativas consecuencias de esta conducta.
Si hay una palabra que los españoles han oído una y otra en los últimos años es corrupción. El reino no es solo una buena película, es también una película necesaria. Ninguna otra se había atrevido a meter el dedo en la llaga de uno de los mayores cánceres de nuestra sociedad. Estamos ante la primera gran producción española del siglo XXI que denuncia esta lacra que ha provocado la mayor desconexión entre los políticos y los ciudadanos en la historia de la democracia.
Es, por tanto, lógico que el cine español refleje lo que está pasando y permita al ciudadano traspasar los titulares de los periódicos y meterse de lleno en la intrahistoria de esa delincuencia que, subida en coches oficiales, en yates de lujo y con cuentas en Suiza, está convencida de que los suyos son privilegios naturales del poder político y de que la justicia jamás los va a alcanzar.
Todo lo que se ha escrito y analizado sobre este tema en España está recogido en el film, no sólo como una sencilla radiografía, sino como un TAC que revela los últimos años de vida política española, un documental lleno de verdad y verosimilitud de una época en la que «triscar y trincar» era lo normal en la clase gobernante. Todo se cuenta en el guion y con trazas de muy buen cine.
Trama de alto nivel, intrigante, ficticia, pero inspirada en la realidad -todo es auténtico, real, se reconoce-, no deja al espectador un momento de respiro. Ambientada en una localidad costera de provincias, arranca con una secuencia alrededor de una mesa en la que están reunidos un grupo de políticos locales. Además del alcohol, el buen comer y hasta la pelea por comerse el último “carabinero”, pasan de mano en mano una libreta -los «papeles»- que, entre bromas y simulaciones, parece preocupar -ahora frívolamente- a todos los comensales.
Entre ellos se encuentra Manuel López Vidal, vicesecretario autonómico, al que todos corean. Tiene todo a su favor para dar el salto a la política nacional: aspira a suceder -apoyado por sus aparentes amigos-, al presidente de la comunidad. Pero no concibe su actividad como un servicio a los ciudadanos sino en beneficio propio y el de sus compañeros.
El escándalo estalla cuando la guardia civil registra la casa de un miembro del partido y Manuel ve cómo su brillante carrera se desmorona al constatar que la opinión pública y las pruebas lo señalan como responsable de una trama de corrupción junto a su amigo Paco. Traicionado y expulsado de «el reino» el partido pretende que cargue con toda la responsabilidad, mientras que, sus hasta entonces amigos, se libran del escarnio público y de la persecución judicial. No se resigna a ser el chivo expiatorio y decide que no caerá sólo. Sabe demasiado y tratará de mover todas las fichas para intentar salvarse o llevarse a todo el que pueda por delante.
La historia brilla por la composición de los personajes. Importa, para comprender el mensaje, analizar su evolución psicológica y sus comportamientos, no solo del principal e inmejorable protagonista, sino también de los secundarios que componen una variada tipología humana de personas que han hecho de la política su «modus vivendi» lamentable, cáncer que se ha contagiado al conjunto social, realidad que se refleja en una sublime escena de la película: un camarero da más vueltas de lo justo a un cliente en presencia de un político. El político y el cliente se miran. En cuestión de segundos debe decidir si es honrado y lo devuelve, o si se lo queda. La respuesta es evidente.
El filme está lleno de momentos memorables como la secuencia en que la esposa de Manuel escucha en un juzgado la cantidad de dinero que su marido gastó en clubs de alterne a costa del contribuyente o ese momento brutal en que el protagonista aparece en casa de uno de sus antiguos compañeros y monta una increíble escena con la hija adolescente y sus «amigos» drogadictos, en plena «fiesta».
Impactan los afilados diálogos -con un lenguaje soez y blasfemo-, las situaciones y escenas en las que todos tienen mucho que ocultar, las acusaciones y reproches, y también lo que no se dice: las miradas son más que elocuentes y la cámara hace verdaderos prodigios al ritmo de una imponente música electrónica -techno-, excelente trabajo de Oliver Arson, que da un extraordinario dinamismo al film y que acompaña al protagonista y contribuye a que también el espectador lo acompañe a lo largo de su angustioso recorrido.
La película se atreve a cuestionar el posicionamiento de los medios de comunicación. Resulta modélico -también desconcertante- el duelo final entre Bárbara Lennie y Antonio de la Torre, escena que interpela al espectador y le obliga a reflexionar sobre las consecuencias de decidir llevar una vida sin sentido, hundida en lo material adquirido injustamente, sobre la mayor o menor complicidad de la opinión pública con esa lacra y sobre la distinción de lo que está bien o está mal.