La naturaleza lo había bendecido con un físico generoso en porte y belleza, pero, lejos de conformarse con los papeles de galán que la inercia le otorgaría, Sean Connery luchó por afianzarse como un actor solvente. Lo consiguió. Con más de medio siglo de carrera y tras un largo retiro, el actor escocés ha fallecido a los 90 años de edad mientras dormía en su residencia de Nassau. El cine pierde a uno de sus más genuinos intérpretes y a una figura fundamental e icónica desde la segunda mitad del siglo XX.
Fue espía, ladrón y aventurero. Policía, dragón y hasta minero. Militar, periodista, médico, escritor, empresario, profesor, fraile, abogado… La lista de personajes que interpretó Sean Connery durante su carrera es larga y variada. Habiendo lucido la corona en diversas ocasiones, cabría reconocerlo con el título de rey más allá de la pantalla, con su trayectoria como un sucedáneo del distintivo real labrado en celuloide. En una época en que el sistema de los grandes estudios había dejado paso a otros modelos industriales, Connery aún pudo aprovechar un último resquicio heredero del formato antiguo para afianzar la fama que le permitiría labrar una trayectoria sólida y reconocida por público y crítica.
Thomas Sean Connery nació en Edimburgo, capital de su amada Escocia, el 25 de agosto de 1930. Procedía de una familia proletaria de escasos recursos y pronto hubo de ponerse a trabajar para ganarse un salario. Después de desempeñar diversos oficios –lechero, albañil, ayudante de impresor, marino…–, ya tenía clara su intención de abrirse camino como actor. Sobre las tablas fue corista en el musical “South Pacific” (1951) y se enamoró del medio. Su físico atlético le abrió las puertas del concurso de Mister Universo, en el que no se alzó con el título, pero la participación no hizo sino anticipar que el joven tenía percha para futuros laureles.
El teatro y la televisión le dieron más éxitos que unos inicios cinematográficos discretos. A esta etapa pertenecen “Ruta infernal” (1957), “La frontera del terror” (1957) o “Brumas de inquietud” (1958), junto a Lana Turner. Parece que entre él y la actriz hubo más que un amago de romance, o al menos así lo creyó Johnny Stompanato, amante de la rubia, quien lo amenazó para que se alejara de ella. Más adelante, con el homicidio del gangster, sus compinches no aceptaron la versión oficial que apuntaba a la hija de Lana como autora y Connery se vio obligado a huir y ocultarse. Los presuntos tiempos de correrías no iban a durar mucho –tampoco puede decirse que fuera foco de escándalos–, pues en 1962 contraería matrimonio con la actriz Diane Cilento, a la que conoció en el teatro, su esposa durante casi once años y madre de su hijo Jason.
También vio su nombre unido al de lo más ilustre de la élite masculina en su brevísima aparición de “El día más largo” (1962), homenaje de Hollywood al desembarco de Normandía. Intervino en “La gran aventura de Tarzán” (1959), protagonizada por Gordon Scott para la Paramount y cuando se le ofreció la siguiente entrega, “Tarzán el justiciero”, declinó la oferta porque “dos tipos” lo habían contratado para una “película de espías”. Los dos tipos eran Albert R. Broccoli y Harry Saltzman y la película, “Agente 007 contra el Dr. No” (1962), pieza inicial de la que sigue siendo la franquicia cinematográfica más longeva hasta la fecha.
Ian Fleming había escrito las novelas de James Bond inspirado en un modelo de elegancia y sofisticación como Cary Grant. A la hora de llevarlo al cine se pensó en actores consagrados –el propio Grant, James Mason, David Niven, Peter Finch o Richard Burton, entre ellos–, pero una encuesta organizada por el Daily Express decantó la balanza hacia Sean Connery, que se hizo con el papel del agente secreto y fue inmediatamente catapultado al estrellato. Fleming se mostró encantado con el elegido, que logró con el personaje una identificación indisociable. El director Terence Young tuvo también mucho que ver en el esqueleto del personaje y ayudó a refinar la imagen del escocés.
Connery pasó de ser casi un desconocido a convertirse en el fenómeno cinematográfico del momento. Rodó en esa primera etapa cinco películas con licencia para matar: “Agente 007 contra el Dr. No” (1962), “Desde Rusia con amor” (1963) –su favorita y la más fiel al cine de espías–, “James Bond contra Goldfinger” (1964) –la más icónica de la serie–, “Operación Trueno” (1965) y “Sólo se vive dos veces” (1967).
De manera paralela, estaba decidido a afrontar un cine que explorara otras vías interpretativas. Tal imagen impecable visitó un lado oscuro en “La mujer de paja” (1964), en la que interpretaba al codicioso sobrino de un millonario capaz de llegar al asesinato. Alfred Hitchcock contó con él en “Marnie, la ladrona” (1964) por la curiosidad de presentar a James Bond ante nuevos y oscuros conflictos psicoanalíticos en la persona de la protagonista que encarnaba Tippi Hedren. Sean Connery consideraba el atractivo más como una oportunidad y una llave que como un fin en sí mismo, por lo que se embarcó en proyectos donde no necesitaba elegantes trajes y ocultar su incipiente alopecia tampoco era imprescindible, caso de “La colina de los hombres perdidos” (1965) –primera de las cinco películas en las que lo dirigiría Sidney Lumet–, “Un loco maravilloso” (1966) y algunas que vendrían después.
La búsqueda de nuevos horizontes actorales es una ambición legítima y loable, pero no por ello siempre ha sido bien visto que renegara del personaje de James Bond. Con los años suavizó la contundencia inicial y hasta se rumoreó su retorno a ‘casa’ en varias ocasiones, como el propio espía o como el malvado de turno. Cualquiera de estas dos opciones habría resultado un estimulante aliciente en caso de haberse producido.
“En esa época yo no era Sean Connery, era James Bond. La gente se molestaba si ponía mi nombre en lugar de ‘James Bond’ al firmar autógrafos.”. Deseaba huir del encasillamiento y de esa jaula de oro que conllevaba, así que, después de cinco películas, dijo adiós al personaje para afrontar otros retos, como “Shalako” (1968), “La tienda roja” (1969) y “Odio en las entrañas” (1970). La saga creyó que podía seguir sin él y le dio el testigo inmerecidamente a un joven australiano sin experiencia llamado George Lazenby. Los resultados no satisficieron ni a los espectadores ni a los responsables y volvieron a tentar a Connery, quien aceptó por unos generosos honorarios volver a encarnar a 007 en “Diamantes para la eternidad” (1971). Ésta sería su despedida de la saga ‘oficial’, aunque es bien sabido un nuevo y último retorno con el título “Nunca digas nunca jamás” (1983), acuñado por su segunda esposa, Micheline Roquebrune, en alusión a la falta de palabra del terco escocés doce años antes.
En un momento histórico convulso y carente de héroes, Sean Connery parecía postularse como el idóneo para esa vacante. Su mejor aval eran el empaque, la apostura, una voz profunda y todas las dosis de fino humor, ironía y frialdad que el personaje de Bond le había servido en bandeja, dando una vuelta de tuerca a los cánones para afianzar en el panorama cultural una figura completamente nueva y estimulante. Y la fórmula no era producto de la industria americana: había venido de Inglaterra. Aun así y con el bastón por el mango, Connery puso distancia con los lujos de su personaje, en ocasiones de manera diametralmente opuesta y con desigual fortuna, lo que no acalla los aplausos que despertó su arriesgada decisión.
La década de los 70 iba a proporcionarle un nuevo rumbo a su carrera en el que alternaría películas arriesgadas con otras de fórmula conocida y el consiguiente éxito. Entre las primeras se encuentran “Supergolpe en Manhattan” (1971) y “La ofensa” (1973), ambas dirigidas por Sidney Lumet. Al segundo grupo pertenecen “Asesinato en el Orient Express” (1974) –con un brillante elenco, es la adaptación preferida por Agatha Christie de sus novelas– y dos cumbres del cine de aventuras rodadas en 1975 como son “El viento y el león”–donde interpretaba a un jerife en las antípodas de la viuda americana a cargo de Candice Bergen– y “El hombre que pudo reinar” –inolvidable obra maestra dirigida por John Huston y protagonizada junto a su amigo Michael Caine–, con las que adquiriría una categoría digna de estatua. A medio camino entre ambas vertientes se encuentra la maravillosa y poética “Robin y Marian” (1976), revisión del mito de Robin Hood en un retrato de su madurez, cuando el paso del tiempo y una estética decadente parecían obligar a extinguir el vigor y audacia de los días de juventud. Marian era nada menos que Audrey Hepburn. El resultado es un bello poema de amor en imágenes que desgarra desde la austeridad y la crudeza de un maltrecho y deprimente medievo.
Una de sus más entretenidas películas la rodó a las órdenes de Michael Crichton y al lado de Donald Sutherland y Lesley-Ann Down: “El primer gran asalto al tren” (1978), en la que daba vida a un elegante ladrón decimonónico dispuesto a hacerse con un cargamento de oro transportado en el ferrocarril. Fue su último film reseñable de la década. Era el momento puntero de las películas catastrofistas y en ese género contribuyó con “Meteoro” (1979), un fracaso que ni la presencia de Natalie Wood pudo evitar, como tampoco esa floja intriga caribeña, “Cuba” (1979), que aceptó por cariño a su director de “Robin y Marian”, Richard Lester.
Altibajos aparte, Connery estaba viviendo un espléndido momento de forma en su madurez, que sacó partido de una imagen de venerable autoridad moral y elegancia adquiridas. El cine fantástico recurrió a ella en “Los héroes del tiempo” (1981), “El Caballero Verde” (1984) y dos entregas de “Los inmortales” (1986 y 1991) junto a Christopher Lambert. Sin embargo, ninguna de estas películas pertenece a su terna de imprescindibles. La primera es “El nombre de la rosa” (1986) –palimsesto de la novela de Umberto Eco sobre los asesinatos en una abadía en época de la Inquisición–, celebradísima interpretación del Connery. La segunda, “Los Intocables de Eliot Ness” (1987), que le supuso su único Oscar –paradójicamente como actor de reparto, cuando ha ostentado de manera mayoritaria papeles protagonistas– por interpretar al policía Jim Malone, miembro del grupo a la caza de Al Capone. Todavía le faltaba encarnar al padre de Indiana Jones –era poco menos de doce años mayor que Harrison Ford– en la tercera y más divertida peripecia del arqueólogo: “Indiana Jones y la última cruzada” (1989).
Su sola presencia ya aseguraba cierta categoría y, principal o secundario, siempre se apoderaba de la cámara con un magnetismo pasmoso. Un año después estrenaba “La caza del Octubre Rojo” y “La casa Rusia”, siguiendo la estela de un éxito casi negado por completo a edades como la que él contaba. La tediosa “Los últimos días del edén” (1992) incidía en su condición de hombre admirable, aquí como investigador médico en la selva amazónica. El capitán de “Sol naciente” (1993) y el rey Arturo de “El primer caballero” (1995) mantuvieron un buen nivel de ingreso en la taquilla, pero incomparable al fenómeno de acción que supondría “La Roca” (1996), donde encarnaba a un presidiario que ayuda a un comando del ejército a penetrar en la prisión de Alcatraz para impedir un letal ataque biológico. “La trampa” (1999) lo emparejó con Catherine Zeta-Jones y volvió a conjugar las habilidades como ladrón de guante blanco con su inveterada –aun a regañadientes– faceta de seductor. Al borde de su séptima década de vida encabezaba la lista de los hombres más atractivos del mundo, algo a lo que siempre restó importancia.
La relevancia de Sean Connery sobrepasaba los límites de la pantalla. En junio de 2000 fue nombrado caballero del Imperio Británico por la reina Isabel II, después de que el título de Sir le hubiera sido negado desde hacía varios años, con polémica de por medio. Se presentó a la ceremonia con atuendo escocés en lo que se interpretó como un desafío, cuando en realidad era coherencia con la devoción a su tierra natal que llevaba preconizando toda la vida. Varios doctorados Honoris Causa, la Legión de Honor francesa o el premio Freedom of Edinburgh son de esos premios recibidos por estamentos diferentes al cine. La profesión le otorgó, además del citado Oscar que adornaba su cuarto de baño, el premio Cecil B. DeMille, dos Globos de Oro, dos premios BAFTA y el premio a toda una vida por parte del American Film Institute, entre muchos ejemplos.
Encaraba el cambio de siglo con un bagaje de respaldo reciente y manteniendo altas cifras de recaudación en la taquilla, algo que muy pocos veteranos de su edad podían decir. No quiso prolongar la racha durante más tiempo y acabó despidiéndose de la gran pantalla con unas películas que no hacían justicia a su figura, siendo “La liga de los hombres extraordinarios” (2003) la última de ellas, un indigno adiós. En el cine aún pondría voz en la cinta animada “Sir Billy” (2012), pero sería el aventurero Allan Quatermain su papel postrero delante de las cámaras.
Desde entonces, poco ha trascendido de sus andanzas, casi en exclusiva transcurridas en su residencia de las islas Bahamas donde había se había establecido. Atrás quedaban sus años como vecino de Marbella, donde disfrutaba del golf y del sol al tiempo que inyectaba fama a la ciudad. De vez en cuando se publicaban imágenes suyas en las que se reflejaba su buena forma. Por esa razón la noticia de su muerte ha descolocado y conmocionado al mundo, huérfano de un actor con mayúsculas que superó con éxito el sambenito de James Bond sin que su James Bond haya sido superado. Le tocó en suerte una época mucho menos propensa a la mitificación que la anterior y, contra toda la coyuntura, consiguió convertirse en mito. Una visión ventajista aventuraría a decir que habría sido así también sin el varonil espía de la Guerra Fría. Dato incomprobable que no puede en caso alguno desdeñar lo que significó y sigue significando en la historia del cine, ni resumir el citado espía una carrera tan imponente como la de Sean Connery.
“No pienso en mi posteridad más que en términos de lo que haya dejado en mis películas.”, declaró. A la vista de lo acontecido, es mucho y sustancioso, más que su aroma de leyenda y de héroe a la vez clásico y rupturista. Con él desaparece mucho más que un gran actor, un mito y un icono cultural: también un ejemplo de tesón y una personalidad impepinable.