Adaptación cinematográfica a cargo de Sam Wood de la obra teatral titulada Nuestro pueblo. Se trata de una película costumbrista, con tintes de drama romántico, en cuyo guion colaboró el propio autor, Thornton Wilder junto con el productor Sol Lesser. De común acuerdo se modificaron las escenas finales. La obra original fue premiada con el premio Pulitzer.
Wilder fue un dramaturgo, escritor, novelista y guionista estadounidense, ganador de tres Premios Pulitzer, uno de ellos otorgado por su novela El puente de San Luis Rey y los otros dos por las obras de teatro Nuestro pueblo y La piel de nuestros dientes respectivamente, además de un Premio Nacional del Libro de los Estados Unidos por la novela El octavo día.
En la adaptación cinematográfica sus protagonistas, un jovencísimo William Holden y una maravillosa Martha Scott son acompañados por veteranos como Frank Craven, Thomas Mitchell, Fay Bainter y Beulah Bondi.
Marta Scott debutó con esta película. Posteriormente trabajaría en otras películas reconocidas como actriz secundaria. Casualmente en Ben-Hur y Los 10 mandamientos interpretaría a la madre de su protagonista Charlton Heston. Posteriormente, junto a Robert Ryan y Henry Fonda, fundaría una compañía teatral que realizó importantes producciones a finales de los 60.
En cuanto a William Holden, su primera interpretación como protagonista la realizó en 1939 en Sueño dorado (Golden Boy), coprotagonizando con Barbara Stanwyck, en el que interpreta a un violinista que se convierte en boxeador. Desde entonces nunca dejó la interpretación. Ganó el premio Óscar al mejor actor por Traidor en el infierno de 1954.
Sinfonía de la vida, original obra teatral que continúa interpretándose en los escenarios de todo el mundo, obtuvo en su versión cinematográfica dos nominaciones al Oscar a la mejor actriz y a la mejor película. Martha Scott, que repetía su papel sobre el escenario como Emily Webb, fue candidata al premio a la mejor actriz. Aaron Copland fue candidato como mejor música y Thomas T. Moulton fue candidato en la categoría de mejor sonido.
La historia nos sitúa a principios del siglo XX en una pequeña ciudad de New Hampshire. La cámara sigue la historia de la vida cotidiana del lugar deslizándose en el interior de cada casa desde los primeros planos de las ventanas. Este peculiar estilo, casi un precedente de La ventana indiscreta, permite adentrarnos en la intimidad de dos familias como de puntillas. Conocemos a George Gibbs, hijo del médico y a Emily Webb, hija del director del periódico de la localidad. Les acompañamos en su historia de amor y en sus sufrimientos.
La historia, con sus saltos en el tiempo, es narrada por el señor Morgan que, desde fuera del relato, nos va detallando aspectos de interés sobre los personajes y el mismo pueblo en el que habitan. Morgan, a la vez, forma parte de los miembros de esa comunidad siendo el encargado de la tienda de helados de la ciudad. Este personaje parece estar más allá del tiempo y del espacio. El narrador explica cómo ha transcurrido la vida en Grovers Corners a lo largo de varios años.
Desarrolla con calma el ciclo de la vida y nos hace admirar lo que supone simplemente la vida cotidiana: nacimientos y muertes, trabajos y descansos, sufrimientos y alegrías desde hogares cálidos y vecindarios donde la acogida y el cariño forman parte de la cotidianidad sin grandes sobresaltos. Una especie de “Perfect days” entre los cuales no faltan conflictos y sinsabores que no rompen la armonía del vivir. Al igual que la película de Wim Wenders, muchos no entenderán lo que se enconde en esta sinfonía de personajes donde apenas ocurre nada de especial. Es un secreto a descubrir en un mundo donde la contemplación no es precisamente la mejor habilidad humana.
Sam Wood es un director reconocido por Lo que el viento se llevó, Un día en la ópera, El orgullo de los yanquis y Por quién doblan las campanas, entre otras muchas películas de su abundante filmografía. Fue productor, escritor y también actor. Fallecido prematuramente se echan en falta críticas y análisis de sus obras tan variadas como perfectas en su género. No dejan de ser auténticas joyas del cine una gran parte de ellas.
En el caso de Our Town, como señalan algunos críticos, es de una rareza sublime. Es casi como una obra pictórica, con tintes expresionistas, donde se retratan más bien las almas que los cuerpos. El sueño de Martha sobre su propia muerte es místico y algunos fotogramas recuerdan a Dreyer por el modo de filmar lo cotidiano de un modo que casi deja de serlo. Realmente es como una sinfonía de vidas y personajes que cantan la sencillez de la existencia elevándola más allá sin dejar de reflejar las crisis y tragedias que les rodean. Es el caso del músico que no es capaz de adaptarse en esa sociedad donde nunca ocurre nada nuevo y se evade con la bebida. Se intuyen más problemas que nadie sabe cómo resolver. Es la vida.
Los planos picados y los extraños ángulos en los que se coloca la cámara permite al espectador adentrarse paso a paso en los rincones más significativos. Casi se puede oír la respiración y los latidos de aquellos corazones que celebran la vida justo cuando el mundo se debate en guerras. Descubrimos en este recorrido de cámara que la felicidad está en los pequeños momentos, la alegría se esconde en lo intrascendente y tantas veces irrelevante. En muchas ocasiones pasan desapercibidos momentos mágicos: un vestido recién planchado, una llamada desde una ventana, un paseo bajo la luna, un gesto de cariño, un encuentro fugaz… Un mensaje esencial nos enseña Emily desde su tumba: “todo marcha tan rápido… No tenemos tiempo de mirarnos a los ojos. No lo sabía. Todo esto sucedía y no nos dábamos cuenta. ¿Nunca puede un ser humano darse cuenta de la vida mientras la vive en cada minuto?”.
La película es un canto, humilde y grandioso a la vez, de la vida tal como es y como se presenta en tantos lugares de la tierra. Ideales sencillos, mujeres y hombres que son capaces de ser felices con menos, porque tienen lo esencial aunque a veces ni son conscientes de ello. La voz trémula de la mayor de los Gibbs en su camino hacia la muerte nos lo desvela: “Oh, Tierra… ¡Eres demasiado maravillosa para que nadie lo adivine!”
Al contemplar este lienzo fílmico es imposible no agradecer y alabar la vida humana como algo maravilloso. Al igual que Hirayama en la obra de Wenders, somos capaces de disfrutar de cada instante porque en todos ellos se enconden pequeños placeres cotidianos que no podemos echar a perder. Son el aliciente de la vida, el sabor de la felicidad. Para algunos es una obra imprescindible en la filmografía de Sam Wood.