Los niños nos miran (I bambini ci guardano; Vittorio De Sica, 1943) es una obra maestra del neorrealismo italiano temprano, que relata la tragedia de la desintegración familiar desde la perspectiva infantil. En esta temprana etapa de su carrera, De Sica, en colaboración con el renombrado guionista Cesare Zavattini, aborda temas que marcarían su obra futura: la ruptura familiar, la insalvable brecha entre adultos y niños, y la frágil relación entre padre e hijo.
La película, inspirada en la novela Pricò de Cesare Giulio Viola, desafía las representaciones convencionales de la familia burguesa ideal, revelando sus grietas. Los adultos, atrapados en sus vanidades y pasiones, dejan a los niños solos ante las consecuencias de sus desavenencias.
La trama gira en torno al pequeño Pricò, interpretado por Luciano De Ambrosi, quien ofrece una mezcla impresionante de ingenuidad y conocimiento instintivo. Su mirada se convierte en el elemento narrativo central, permitiendo al espectador vivir el drama de manera implacable y dolorosa. Desde el inicio, Pricò intuye que algo no va bien: la forma en que su madre, Nina (Isa Pola), habla con un extraño, la creciente distancia entre sus padres, y las largas e inexplicables ausencias.
Nina abandona a su marido Andrea (Emilio Cigoli) por su amante Roberto (Adriano Rimoldi). Mientras Andrea queda desolado, intentando comprender la destrucción de su matrimonio, Pricò se enfrenta a una serie incesante de abandonos. Su madre lo deja al cuidado de una severa abuela (Jone Frigerio), que muestra escasa comprensión hacia sus necesidades. Incluso quienes deberían protegerlo le fallan: una joven ama de llaves se escapa por la noche para encontrarse con un admirador. La película destaca por su representación sin concesiones del sufrimiento infantil, llevando al niño a una situación que pone en peligro su vida debido al abandono de su madre.
La puesta en escena de De Sica es notablemente precisa. La cámara se sitúa a la altura de los ojos de Pricò, manteniendo así la perspectiva infantil de manera coherente. Esta técnica otorga a la película una intimidad opresiva y refuerza la sensación de impotencia que siente el niño ante el mundo de los adultos.
El papa Francisco escribe en su autobiografía: “I bambini ci guardano es una película en la que captura aquella época. En realidad, se podría mostrar a los futuros esposos en cada charla matrimonial. Cuando caso a una pareja, hablo de esta película”.
La película se adelantó a su tiempo, tanto en contenido como en estilo. Mientras el cine italiano estaba dominado por dramas superficiales que ignoraban la realidad, Los niños nos miran marcó el inicio del neorrealismo. La representación sin tapujos del adulterio, el suicidio y la infancia rota supuso un alejamiento radical del lenguaje cinematográfico propagandístico del fascismo. Es un cinema verità que ofrece lo que el papa Francisco denomina “escuela de humanidad”.
I bambini ci guardano es más que una película sobre un matrimonio fracasado. Es una película sobre la impotencia de un niño en un mundo dominado por los errores de los adultos. De Sica desarrolla ya aquí la sensibilidad crítica que más tarde caracterizaría obras maestras como Ladrón de bicicletas (1948) o Milagro en Milán (1951). Muestra una sociedad en la que los adultos han perdido de vista lo esencial, mientras que solo los niños comprenden lo que es la justicia.
Vittorio De Sica recordó más tarde que, cuando se estrenó en Roma en plena guerra, la película no tuvo el éxito esperado. El público, desilusionado y cansado de la guerra, esperaba distraerse, no una amarga reflexión sobre sus propios fracasos. Algunos incluso se rieron, rechazando una realidad que no querían ver. De Sica reeditó la película tras estas primeras reacciones, pero luego se dio cuenta de que su obra poseía una fuerza narrativa más convincente en su versión original y lamentó haberla recortado.
Hoy en día, Los niños nos miran es considerada una obra clave del neorrealismo italiano. Su modernidad reside en la exploración sin concesiones de la perspectiva infantil, que no es sólo un simple testigo inocente, sino un acusador silencioso. Con esta película, Vittorio De Sica ofrece una visión profundamente conmovedora y nada sentimental del destino de un niño, creando una de las reflexiones más impactantes sobre la fragilidad de los lazos familiares.