The Bear (4ª temporada) | La magia sigue y se asoma al corazón

José Martín Goenaga

Cinéfilo por afición, me gusta seguir de cerca la actualidad cinematográfica para comprender mejor a la sociedad actual y valorar la idea que esta transmite sobre la persona humana y sus circunstancias.

La cuarta temporada de The Bear no ha defraudado a sus seguidores; y siendo ya una cuarta entrega, tiene mucho mérito. La clave del éxito es mantener lo que se hace bien (la excelente selección de música, la impresionante fotografía, el ritmo ágil) y añadir aquello que la historia va pidiendo (la profundización en los personajes, el lidiar con sus demonios más íntimos y seguirles en ese proceso de purificación), y así lo han hecho. Y ha funcionado. Además, han conseguido sacarle punta a aquellos personajes que más conseguían enganchar con el público, dándoles casi capítulos enteros solo a ellos.

Voy a intentar no revelar mucho de la trama para no desvelar temas importantes que aparecen y que se tratan, pero hay que decir que se han seleccionado muy bien, se ha intentado viajar a la médula de las cuestiones y siempre teniendo en cuenta que esa médula está siempre en las personas, y no fuera de ellas; en la relación de unas personas con otras, en sus conflictos no resueltos, en aquello que a cada uno le produce esa ansiedad diaria de la que no es capaz de salir porque sabe que aún queda algo por resolver, y algo que es importante para su propia vida y para las de los que le rodean.

Es cierto que, quizá por este intento de profundización, se ha perdido ese ritmo tan vertiginoso al que estábamos acostumbrados, y hay escenas que pueden llegar a parecernos incluso algo «pesadas» y demasiado largas, pero se agradece la calma tras la tormenta. Y además, junto a este aspecto, se ha conseguido bajar la frecuencia de las discusiones acaloradas llenas de tacos y lenguaje callejero, lo cual es muy positivo.

Un punto que también hace que la serie sea distinta de las demás es su enfoque en la ciudad de Chicago, donde todo transcurre: guiños a artistas locales de una forma u otra, paradas artísticas donde se contemplan partes interesantes de la ciudad haciéndolas de alguna manera parte de la trama… se nota que su director y creador es de Illinois y que la idea de la serie nació precisamente allí, en Chicago.

A su vez, y muy acertadamente, hay varios productores y personal implicado en la serie que es experto en el mundo culinario y, cuando se hacen las cosas bien y sabiendo lo que se hace, el éxito se acerca.

Por último, es necesario subrayar como siempre la gran selección musical de temas de música mayormente independiente, que crea ese ambiente íntimo a la vez que sofisticado, a su modo, pues la letra y los propios grupos seleccionados a menudo casan muy bien con el propio ambiente de la serie. Y, por supuesto, la fotografía, que aunque ya estamos acostumbrados a ella, no deja de superarse en cada temporada y, en esta, se juega mucho con los colores y las luces, con algunas escenas muy creativas y atractivas.

Tampoco puedo dejar de resaltar el respeto general que tiene la serie por la fe (a pesar del acostumbrado mal lenguaje que muchas veces es habitual) pues en varias escenas, a lo largo de las cuatro temporadas, se muestran figuras, imágenes o, incluso, a personas rezando en la iglesia. Y, en esta temporada en concreto, vemos como uno de los personajes principales hace una oración personal a Dios antes de acostarse, encomendándole todo aquello que le atormenta y pidiéndole su ayuda. Todo un ejemplo de como una buena serie puede llegar a utilizar esos momentos religiosos naturales del ser humano de manera acertada y sin generar rechazo, sino todo lo contrario.

En definitiva, una serie de la que ya estamos esperando la siguiente temporada, pues nos deja con la miel en los labios, con cuestiones a medio terminar y con mucho, pero que mucho interés. Ahí lo dejo.