Cualquier aficionado al cine comprende que La puerta del cielo no debe ser recordada como la obra que hundió a la United Artists tanto como por ser un título fundamental del cine moderno americano, de hecho el último que, parafraseando a Dylan, llamó a las puertas del cielo cinematográfico en aquella gloriosa década, la de los setenta, en la que Hollywood imaginó reinventarse como un paraíso para el cine de autor.
[Sergi Grau. Colaborador de Cinemanet]
Esos sueños se frustraron, claro, como los de la revolución del sesenta y ocho. Como los que imaginó James Averill (Kris Kristofferson), el protagonista del «La puerta del cielo», y su colega William C. Irvine (John Hurt). Sin embargo, su director, Michael Cimino, dejó entre sus cenizas el abono de motivos revisionistas, en un caso –El cazador (1978)– encabezando una interesante terna de títulos catárquicos sobre la derrota en Vietnam, y en el otro –el filme que nos ocupa– entregando una obra que integraba con brillantez la revisión y el crepúsculo de un género idiosincrásico, el western –Sam Peckinpah, por ejemplo, se replica en algunas imágenes de la película-.
A la vez, Cimino entonaba un canto fúnebre, cargado de los mejores oropeles, por la heterodoxia de una manera poética de entender el cine que después sólo sobreviría merced de los francotiradores -el Coppola de Corazonada (1982), por ejemplo- o los contrabandistas -los Scorsese o DePalma de los ochenta-.
Proyecto largamente acariciado por Cimino, autor del guion amén de director, así como responsable de la producción a través de la pantalla de su aliada Joann Carelli, lo que no siempre se menciona de La puerta del cielo es su condición de crónica bastante puntillosa en su recreación de hechos históricos. Estos hechos -la guerra del condado de Johnson- acaecieron, como puede analizarse en los anales -por ejemplo, en este enlace-, de forma bastante parecida a como se describen en el relato. Esto evidencia algo importante: que las ínfulas autorales y el gusto por la sofisticación y exuberancia en la forma no están necesariamente reñidas, bien al contrario, con la escrupulosidad histórica.
El filme, la crónica, relata cómo a finales del siglo XIX, en una zona de Wyoming, un grupo de terratenientes ganaderos reclutó a algo parecido a un ejército de mercenarios para cortar por lo sano las presuntas actividades delictivas de inmigrantes europeos de escasos medios que trataban de abrirse camino como granjeros en un territorio que los primeros demandaban como propio sin que lo fuera. Y cuando digo cortar por lo sano me refiero a asesinar a ciento veinticinco de esos inmigrantes que estorbaban a los latifundistas, asesinatos sancionados con la legalidad merced del peso específico legitimador que, a los terratenientes, ofreció la figura de Frank Canton (Sam Waterson), un hombre con influencias en las altas esferas de la política.
La Guerra del Condado de Johnson fue un episodio recordado del salvaje Oeste, que inspiró mucha literatura y que, antes de la aproximación de Cimino, había sido referido en obras tan importantes como Incidente en Ox-Bow (William Wellman, 1943) o Raíces Profundas (George Stevens, 1953). La Puerta del cielo, legitimada desde un determinante contexto histórico y cultural -el aludido en el primer párrafo-, se atrevió a plantear el conflicto desde la perspectiva más densa aferrada a la lucha de clases, abonando una lectura claramente subversiva por su radicalidad en la forma de interpretar la Historia -venganza evidente, por tardía que fuera, contra las tesis fascistas y silenciadoras del mccarthyismo- y por la peligrosidad de sus metáforas aplicadas a su presente.
Quizá sería conveniente, ya que tanto se habla de la condición maldita de la película por su descalabro en el box-office, reflexionar si esa maldición no tuvo que ver, más que con la propuesta visual de Cimino -extraordinaria desde tantas ópticas estrictamente cinematográficas-, con la ideología implicada en su discurso, tan peligrosa, nociva para el statu quo y la idiosincrasia del país de las barras y las estrellas.
Al fin y al cabo, Cimino no hacía otra cosa que ir un paso más allá de lo trabajado en El cazador, que es el relato, en el fondo irónico –aunque tristísima es la ironía– de cómo una guerra resquebraja, desde dentro, las nimias expectativas de una comunidad inmigrante perteneciente a la working class del medio oeste americano, trabajadores en acerías que se convierten en carne de esos cañones que se dedican a construir. Pero El cazador tenía a su favor la urgencia de la catarsis por esa herida cercana, la cruda e incomprensible derrota en Vietnam.
En cambio, La puerta del cielo despreciaba coartadas al redoblar la apuesta del discurso desde dos ópticas. La primera, la de personajes implicados, dos de ellos pertenecientes a la clase alta y que asisten como testigos en una lucha que no es la suya pero que evidencia, a sus ojos, la barbarie que se impone a las aspiraciones más elementales de la civilización que contempla un planteamiento erudito -la conversación en la sala de billar entre Hurt y Kristofferson es una implacable constancia de ello, más evidente por tener lugar antes de que los acontecimientos se desencadenen; y el prólogo y el epílogo refuerzan esa mirada externa, aunque desencantada hasta lo trágico, sobre los hechos relatados-.
La segunda óptica es el hecho de que aquí la clase trabajadora no era simplemente masacrada por los designios de los señores de la guerra, sino que se producía un enfrentamiento, una colisión, una rebelión en toda regla contra una ley mezquina hecha a la medida del Poder.
Así, las resonancias poéticas del título tienen que ver con un escenario que representa la aspiración legítima a la felicidad tanto en la paz, en la extraordinaria secuencia del baile sobre patines que tiene lugar en ese centro comunitario así llamado, Heaven’s Gate, como en la guerra -el concilio que tiene lugar antes del virulento clímax, donde los inmigrantes, evidenciando que no tienen otra salida que matar o morir, deciden alzarse en armas contra el ejército mercenario contratado para aniquilarles bajo precio-.
El citado baile y el asalto climático contra esas inquinas fuerzas del orden, auténticos tour de force en el planteamiento visual épico de Cimino, comparten la coreografía a través de lo circular y de lo colectivo, trocando la música de la paz por la artillería y la sangre de la guerra. Como en El cazador, a Cimino le interesan las liturgias para ser puestas al contraste con la vorágine de violencia que las compensan en las crueles balanzas de la historia. Lo hace del mismo modo que elabora –con la complicidad de un Vilmos Zsigmond en franco estado de gracia– un retrato de lo coral y de lo íntimo sirviéndose a menudo de la deriva vertiginosa de un paisaje cuya belleza improbable termina siendo devorada por la indignidad de la depredación humana. Y del mismo modo que la legítima pugna sentimental de dos hombres por la misma mujer -uno de ellos, Christopher Walken, condenado de nuevo, como en El cazador, a la condición de estandarte trágico- es aniquilada por las constancias implacables de los factores externos, políticos, de esa aspiración compartida.
En el extraordinario estudio de la película que le dedica en su monográfico sobre el western Al oeste del mito (UOC, colección: Filmografías esenciales, 2016), Adrián Sánchez pone la película en relación de antecedentes con el halo operístico y la huella autoral europea de los filmes de Coppola sobre la familia Corleone y, como referente de otro canto del cisne cinematográfico, Érase una vez en América (Sergio Leone, 1982), otro ejercicio fílmico excelente evocador de un género, en ese caso el cine de gángsters, construido desde los mimbres de la memoria y la desazón inevitable, más nostálgica aún, si cabe, que La puerta del cielo.
Es una relación de eslabones creativos, de hitos fílmicos, muy atinada a la hora de depurar el lugar que este título de Cimino, asimismo como culminación de lo trabajado en la anterior y tantas veces citada El cazador, ocupa en el paisaje de la historia del cine. El juego de las analogías, quizá caprichosas, nos invitan a enfrentar la perspectiva de Jim Averill con la del cineasta que la imaginó, la realidad con su representación fílmica desde el prisma de un enfrentamiento desigual de David contra un todopoderoso Goliat contextual, donde lo único que termina ganando, sobreviviendo, es el acentuado regusto amargo de la poesía que anida en la derrota, patrimonio de los actores o peones de la trama tanto como de los espectadores o receptores de la misma.